REGRESAN MIS OJOS
MÍRAME A LOS OJOS
Como cada tarde antes de abandonar su fastuoso despacho, Hao Wo Wang se hallaba situado de pie frente al amplio ventanal que le permitía divisar muy buena parte de la ciudad que se extendía a sus pies (aunque podría decirse que se tendía a sus pies). Un despacho que ocupaba casi doscientos metros cuadrados de la planta veintiséis del magnífico y moderno edificio sito en el centro de Kuala Lumpur, en la City, donde se fraguaban negocios en los que intervenían cifras astronómicas, valga por una vez la manida frase. Y los pensamientos de Hao Wo Wang en aquellos momentos finales de su jornada giraban siempre en torno a lo mismo: quién te ha visto y quién te ve, Hao Wo Wang.
Sí. Quien hubiera visto a Hao Wo Wang años atrás (muchos años atrás) jamás tendría la fantástica idea de pensar que el antiguo golfillo andrajoso y muerto de hambre y de rabia era ahora aquel hombre de poco más de sesenta años, elegante, sobrio, de hermosos cabellos blancos y mirada de señor poderoso dueño de cielos y tierras. O poco menos. De los muelles con olores putrefactos de Singapore había pasado (tras largo, cruel, perverso y tortuoso camino, todo hay que decirlo) al más soberbio edificio en el centro de la moderna y próspera Kuala Lumpur, donde era temido y respetado (dicho de modo más crudo pero también más exacto: respetado por temor). De sufrir vejaciones y humillaciones de toda clase (empezando por las del sexo y terminando por las del estómago), Hao Wo Wang había pasado a disponer de vidas y destinos humanos, empezando por su propia vida y, según creía él (erróneamente, como pronto se verá), también de su propio y magnífico destino…, si es que el destino de todo mortal, o sea, la muerte, puede ser magnífico de alguna manera.
Sí. Quién te ha visto y quién te ve, Hao Wo Wang. Era tan rico, tan, tan rico, que lo único que no podía comprar era la inmortalidad, y eso porque, hasta el momento, todavía no se ha descubierto cómo alcanzar ese estado; y digo todavía porque barrunto que todo se andará. Con el tiempo, el dinero podrá comprar incluso el tiempo (es decir, el tiempo de verdad, el tiempo absoluto, no unas horas o minutos para ir a jugar al golf o retozar con una chinita joven y complaciente) y los que más dinero tengan más tiempo tendrán para gozar y para vivir; cabe pensar que un día u otro, un siglo u otro, el dinero servirá incluso para descubrir, inventar o fabricar la inmortalidad…
Disquisiciones vanas, se dijo Wo Wang.
Miró su Rolex. Las cinco y dos minutos de una tarde soleada, luminosa. En cualquier momento, Ma Lai, su secretaria (entre otras cosas) entraría para preguntarle si deseaba algo antes de marcharse. Para entonces, los restantes escasos empleados de aquellas oficinas de la Kuala Enterprises Lumpur, más conocida por la sigla K.E.L., se habrían marchado ya, a las cinco exactas, con puntualidad que seguramente habían heredado de sus antiguos amos, los británicos…, sobre todo para dejar el trabajo. En cuanto a Ma Lai, abriría la puerta, se quedaría en el umbral mirándolo, y eso sería todo. Si él tenía ganas de diversión, bastaría un gesto para que ella comprendiese y entrase en el despacho pensando ya en quitarse la ropa; si el todopoderoso Hao Wo Wang no tenía ganas de sexo maduro pero sabio, le haría un gesto con la mano, ella la sonreiría, le diría “hasta mañana”, retrocedería cerrando la puerta, y Wo Wang quedaría de nuevo solo en la cúpula de su poder siniestro.
¿Qué hacer entonces?
Cierto, es poco probable que alguien que tiene tantísimo dinero se aburra: desde el juego a la bebida, desde el deporte al sexo con jovencitas casi niñas, desde volar en jet privado a patinar sobre hielo, desde extorsionar a estafar, desde robar a contrabandear, desde torturar a matar…, se pueden hacer tantas y tantas cosas para esparcimiento del cuerpo (pero no del espíritu) que incluso valdría la pena tener un secretario encargado de programarnos las diversiones. Porque la verdad, ¡es tan aburrido eso de pensar en qué y cómo podemos divertirnos!
