UN VIEJO RELATO…

 
CRANEO
 
VOCES DE ULTRATUMBA
por
LOU CARRIGAN
 
Las voces de ultratumba son un incordio
para las conciencias.
Así pues, lo mejor es no escucharlas.
 
 

Henry Storey, de la Policía de Ontario, Canadá, tenía cualidades a cuál mas importante para un hombre de su profesión.
Una de ellas era la memoria, que poseía en niveles excepcionales, posiblemente bien cimentada en unas grandes dotes de observación. La otra cualidad, no ya solamente para un policía, sino para cualquier persona, era la responsabilidad y dignidad profesional. Muchas personas hacen su trabajo del modo más rápido y menos molesto posible, cumplen su jornada y se acabó.
Henry Storey no era así. Le gustaba su trabajo, era consciente de lo útil que resultaba a la sociedad, y tenía a orgullo hacerlo lo mejor posible y con la mayor dedicación.
Así que, cuando aquel 25 de marzo de mil novecientos treinta y dos regresó a su trabajo al Precinto después de haber estado ausente por una inoportuna enfermedad, lo primero que hizo fue interesarse por “cómo estaban las cosas allí”. Sus compañeros, que le conocían bien, le dieron explicaciones y le hicieron bromas, todo lo cual le pareció muy bien a Storey.
Pero hubo una cosa que no le pareció bien.
Es decir, le desconcertó.
La cuestión era que él se permitía dudar seriamente la noticia referente a la muerte de un muchacho llamada Leon Bergeron, pateado por un par de caballos. El hecho había ocurrido un par de semanas antes, en una granja en la que estaba empleado Bergeron. Henry Storey buscó todo el informe, lo leyó y quedó pensativo, ya aislado de sus compañeros y sus bromas. El informe era de lo más normal y creíble: Leon Bergeron había entrado en el granero, donde estaba el establo con los dos caballos; una vez en el establo algo debía de haberles ocurrido a los caballos, que se habían asustado y, al parecer en su afán de huir, habían pateado a Leon Bergeron con tan mala fortuna que le habían causado la muerte.
Bien estaba.
Todo era admisible.
Menos una cosa: Storey conocía a Leon Bergeron, y sabía que éste era un experto en caballos, tanto para domarlos como para curarlos y darles en general un trato que le ganaba el afecto de los animales. Así pues, a Storey le pareció realmente extraño lo sucedido, y, sin más, decidió darse una vuelta por el lugar de los hechos.
Este lugar era la granja de un sujeto llamado François Laroque, en la comarca francocanadiense próxima al castillo de L’Orignal, en el noroeste de la provincia de Ontario. Zona muy dada a supersticiones de toda clase, incluidas leyendas de fantasmas visibles e invisibles, estos últimos sólo perceptibles por sus voces, que se podían oír “en determinados momentos de la noche y en determinadas circunstancias”. Por supuesto a Henry Storey todo esto sólo le hacía sonreír, de modo que cuando se dirigió hacia allá sólo pensaba en cosas reales y sensatas. Como por ejemplo la muerte de Leon Bergeron pateado por dos caballos a los que, indudablemente, el muchacho debía de haber conocido y tratado muy bien. Lo demás eran pamplinas.
François Laroque, naturalmente, se puso a disposición del policía en cuanto éste apareció por allí interesándose como por pura rutina por lo sucedido a Leon Bergeron, y lo llevó al granero, en el cual estaba ubicado el establo, efectivamente con sólo dos caballos; los caballos que habían causado la muerte a Leon Bergeron con sus cascos.
No había nada que hiciera pensar que los dos caballos tuvieran mal instinto o cualquier teoría de esa naturaleza. Ambos se hallaban tranquilamente instalados en su hábitat, que sólo disponía, de una salida, es decir, una puerta que se abría al granero, el cual tenían que recorrer para salir al exterior.
Dicha puerta se abría hacia el exterior del establo, así como la pequeña ventana que había en ella y que se utilizaba para echar un vistazo a los caballos sin necesidad de abrir toda la gruesa puerta. Gruesa puerta que se podía cerrar por medio de una sólida aldaba tanto desde el interior del establo como desde fuera de éste.
Todo era normal y apacible.
Sin embargo, Henry Storey seguía resistiéndose a aceptar lo sucedido conforme a las apariencias.
–Es extraño que los caballos atacaran al muchacho, ¿no le parece? –le preguntó a Laroque.
Éste movió la cabeza con gesto apesadumbrado.
–Yo no diría que le atacaron, francamente. Más bien me inclinaría a creer que ocurrió algo que asustó a los pobres animales y éstos tal vez intentando escapar patearon a Leon. Fue un accidente desdichado, eso es todo.