No oyó abrirse la puerta que comunicaba su despacho con las oficinas anexas donde trabajaban Ma Lai y los demás empleados, pero supo que había sido abierta, porque se producía un sutil cambio de ambiente en el despacho, era como si los pensamientos tuvieran más espacio para agitarse y retorcerse. En fin, que ya eran las cinco pasadas…
Se volvió, iniciando el gesto con la mano para despedir a Ma Lai, pero no terminó el gesto. Quedó inmóvil, más perplejo que sobresaltado, al ver a la desconocida dama de raza blanca. Y tras unos rápidos parpadeos frunció el ceño y preguntó, por supuesto en inglés:
–¿Quién es usted?
La distinguida dama sonrió. Llevaba unas grandes gafas de cristales oscuros, por lo que Wo Wang no pudo ver sus ojos; pero sí vio su sonrisa. Y nada más ver aquella sonrisa, aquel leve movimiento de los bellos labios de la desconocida, Wo Wang supo con toda certeza que algo nuevo iba a ocurrir en el mundo; es decir, en su mundo.
La dama no contestaba. Y ya, ni siquiera sonreía, se limitaba a mirar a Wo Wang, posiblemente valorando la belleza de aquel chino alto, tan elegante, y atractivo en su edad madura… Lo estaba valorando y Wo Wang comprendió que no sólo en el aspecto físico. Y esto, de un modo oscuro y extraño, enfureció al chino, que frunció aún más el ceño y comenzó a acercarse a la puerta, con aquel gesto suyo intimidatorio que a tantas personas atemorizaba, desde poderosos financieros a hombretones que podían partirlo en pedazos con sus manos en cuestión de segundos.
La dama no se movió. Permaneció erguida, apoyándose con simpática coquetería en su bastón con empuñadura de plata.
–¿Quién la ha autorizado a entrar? –farfulló Wo Wang. Y acto seguido llamó, enfadado–: ¡Ma Lai, Ma Lai!
No obtuvo respuesta, ni Ma Lai apareció por parte alguna. Con un gesto en verdad brusco y descortés Wo Wang quiso apartar a la distinguida dama para salir en busca de Ma Lai; y entonces ocurrió algo curioso, curioso en verdad: no sólo no consiguió ni siquiera rozar a la dama, sino que, inexplicablemente, tuvo la sensación de tropezar con algo, se dio de cara contra el marco de la suntuosa puerta, rebotó, y quedó sentado en el suelo. Entonces vio a Ma Lai, tendida sobre la moqueta de las oficinas, muy cerca de su mesa de trabajo. La sorpresa y el desconcierto era tal en Wo Wang que sobrepasó el leve dolor que sentía en la cara debido al increíble y absurdo golpe. No había nadie más en las oficinas. Todo estaba en calma, todo normal como cada día a aquella hora, excepto, claro está, el cuerpo de Ma Lai tendido en el suelo.
–Sólo está dormida –dijo la dama visitante–. Dentro de un par de horas despertará y se encontrará perfectamente.
Wo Wang alzó la mirada hacia la dama que lo había derribado, y entonces vio la pequeña pistola en la mano derecha de ésta. Una mano hermosa, firme y tersa. De la pistola, la mirada de Wang saltó a los ojos de la dama. Es decir, a los cristales oscuros que impedían verle los ojos.
–¿Qué significa esto? –preguntó el chino, con tono conminatorio.
La dama movió la pistola hacia el interior del despacho.
–Vaya a sentarse a un sillón. No tras su mesa: en un sillón.
Decididamente, algo iba a cambiar en el mundo de Hao Wo Wang, en la vida de Hao Wo Wang. Y éste lo supo con toda certeza, mientras sentía un relámpago de frío que desde la nuca recorrió todo su cuerpo.
Se puso en pie y se encaminó hacia uno de los enormes sillones, mientras la dama cerraba suavemente la puerta del despacho. Wo Wang se sentó. La dama fue a sentarse ante él, ambos frente al ventanal y de costado con respecto a éste. El resplandor del sol proporcionaba una iluminación óptima y hermosa. El chino estuvo contemplando a la dama unos segundos. Era una mujer muy hermosa, de cabellos negros y suavemente ondulados, con algunas canas en las sienes. Elegante, señorial, fuerte y tranquila. Tan hermosa, fuerte y tranquila que el chino quedó sobrecogido. No se atrevió a calcularle la edad.
Miró la pistola.
–¿Quién es usted? –insistió.
–La agente Baby.
Hao Wo Wang no reaccionó, de momento. Fue como si no hubiera oído nada. De pronto, palideció. En su lechoso rostro oriental fue perfectamente visible el cambio.
Justo en ese momento se oyó un leve zumbido en el bolso de la dama. Ésta sacó la pequeña radio, y admitió la llamada.
–Dime, mi amor.
–¿Todo bien? –sonó nítidamente la voz masculina.
–Todo tal como lo planeamos. He entrado cuando salía el último empleado, he cerrado la puerta, he dormido con el gas a la secretaria Ma Lai y ahora estoy sentada frente a nuestro personaje. Queda tranquilo.
–Bien. Sigo vigilando.
Los dos cerraron el contacto. Baby mostró la diminuta radio a Wang.
–También tenemos teléfonos móviles, naturalmente –explicó con sospechosa amabilidad–, pero cuando vamos de caza preferimos utilizar nuestros viejos sistemas de contacto, pues con ellos es muy poco probable que se produzcan interferencias, desconexiones, fallos por carencia de cobertura… Ya sabe: cosas de ésas.
–¿Con quién ha hablado?
–Con Número Uno.
–No es verdad –jadeó Wo Wang–… ¡No es verdad!
–¿Por qué no?
–Pues porque… ¡porque no!
–No sea infantil. Es evidente que usted sabe quién es Baby y quién es Número Uno, así que… ¿por qué duda de nuestra personalidad?
–Usted… usted hace años que murió. ¡Y él también! Lo sé muy bien.
–¿Sí? ¿Y cómo es eso? –se interesó amablemente Baby.
–Yo tuve… tratos de… de negocios con un par de servicios secretos hace años… Oí hablar de ustedes… ¡Pero hace ya mucho tiempo, todos saben que usted murió!
–Veamos: ¿quiere usted decir que desaparecí del escenario del espionaje activo o que morí? Piénselo bien, porque no es lo mismo.
Wo Wang se pasó la lengua por los labios.
–¿Qué es lo que quiere de mí? –inquirió, mirando la pistola.
–¿Qué podría querer de usted? –preguntó Baby a su vez.
–No sé… ¡No lo sé! ¡Yo no me dedico al espionaje!
–Lo sé. Sé todo lo referente a usted. Sabemos muy bien todo lo que le concierne y estamos al tanto de todas sus actividades.
–No diga tonterías –sonrió crispadamente el chino.
Las cejas de la divina ex espía aparecieron por encima de la montura de las gafas en un simpático gesto de asombro.
–¿Tonterías? ¿Usted cree que yo digo tonterías?
–Por supuesto que sí.
–Vaya. Debe de ser cosa de la edad. Porque en efecto, ya no tengo veinte años. Ni cuarenta. –Emitió una risa encantadora–… ¡Ni siquiera cincuenta! En fin, ya se sabe que los ancianos sólo servimos para decir y hacer tonterías. Por ejemplo, si yo lo mato a usted ahora, será una tontería. ¿O no?
Wo Wang volvió a pasarse la lengua por los labios. Se estaba dando perfecta cuenta de que una pantera es siempre una pantera, y empezó a pensar que él nunca había pasado de ser un miserable gato marrullero.
–Pero… ¿qué quiere de mí? –insistió.
–¿Ha oído usted hablar de la L.O.U.?