–¿La puerta estaba cerrada o abierta? –indagó Storey.
–Cerrada. Pero no hagamos demasiado caso de eso, pues a veces la cierra el viento.
–O sea, que pudo estar abierta cuando los caballos se asustaron y luego ser cerrada por el viento.
–Eso parece más razonable que pensar que Leon se encerró con los dos caballos. No tenía por qué hacerlo.
–Ya. Bueno, el caso es que cuando usted descubrió lo sucedido los dos caballos estaban aquí dentro, claro.
–Claro.
Henry Storey permaneció pensativo unos segundos antes de murmurar:
Yo creía que Leon Bergeron estaba empleado en la granja del señor Morin, no en la de usted.
–Y tiene usted razón: el muchacho estaba empleado por Pierre Morin, pero éste y yo somos amigos y en cuanto le pedí un poco de ayuda no tuvo inconveniente en prestarme a Leon. Es cosa que hacemos frecuentemente entre los granjeros.
–Sí, es cierto –admitió Storey, pensando en la inexactitud contenida en el informe que había leído en el Precinto–, se me ha debido ocurrir a mí esa misma explicación.
Mientras hablaba, la perspicaz mirada de Storey examinaba a los dos caballos, desconcertado por las señales que tenían ambos en los costados. Eran unas señales idénticas, en número no inferior a la docena, y que a Storey se le ocurrió clasificar como pinchazos; pequeñas cicatrices de pinchazos.
¿Qué podía haber causado aquellas señales en los dos caballos, idénticas en ambos?
Sin profundizar más de momento en sus investigaciones que eran más de índole personal que profesional, Henry Storey decidió ir a visitar al otro granjero, al que había empleado a Leon Bergeron, el tal Pierre Morin, del cual sabía que era un sujeto poco sociable y brusco, sin que esto significara forzosamente que fuese una mala persona. Hay personas agradables y personas desagradables, eso es todo.
Pierre Morin vivía solamente a una milla de Leon Bergeron, de modo que no era problema alguno girar la visita en aquel mismo instante, y así lo hizo Henry Storey. No fue mal recibido por Pierre Morin, que simplemente, cuando Storey le preguntó qué hacía Leon Bergeron en la granja de François Laroque, explicó:
–François me pidió prestado al muchacho para que le ayudase en la trilla, y no tuve inconveniente. Está claro que tampoco lo tenía Leon, pues no era la primera vez que iba a ayudar a algún vecino, y siempre sacaba alguna cosilla.
–Sí, comprendo.
La conversación se prolongó unos pocos minutos y el policía se alejó en su coche patrulla. Tal vez la cosa no tuviera importancia, pero lo cierto era que la trilla no estaba hecha en la granja de François Laroque, cerca de la cual volvió a pasar. No necesitaba hacerlo para convencerse, pues su memoria y su poder de observación eran excelentes, como ya se ha dicho, pero quiso asegurarse. Y, efectivamente, comprobó que la trilla no estaba hecha. Así pues, al parecer, François Laroque había pedido “prestado” a Leon Bergeron para que le ayudase en la trilla pero, evidentemente, lo había destinado a otros quehaceres, puesto que la trilla estaba sin hacerse.
Henry Storey se alejó de la granja de François Laroque…, pero volvió aquella noche, con las ideas bien claras respecto a lo que quería comprobar.
De este modo, en cuanto se hubo deslizado en el granero encendió una linterna, buscó una de las horcas para mover paja y se fue con ella al establo, donde se hallaban pacíficamente los dos caballos. Storey comprobó que las señales que tenían ambos en los costados guardaban entre sí una distancia idéntica a las de las largas púas de las horcas, y no sólo una vez y como por casualidad, sino varias veces.
Dicho de otro modo: parecía que aquellas señales en ambos caballos correspondiesen a varios pinchazos efectuados con una horca en sus costados.
Siempre a la luz de la linterna, el policía buscó huellas de sangre en las púas de la horca, sin hallarlas. Luego lo hizo por las paredes del establo, y aquí sí halló unas manchas que le parecieron de sangre, ciertamente seca. Con un cortaplumas rascó unas astillas impregnadas de estas manchas. Las recogió en un pañuelo y decidió por terminada su clandestina visita. Entregaría las astillas impregnadas para que fuesen analizadas y ya vería entonces, a la vista de los resultados, qué más hacía respecto al asunto.
Pero no esperó tanto.
La noche siguiente el sargento Henry Storey volvió a las andadas, sólo que esta vez en la granja de Pierre Morin, el patrono de Leon Bergeron, amigo y vecino del sospechoso François Laroque.