–No…
–Se lo explicaré con pocas palabras. La L.O.U., o sea, la Love Organization Unite, Organización Amor Unido, se dedica a tareas… benefactoras y justicieras. Por ejemplo, nos enteramos de que en cierto islote de las Filipinas hace falta un hospital y que el dinero para su construcción ya ha sido concedido y entregado por las autoridades filipinas a quienes se han de encargar de la construcción de ese hospital. Pero, resulta que esas personas son unos canallas de los muchos que por desdicha pueblan el mundo, y han… desviado el dinero a sus bolsillos, con lo que el hospital no es construido. Entonces, entra en funciones una sección de la L.O.U. a la que llamamos P&C, es decir, Prize and Chastisement, Premio y Castigo. Esa sección destaca al personal adecuado para que vaya a pedir cuentas al canalla o canallas de turno, y entonces pueden ocurrir dos cosas. Una, que la demora en la construcción del hospital no haya causado mayores daños ni desgracias humanas; en ese caso, se obliga al canalla a devolver todo el dinero y se le impone además una… sanción muy importante, para que recapacite antes de volver a las andadas. Y aquí no ha pasado nada. La otra cosa que puede ocurrir es que la demora en la construcción del hospital haya ocasionado víctimas mortales por falta de la oportuna asistencia médica y hospitalaria. En ese caso, además de quitarle al canalla todo el dinero que tenga, nuestro personal especialista de la P&C lo castiga, lo ejecuta, y así es seguro que no volverá a jugar con la salud y las vidas de personas inocentes y desvalidas. ¿Me he explicado?
Wo Wang no contestó. Parecía de piedra. Baby sonrió de nuevo.
–Por otra parte, si en el sitio donde hace falta el hospital, o una escuela, o una modesta flota pesquera que permita a cientos de personas ganarse la vida, no hay manera de conseguir ese dinero por vías normales, esto es, estatales, interviene la L.O.U. donando la cantidad necesaria. Un millón de dólares, diez millones, mil millones… Nuestra entidad tiene… asociados en todo el mundo que entienden muy bien lo del premio y el castigo. Y son gente importante, no como usted, que sólo es un granuja, un… gangstercillo de medio pelo. En cuanto a dinero, sabemos que tiene muchísimo, pero créame, señor Wang, comparado con las cantidades que puede reunir la L.O.U. siempre que sea necesario, usted es un desgraciado dueño de cinco centavos. ¿Me he explicado también en esto?
Wo Wang asintió con la cabeza y murmuró:
–Entonces… ¿no es dinero lo que quiere de mí?
–Bueno, a decir verdad la L.O.U. admite aportaciones de toda clase, no somos de los que decimos eso de “dinero sucio”. Si el dinero sirve para hacer algo meritorio, que venga de donde quiera y si es sucio ya lo limpiaremos con la bondad. Pero no, no he venido a pedirle ni exigirle dinero, qué estupidez. Estoy aquí para exigirle que me mire a los ojos.
Diciendo esto, Brigitte Montfort se quitó las gafas, dejando visible en todo su esplendor la belleza de sus azules ojos.
Wang quedó estupefacto, aturdido, no sólo por la inesperada visión de aquella belleza, sino porque no entendía lo que estaba ocurriendo.
–¿Ve bien mis ojos, señor Wang?
–Sí… Sí, sí.
–Bien. Siga mirándolos mientras proseguimos con nuestra charla. Veamos. Aunque usted crea que no, nosotros estamos al corriente de sus sucios negocios. Vamos a ceñirnos en esta ocasión a uno de los más… canallescos. ¿Usted sabe a qué me refiero si le menciono tres barcos de carga que se pasan el tiempo navegando por estos mares?
El chino tragó saliva. Desde hacía unos minutos, había un pensamiento que martilleaba en su cerebro cada vez con mayor poder obsesivo: tenía ante él a la agente Baby de la C.I.A., aquella mujer de la que, años atrás, cuando hacía sus trapicheos sirviéndose del espionaje, había oído contar cosas fabulosas, y cuya mayor y más reconocida característica era su conducta insobornable: el que la hace la paga.
–¿No me ha oído? –inquirió Baby.
–Sí, sí, la… la he oído, sí.
–Saque un pañuelo y séquese la cara: está sudando.
Wo Wang obedeció. Pero el sudor se deslizaba ya por su cuello hacia el pecho, hacia el orondo vientre alimentado con el dolor y la pobreza ajena.
–¿Y bien? ¿Qué me dice de esos tres cargueros que siempre están en el mar, yendo de un lado a otro, de esos barcos sin destino?
–Yo… No soy el único que… ¡Es que no sé qué quiere usted de mí!
–Quiero que me mire a los ojos.
–¡Ya lo estoy haciendo!
–Muy bien. Así pues, sigamos hablando de esos tres cargueros. En realidad no son barcos transportadores de carga, sino tres… factorías flotantes en las que trabajan en total unos dos mil niños y niñas que, a cambio de una deficiente alimentación y un sucio suelo donde dormir unas pocas horas diarias reventados y hastiados de trabajar, producen para usted una riqueza muy considerable manufacturando diversos productos: juguetes, software informático, reproductores de CD, relojes…
–¡No es tanta riqueza como usted cree!
–Usted no sabe lo que yo creo –dijo fríamente Brigitte–. Pero yo se lo voy a decir: usted es un miserable que…
–¡Hay muchos barcos como el mío, no soy el único que explota trabajadores infantiles!
–Ya lo sé. La explotación de la mano de obra infantil, igual que la prostitución infantil, están en auge en esta parte del mundo… y en otras partes. Lo sabemos muy bien. Esta explotación se ha extendido tanto que ni siquiera la L.O.U., cuyo poder le sugiero que no desdeñe, puede hacer nada realmente importante al respecto. Así que nos hemos planteado el asunto de un modo… consecuente, razonado y sereno. Nosotros no podemos impedir que usted y otros como usted tengan a miles de niños en el mar matándose a trabajar por un puñado de arroz. Pero veamos: si no estuviesen en esos barcos… ¿dónde estarían esos niños? Pues estarían, sin duda, en tierra firme, pasando hambre y miserias mil, tal vez prostituyéndose, o robando, tal vez matándose entre ellos o engrosando bandas de terroristas y delincuentes de todas clases apenas tuvieran dos o tres años más… Así pues, desde este punto de vista, digamos que esos barcos-factoría están haciendo algo que, de momento y a la espera de mejores soluciones de ámbito mundial, resulta menos perjudicial que no hacerlo. ¿Está de acuerdo?
Wo Wang estaba tan aturdido, tan desconcertado, tan incrédulo, que no tuvo fuerzas ni para contestar. ¿Había oído bien? ¿Aquella mujer estaba de acuerdo con la explotación infantil, con…?
–Tiene que quedar bien claro –continuó ella de pronto, sonriendo de tal modo que el chino comprendió que le había captado el pensamiento– que de ninguna manera estoy de acuerdo con la explotación infantil…, ni con ninguna otra explotación humana, claro está. Pero en este caso, digamos que lo que ocurre es menos malo que lo que ocurriría si usted no tuviera esos tres barcos llenos de niños trabajando para usted. Así pues, tal como hemos estado haciendo hasta ahora, seguiremos vigilándolo a usted y a otros… a la espera de que de un modo global este cruel asunto inhumano se solucione, y los niños, en lugar de trabajar como esclavos y comer y vivir como mendigos, se dediquen a jugar, a aprender, a quererse, y a hacer cosas provechosas en su vida. ¿Está usted de acuerdo conmigo, señor Wang?
–¡Por supuesto!
–Entonces… ¿podemos contar con que va a desistir de matar a esos dos mil niños de sus tres barcos?
Wo Wang tuvo la sensación de que el estómago se le volvía del revés y el corazón se le disparaba brutalmente. Quedó lívido, desorbitados los ojos, desencajadas las facciones. Brigitte no dijo nada más. Simplemente, lo miraba, cada vez desde más cerca. Lo miraba con una fijeza estremecedora. Wo Wang abrió y cerró varias veces la boca, pero no pudo decir ni una palabra. Lo único que pudo hacer, por fin, aterrado por aquella mirada, fue cerrar los ojos.
–No se escabulla –oyó la voz de aquella implacable mujer–. Míreme a los ojos.
Con un esfuerzo, el chino abrió los ojos y fijó su mirada en los de Baby.
–¿Confío en que desistirá de asesinar a esos dos mil niños? –susurró ella.