En el establo de Pierre Morin, al cual entró también subrepticiamente el policía, halló una horca nueva, reluciente. Es decir, que Pierre Morin había comprado hacía poco una horca. ¿Se le había roto la anterior, tal vez? ¿Estaba oxidada, inutilizada de algún modo…? En cualquier caso: ¿dónde estaba la horca anterior, la vieja?
La encontró, con no poca paciencia y tenacidad, en un altillo del granero, metida bajo la paja. Pero encontró solamente el mango, entero. O sea, que no era el mango lo que se había roto. ¿Se había roto, entonces, la parte metálica, las púas? Le pareció increíble, pero todo podía ocurrir, así que se dedicó a buscar la parte metálica, sin que le fuese posible hallarla.
Con todos estos datos, Henry Storey decidió hacerle una visita al inspector William H. Stringer, del Departamento de Investigación Criminal, en Toronto. William H. Stringer, alto, fuerte, canoso, estuvo escuchando con suma atención a Storey mientras éste relataba sus pesquisas y conclusiones.
–En resumen, señor –terminó Storey–, yo estoy convencido de que se ha cometido un asesinato. Un asesinato retorcido y muy bien planeado, posiblemente difícil de realizar, pero que ha sido conseguido, utilizando a los caballos como cómplices involuntarios.
–Sí, comprendo.
–Para mí está bien claro. Leon Bergeron fue encerrado en el establo, cuya puerta fue cerrada…
–Pero según usted la puerta puede abrirse lo mismo desde fuera que desde dentro.
–Sí, pero no le dieron tiempo. Leon Bergeron fue encerrado en el establo y por la ventana de la puerta fue introducida la horca, con la cual se procedió a pinchar brutalmente a los caballos. Es claro que los pobres animales se asustaron, relincharon cocearon… Bergeron no tuvo tiempo de salir del establo, o encontró dificultades debido a que desde el exterior habían trabado o estaban sujetando la puerta, y terminó pateado hasta morir.
–Entonces, su sospechoso es Pierre Morin.
–Al parecer la horca utilizada era de él, pero no me parece admisible que un hombre utilice su propia horca para cometer el crimen en casa de otro hombre, de un vecino. Claro que… pudo hacerlo así precisamente para que nadie sospechase de él por la muerte de Bergeron. Se podría admitir que lo hizo, y que de regreso a casa escondió en un sitio la parte metálica de la horca, manchada de sangre, y el mango en otro sitio.
–A mí me parece todo demasiado elaborado –dijo Stringer–. No obstante, quizá fuese conveniente estudiar con más detenimiento el cadáver de ese infortunado muchacho.
–¿Quiere decir que procederemos a exhumarlo?
–¿Por qué no? Mientras tanto vamos a ver si nos enteramos de los análisis de sus astillas.
Para cuando el cadáver de Leon Bergeron fue desenterrado los dos policías ya sabían que su grupo de sangre era el AB…, es decir, el mismo grupo de la sangre que había sido hallada empapando las astillas recogidas por el sargento Storey. En cuanto al cadáver se ratificó el dictamen forense de que había muerto a consecuencia de los golpes recibidos en la cabeza con los cascos de los caballos, pero esta vez, además, se paró atención en las pequeñas marcas que había en su cuerpo y que, debidamente estudiadas, dieron un diagnóstico del que ya nadie podía dudar: correspondían, como las de los caballos, a heridas realizadas con las puntas metálicas de una horca, si bien no eran profundas, posiblemente debido a que la ropa había dificultado los pinchazos o a que éstos no habían sido realizados con saña sino sólo para mantener al muchacho alejado de la puerta, por la que sin duda habría querido escapar en cuanto los caballos representaron peligro, o simplemente para impedir que la persona que estaba torturando a los animales continuara haciéndolo.
Por increíble que parezca, el crimen se había cometido así, y había que asumirlo.
La primera idea fue detener a François Laroque para interrogarlo, lo mismo que a Pierre Morin Pero el asunto era tan increíble que la policía quiso tomar medidas de seguridad respecto a sus acusaciones.
–Sea quien sea que haya cometido el crimen debió de hacerlo por algo concreto, ¿no es así? –razonó William H. Stringer–. Usted conoce muy bien a la gente de esa zona, Storey. ¿Cuál cree que puede haber sido el móvil?
–No tengo ni idea, señor.
–Nadie mata porque sí… Es decir, que nosotros sepamos. Siempre suele haber un móvil, y muchísimas veces es éste el que nos conduce al asesino o asesinos. Si mataron a ese muchacho fue por algo. ¿No se le ocurre nada?
–No señor.
–Bien, tal vez sería buena idea que se tomara un descanso para reflexionar antes de seguir hurgando en esto. Si no se le ocurre a usted nada ya buscaremos el modo.
Henry Storey dedicó sus reflexiones a los posibles motivos del crimen. Nada de crimen pasional, claro. Pero había otros muchos móviles para cometer un crimen, y Storey los fue repasando mentalmente uno por uno. Su repertorio se vio frenado cuando llegó a un móvil que podía encajar: un seguro. Si Leon Bergeron había sido asegurado alguien debía de haber cobrado el el dinero. Pero… ¿realmente había tenido Leon Bergeron algún seguro?
Storey se puso en contacto con entidades aseguradoras canadienses y con algunas estadounidenses con agencias en Canadá, y las respuestas a sus preguntas comenzaron a llegarle muy pronto: nadie había cobrado ningún seguro relacionado con Leon Bergeron. Henry Storey mantuvo las esperanzas bastantes días, pero finalmente tuvo que ceder: aquél no era el camino para hallar al asesino.
Y además, ¿por qué sospechar de Pierre Morin o tan siquiera de François Laroque? ¿Acaso no era absolutamente factible que lo sucedido hubiera sido el plan de otra persona o personas relacionadas con el pasado del joven Bergeron? Porque vamos a ver: ¿de dónde era éste, dónde había estado antes, con qué personas se había relacionado y en qué ambiente…?
Henry Storey volvió a la carga, recomenzó sus investigaciones, que muy pronto comenzaron a dar fruto. Así, supo que Leon Bergeron no tenía familia alguna y que antes de trabajar para Pierre Morin había vivido en un lugar llamado L’Orignal, en una casa de huéspedes que dirigía una dama llamada Louvina Desjardens. Esta dama, por supuesto prontamente visitada por Henry Storey, recordaba perfectamente al muchacho, que mientras estuvo en su pensión trabajó como jornalero en algún lugar de las inmediaciones. Pero un buen día apareció por allí Pierre Morin en busca de alguien que quisiera ayudarle en la granja y convenció a Bergeron de que iba a salir ganando si dejaba su actual trabajo y se iba con él, que por otra parte, debido a su menoscabo físico, precisaba inevitable y urgentemente una buena ayuda.
–¿Su qué? ¿Su menos… qué?
–Menoscabos físicos. Ya sabe, sus defectos.
–¿Qué defectos?
–La joroba y la pierna.
Henry Storey no conseguía comprender, así que insistió ante Louvina Desjardens:
–La joroba y la pierna… ¿de quién?
–Del señor Morin.
–El señor Morin no tiene joroba, y que yo sepa no tiene nada en ninguna pierna.
–Claro que sí –se ofendió madame Louvina Desjardens.
–Me parece que no estamos hablando de la misma persona. ¿Cómo era exactamente ese Pierre Morin que estuvo por aquí?
Louvina Desjardens hizo una descripción que dejó definitivamente pasmado a Storey. Según la mujer, Pierre Morin era, sin lugar a dudas, jorobado, y además tenía una pierna más corta que otra. Esto aparte, era de mediana edad y más bien menudo. Storey se hallaba sumido en el mayor de los desconciertos, pues la descripción no se ajustaba en absoluto a Pierre Morin, y tampoco a François Laroque, desde luego. Entonces… ¿había estado por allí alguien haciéndose pasar por Pierre Morin, utilizando el nombre de éste? ¿Por qué? Y… ¿quién podía ser este grotesco individuo?
–Me pregunto, madame, si conocía usted de antes a ese sujeto, que sin duda la engañó.
–¿Por qué habría de engañarme?
–No lo sé, pero cuando menos le aseguro que no le dio su verdadero nombre. Conozco bien al señor Pierre Morin y es bien diferente a como usted lo ha descrito.
–Pues es bien extraño, porque la otra vez se presentó con el mismo nombre.
–¿Qué otra vez?
–El jorobado estuvo en la pensión hace un año y pico, también para buscar alguien que le ayudase en la granja.
–¿Y encontró alguien? –susurró Storey.
Madame Desjardens tuvo que hurgar en su memoria hasta obtener la respuesta que esperaba y temía Storey: sí, también en aquella ocasión el hombre que se hacía llamar Pierre Morin se había llevado de allí, de la pensión, a un joven, para que le ayudase en la granja. Tras mucho forzar la memoria, madame Desjardens recordó, por fin, el nombre del muchacho: Anathane Lamarche.