–Usted… usted no sabe… lo que dice…
–¿No? Vamos a ver si mis informes no son correctos. Según esos informes, y precisamente debido a la competencia que hay en sus… “negocios”, el negocio de los niños explotados está decayendo considerablemente. Con lo cual, además de disminuir de modo notable sus beneficios, se encuentra usted con un total de casi dos mil quinientas personas con las que en estos momentos no sabe qué hacer. Si las mantiene en el mar, acabará por perder dinero. Si las desembarca, se le van a complicar mucho las cosas con las autoridades e incluso con sus empleados actuales de esos barcos. ¿Y dónde y cómo desembarcar dos mil niños? Es muy complicado y, sobre todo, muy comprometido, ¿verdad? De modo que ha decidido solucionar el problema de un modo muy sencillo: hundiendo en alta mar esos tres barcos con todos sus ocupantes. ¿Son correctos mis informes?
Hao Wo Wang se estaba ahogando con su propia respiración. No contestó. No podía.
–¿Son correctos mis informes? –insistió suavemente Brigitte.
Por fin, el chino movió la cabeza afirmativamente. Y acto seguido recuperó la palabra para preguntar, con voz temblorosa, mirando de nuevo la pistola que le apuntaba:
–¿Ha venido a matarme?
–He venido a hacerle algo mucho peor que matarlo –dijo Baby, sacando del bolso un pequeño espejo circular–… Míreme a los ojos. ¿Los ve bien? ¿Los ha visto bien?
–Sí… ¡Sí!
–¿Y qué ve en ellos?
–Son… muy inteligentes y… y hermosos…
–¿Eso es todo?
–No sé…
–Mírelos bien, Hao Wo Wang. ¿No ve en mis ojos nobleza, bondad, justicia…, no ve en mis ojos un espíritu digno de disfrutar de la existencia, un espíritu capaz de comprender y aceptar a todos los espíritus que igualmente pretendan lograr lo bueno y lo justo para todos? ¿No ve todo eso en mis ojos?
–Sí…, supongo que… que sí…
–Ahora, mire sus ojos. –Baby le entregó el espejito–. Mire sus ojos y dígame qué ve en ellos que valga la pena conservar para la humanidad. ¡Mire sus ojos!
Wo Wang obedeció. Se miró los ojos en el espejito.
Luego miró a Brigitte, aterrado, mudo de espanto.
La divina ex espía guardó la pistola en el bolso y se puso en pie.
–Adiós, señor Wang. Siga mirando sus ojos. Si todavía queda en usted algo que valga la pena, lo verá en ellos no tardando mucho. Y entonces, en lugar de asesinar a esas dos mil y pico de personas, dará contraorden a sus esbirros criminales que esperan su última palabra para hundir esos barcos; entonces, lo que hará será conservar en activo esas factorías, pero proporcionando a sus trabajadores mejores alimentos, cuidados médicos adecuados, instalará una escuela en cada barco, una sala de recreo y estudio, y los tratará como a seres humanos hasta que, un día u otro, la humanidad entera entienda que tiene que tomar parte en esto y solucionarlo con dignidad y amor. ¿Me ha entendido?
–Sí… Sí.
–Bien. Míreme a los ojos y luego mire los suyos. Si reacciona como le he dicho, si sigue mis instrucciones, dentro de un tiempo usted podrá decir a otras personas, con satisfacción y dignidad, que le miren sus ojos exentos del mal. Si no reacciona como le he dicho, tengo otros medios para detener a sus asesinos, pero entonces, señor Wang, entonces sí, además dese por muerto.
F I N
O olhos azuis de Baby são belos e frios, como dois poços gelados.
Comentario por Jôka P.-Av.Copacabana — Abril 15, 2007 @ 10:59 pm
… Pero tras esos “pozos helados” hay un corazón caliente y apasionado, Jôka,
Abrazo grande.
LOU
Comentario por Lou Carrigan — Abril 16, 2007 @ 8:01 am
Leída finalmente la historia y encantado con ella. Evidentemente, al ser más extensa que “Justicia personal”, su riqueza como relato es superior a aquélla. En esta ocasión, Baby no actúa de manera tan implacable como en “JP”, pero no por ello no deja de aplicar justicia… Muy original el desenlace, prescindiendo del típico final de “el malo muere”… El estilo, directo, engancha de principio a fin en un texto que, por su extensión, se lee de manera agradable y trepidante. Espero que nos siga haciendo en su weblog “regalos” como éste, sr. Vera.
Un abrazo,
Manuel C.
Comentario por Manuel C. — Abril 21, 2007 @ 6:44 pm