Muy poco tardó el sargento Storey en encontrar en los ficheros de la policía el nombre de Anathane Lamarche, y no por cuestiones delictivas, sino por causa de la muerte del muchacho, acaecida en el río Ottawa, en cuyas aguas se había ahogado cuando estaba cortando hielo. No había ni un solo testigo que hubiera presenciado el hecho, pero ciertamente sí constaba en los ficheros el nombre de la persona para la cual estaba trabajando Anathane Lamarche, y Storey se fue inmediatamente para allá, a la búsqueda de una posible nueva pista.
Y la pista surgió cuando el hombre en cuestión habló del vicio del muchacho.
–¿Qué vicio? –se interesó Storey.
–La bebida. Pensamos que fue por culpa de eso que se ahogó: su tío dijo que seguramente estaba ebrio cuando cayó al agua.
–Ya. ¿Dónde podría encontrar a su tío, lo sabe usted?
–No. Pero me permito suponer que la policía puede hallarlo sin demasiadas dificultades.
–Si ese hombre existe no tenemos noticias de él, pero no dude que lo encontraremos, como usted bien ha dicho. Empezaremos por buscar a la familia del muchacho. Pero quizás usted puede ahorrarnos tiempo si nos dice al menos su nombre.
–Ah, eso lo recuerdo, sí. Se llamaba Pierre Morin.
Storey entornó los párpados.
–¿El tío de Anathane Lamarche se llamaba Pierre Morin? –recalcó.
–Así es. Él mismo se presentó cuando vino con el muchacho a ver si podía darle un empleo aquí. Bueno, me dijo algunas cosas a espaldas del joven, y yo las tuve en cuenta. Pero la verdad es que Anathane Lamarche no me ocasionó ningún problema…, salvo cuando se ahogó, claro.
–¿Avisó usted a alguien de la familia entonces?
–No hubo necesidad. Casualmente su tío estaba aquí de visita.
–Su tío llamado Pierre Morin –machacó todavía más Storey.
–Sí, claro.
–¿Podría describírmelo?
El hombre describió sin problema alguno a Pierre Morin: éste era un hombre más bien menudo, jorobado, y con una pierna más corta que la otra.
–Si por casualidad volviera usted a verlo avíseme inmediatamente –masculló Storey.
–Lo haré. ¿Quizás algo no va bien?
Henry Storey se marchó sin satisfacer la curiosidad del hombre. Pero, por supuesto, él sabía perfectamente que algo no iba bien. ¿Cómo podía ir bien un asunto en el que, de momento, ya tenía noticias de que se habían cometido dos asesinatos?
La cuestión era que, sabiendo ya lo que había ocurrido con el “accidente” de Leon Bergeron, no había más remedio que pensar que también Anathane Lamarche había sido víctima de otro “accidente”. O sea, pura y simplemente se trataba de que de un modo u otro Anathane Lamarche también había sido asesinado bajo las apariencias de un accidente.
Y de nuevo acertó Storey, aunque ahora las cosas ya iban resultando más fáciles, contando como se contaba con bases sólidas para hacer deducciones. Cuando el cadáver de Anathane Lamarche fue desenterrado, ya sometido a una descomposición lógica y poco agradable, no hubo dificultad alguna en poner de relieve un detalle que anteriormente, sin duda debido a las apariencias que alguien confundió con evidencias, se había pasado por alto: el cráneo de Anathane Lamarche estaba fracturado.
Dejando aparte las censuras que con todo merecimiento se encauzaron hacia las personas que en su tiempo se habían ocupado del caso, aceptando como ahogado a una persona que había fallecido debido a un golpe que le había fracturado el cráneo, Henry Storey veía cada más claro, y, pese a su fracaso con las compañías de seguros (fracaso que todavía no veía claro y sobre el cual pensaba insistir), volvió a recurrir a éstas: ¿había en alguna parte algún seguro en el cual, de un modo u otro, fuese mencionado Anathane Lamarche?
Esta vez la respuesta fue afirmativa.
Tan sólo cinco semanas antes de su muerte “accidental” el joven Anathane Lamarche había sido asegurado, en la Dominion Indemnity Company, por cinco mil dólares. Una cláusula de la póliza especificaba que si el asegurado fallecía de muerte accidental la cantidad a pagar por la D.I.C. sería doble, es decir, de diez mil dólares. Y la D.I.C. los había pagado, naturalmente, al beneficiario de dicha póliza.
¿Quién era el beneficiario? Pues el granjero Félix Lamarche, padre del accidentado muchacho.
Esto ya no le gustó nada a Henry Storey, que prosiguió las investigaciones por ese lado. Félix Lamarche, por supuesto, fue localizado, y, antes de realizar el contacto directo y formal Storey estuvo vigilando la granja de Félix Lamarche desde lejos, utilizando unos prismáticos. Nada de lo que se veía indicaba prosperidad en algún sentido en aquella granja, desde el edificio poco menos que en ruinas a los famélicos jamelgos y no menos famélicas vacas, que en número de dos y tres respectivamente vegetaban cansinamente en compañía del viejo Lamarche.
Entonces… ¿adónde habían ido a parar los diez mil dólares, qué había hecho Felix Lamarche con tan suculenta cantidad?
Y había otro detalle que (naturalmente) no le pasó por algo a Henry Storey: la prima de la póliza que se había hecho a nombre de Anathane Lamarche y con su padre como beneficiario, había sido pagada con sesenta y dos dólares y medio en efectivo, en dinero contante y sonante. ¿De dónde había sacado Felix Lamarche aquella cantidad que, bien claro estaba, era para él una pequeña fortuna, no sólo antes de cobrar la póliza sino también ahora, después de cobrada? Aunque… ¿tal vez las apariencias engañaban, o había un error de apreciación por parte de Storey?
No, no había ningún error.
Cuando Storey fue a examinar la cuenta bancaria de Felix Lamarche supo que, durante muchos años, en aquella cuenta jamás había habido más de veinticinco dólares. Luego, cuando lo del seguro, el anciano Felix Lamarche había depositado en la cuenta el cheque con el que le habían pagado los diez mil dólares, y tres semanas después había retirado esa misma cantidad en efectivo.
¿Dónde estaban, pues, los diez mil dólares, por qué Felix Lamarche vivía tan pobremente si los tenía en efectivo? ¿O no los tenía? En cuanto a los sesenta y dos con cincuenta que había costado la prima de la póliza, ¿de dónde los había sacado, si en su cuenta sólo había la cantidad de siempre, con ligeras oscilaciones, y allí continuaba, nunca más de veinte o veinticinco dólares?
Tocando las diversas notas de aquella insólita partitura, Henry Storey esperaba obtener, por fin, la melodía adecuada, aunque fuese pasando por pasajes desafinados.
Pero había un pasaje que no podía estar desafinado de ninguna manera: el que hacía referencia a Pierre Morin.
Lo indudable era que alguien había utilizado el nombre de Pierre Morin (el sujeto jorobado cojo) y que las muertes de Leon Bergeron y Anathane Lamarche guardaban un cierto y evidente paralelismo: ambos habían sido requeridos por Pierre Morin para que le ayudasen, y ambos habían sido “prestados” posteriormente por él para que ayudasen a otras personas…, y por fin ambos habían muerto bajo la apariencia bien estudiada de accidentes laborales. La única divergencia entre ambos casos era que Anathne Lamarche había fallecido estando asegurado y Leon Bergeron no. Una divergencia, por cierto, muy digna de ser tenida en cuenta y que podía dar al traste con todas las teorías de Henry Storey.
Pese a esto, el sargento Storey persistió en su labor, dispuesto a que la melodía llegase ordenadamente a su final.
Se interesó por las cuentas bancarias de Pierre Morin y François Laroque, aprovechando que ambos las tenían en la misma entidad que Felix Lamarche. Así, supo que Pierre Morin disponía solamente de una pequeña cantidad, y que durante más de dos años no la había tocado, ni había ingresado dinero ni había retirado un solo centavo. En cambio, François Laroque tenía en su cuenta solamente un dólar…, después de que, días antes de que hubiera sido pagada la póliza del seguro que tenía como beneficiario a Felix Lamarche, François Laroque hubiese retirado la cantidad de treinta y nueve dólares. O sea, que François Laroque había tenido en su cuenta cuarenta dólares y, de pronto, retira treinta y nueve…
En este mismo instante intervino digamos que a partes iguales la buena estrella del sargento Storey y su gran cualidad de hacer bien su trabajo, de fijarse en las cosas, de querer hacerlo todo bien. Como si de una revelación se tratase apareció en su mente la imagen del rostro de un granjero llamado François Lavictoire, sujeto que vivía a medio camino entre las granjas de François Laroque y Pierre Morin.
¿Por qué pensó Henry Storey en François Lavictoire?
Por dos motivos: a), salvo lo de la joroba y la cojera, la descripción física que el sargento había recogido sobre el falso Pierre Morin se adaptaba perfectamente a las características físicas de François Lavictoire. Y, para mayor convicción, Storey recordó que en algunas ocasiones François Lavictoire había actuado en diversas funciones teatrales de aficionado.
Por tanto, y siguiendo su impulso, miró también la cuenta de François Lavictoire, el amigo de François Laroque.
¿Qué encontró Henry Storey en esa cuenta? Algo que era suficiente para disipar hasta la última y más remota duda del más escéptico: François Lavictoire había retirado de su cuenta corriente veintitrés dólares con cincuenta centavos el mismo día en que François Laroque había retirado treinta y nueve dólares de la suya. Sumadas ambas cantidades… ¿cuál era el resultado?: sesenta y dos con cincuenta. Es decir, la cantidad exacta que había costado la prima del seguro para Anathane Lamarche y cuyo beneficiario, que se había llevado diez mil dólares, había sido el padre del siniestrado muchacho, el casi indigente Felix Lamarche, que vegetaba al borde de la muerte por aburrimiento en su paupérrima granja.
Pero todavía fue más allá el incansable sargento Storey: como hiciera días antes en las granjas de François Laroque y Pierre Morin, aquella noche se deslizó sigilosamente en el interior de la de François Lavictoire, llegando al pequeño despacho que había en la planta baja. Allá, tras un tiempo de registro que puso a prueba el temple de Storey, éste encontró, a la luz de la linterna, un montón de papeles en un cajón. De entre estos papeles destacó enseguida el viejo programa de una función teatral en la cual François Lavictoire, siguiendo su tímida vocación de actor, había representado el papel de un jorobado.
Storey se marchó de la granja de François Lavoictoire y al día siguiente quiso redondear por completo su investigación, porque no le gustaba que las cosas quedaran a medias en ningún sentido, y porque el detalle que le faltaba era tan de pura lógica que no podía admitir que hubiera fallado.
El detalle consistía en el hecho de que Leon Bergeron no hubiera tenido ningún seguro a su nombre nombrando beneficiaria a determinada persona. Allí tenía que haber un fallo, porque si incluso la policía se equivocaba en pequeños detalles era absurdo atribuirles a los empleados de las compañías de seguros una infalibilidad a toda prueba a la hora de consultar sus ficheros y documentaciones.
De modo que volvió a ponerse en contacto con las compañías de seguros, insistiendo sobre el tema.
Esta vez el empleado que se había confundido la vez anterior no se equivocó y dijo lo que Storey había esperado oír desde el primer momento: en efecto, había una póliza de seguros a nombre de Leon Bergeron, firmada seis semanas antes de su muerte. El importe de la póliza ascendía a cinco mil dólares, con doble indemnización si el asegurado fallecía de accidente. Tal como había sucedido tiempo atrás con Anathane Lamarche, la compañía de seguros (por supuesto no la misma de Anathane Lamarche) había pagado diez mil dólares al beneficiario de Leon Bergeron. Y el beneficiario, que figuraba en la póliza como tío del muchacho, era François Lavictoire.
La cosa ya no podía estar más clara, pero, realmente, ¿eran suficientes estas pruebas para condenar a los dos cómplices, François Lavictoire y François Laroque?
Porque una cosa era que todo el mundo estuviese convencido de que las cosas habían sucedido como las podría explicar Henry Storey ante cualquier tribunal y otra cosa eran las pruebas indiscutibles de que habían sido los dos amigos quienes habían asesinado a los dos muchachos para beneficiarse de las pólizas que previamente habían suscrito.
Aunque… ¿acaso no había sido el viejo Lamarche quien había cobrado el seguro por la muerte “accidental” de su hijo?
–Maldita sea –farfulló a solas Henry Storey–… Si una de las pólizas la cobró el viejo es que mis deducciones son erróneas…, o que todavía hay algo que no entiendo.
Storey sabía muy bien que tanto François Lavictoire como François Laroque eran sujetos de recio carácter y que no sería fácil hacerles confesar nada menos que un par de asesinatos. Podían ser todo lo supersticiosos que se quisiera, como la mayoría de gente de la región, pero eran muy duros de pelar, gente acostumbrada a inclemencias y dificultades de toda clase. No sería nada fácil que admitieran los hechos. Por tanto, Storey decidió una vez más dar un rodeo que le garantizase la seguridad de su destino: se fue a visitar de nuevo al viejo Felix Lamarche.
Y no se anduvo con rodeos:
–Señor Lamarche, tengo la certeza de que su hijo fue asesinado.
–¿Qué dice usted? –exclamó el viejo.
–Estoy convencido de que usted no puede haber tomado parte consciente en el asunto, pues sería monstruoso que se hubiera convertido en cómplice de la muerte de su propio hijo, así que le voy a explicar brevemente lo ocurrido y cómo veo yo las cosas.
Henry Storey explicó con precisión profesional todo lo que sabía y lo que sospechaba. Cuando terminó, el viejo Lamarche permaneció pensativo largamente antes de murmurar:
–Estaba seguro de que había algo raro en todo aquello. No tenía sentido que aquellos hombres me enriquecieran a cambio de nada.
A continuación explicó cómo habían ido las cosas.
François Laroque y François Lavictoire habían visitado a Felix Lamarche para proponerle que firmase una póliza de seguros que le convertía en beneficiario en caso de fallecimiento de su hijo, el cual, le dijeron, estaba trabajando para ambos y le habían tomado tanto aprecio que deseaban proteger a los familiares del muchacho si algo le ocurría a éste. Es claro que si llegaba a ocurrir “la desgracia que nadie deseaba” no sería solamente Felix Lamarche quien cobraría una cantidad, sino también ellos. Pero aun así todo seguía siendo como un cuento de hadas para el viejo Felix Lamarche, algo así como la seguridad de que todavía quedaban en el mundo personas bondadosas que se preocupaban por sus semejantes, aunque estos semejantes fuesen solamente empleados suyos o familiares de estos empleados.
De modo que Felix Lamarche firmó la póliza.
–Y su hijo falleció, y la compañía de seguros le pagó a usted diez mil dólares en un cheque que ingresó en su cuenta.
–Sí… Sí, así fue.
–Pero muy pronto retiró usted los diez mil dólares que le habían pagado. Y los retiró en efectivo. ¿Qué hizo con tanto dinero, señor Lamarche?
–Ellos habían venido a buscarlo, conforme a lo convenido si llegaba a ocurrir una desgracia. Se quedaron ocho mil dólares y para mí apartaron dos mil. Francamente, me pareció bien y suficiente, sargento.
–Sí –replicó sarcástico Storey–, fueron muy generosos. ¿Qué hizo usted con el dinero? En el banco no lo tiene.
–Lo tengo escondido aquí, en casa. Ellos me dijeron que los bancos no eran seguros últimamente, y la verdad, dos mil dólares son para mí una pequeña fortuna que me iba a permitir vivir tranquilo el resto de mis días. ¡Por Dios, si hubiera sabido que era dinero cobrado por el asesinato de hijo…!
Henry Storey se hizo cargo de la amargura del viejo, y se fue, no sin recomendarle que se abstuviese de hacer el menor comentario con nadie acerca del asunto, y, especialmente, que no se le ocurriera comentarlo en modo alguno con François Laroque y François Lavictoire.
De nuevo en Toronto, Henry Storey se entrevistó con William H. Stringer, comentando ambos la catadura moral y la dureza de carácter de François Lavictoire y François Laroque, su frialdad y seguridad en sí mismos. Incluso se elucubró sobre la posibilidad de que hubiera habido más casos como los de Leon Bergeron y Anathane Lamarche de los que por el momento no se sabía nada.
–Lo que sí es seguro –sentenció Storey– es que si no los paramos volverán a hacerlo una y otra vez. O sea, que no se trata solamente de que hay que aplicar la Ley, sino de que hay que evitar más asesinatos. Esa gente no tiene entrañas, señor, y lo harían de nuevo una y mil veces.
–De acuerdo, de acuerdo, pero tenemos que estudiar el modo de hacerlo sin que se produzcan fallos ni sorpresas. Todo sería más fácil si tuviéramos algún arma homicida, pero…
–¡Las púas de la horca! –exclamó Henry Storey.
–No comprendo.
–Sabemos que no sólo los caballos, sino el propio Leon Bergeron fue pinchado por una horca, sin duda cuando intentaba escapar del establo para evitar ser pisoteado por los caballos. Y yo encontré el mango de la horca, ¿recuerda usted? Está claro que François Lavictoire, sin duda disfrutando de su representación de jorobado, y utilizando el nombre de Pierre Morin, fue quien contrató a los dos jóvenes, uno tras otro y pasado el tiempo, en la casa de huéspedes de madame Desjardens. Luego, uno de ellos, en el caso de Leon Bergeron, fue quien robó la horca en la casa del auténtico Pierre Morin, con lo que se demuestra premeditación, planes bien estudiados… ¡Si pudiéramos encontrar las púas de esa horca!
–No será nada fácil. Deben de haberse desembarazado de ellas, naturalmente.
–Bueno, sí, pero… tal vez no lo hayan hecho lo suficientemente bien. Fíjese usted en que una cosa tan fácil de hacer desaparecer, como es el mango de madera, que podían haberlo quemado, se limitaron a esconderlo debajo de la paja. Y si esto hicieron con el mango, en lugar de destruirlo, ¿qué habrán hecho con la parte metálica? Desde luego, no destruirla, pues en ese caso aún más fácilmente habrían destruido el mango.
–Sí, sí, entiendo –se excitó Stringer–. O sea, que usted cree que tienen escondida la parte metálica.
–La lógica así lo indica, señor. Y si conseguimos que nos lleven hasta ella se condenarán por sí solos.
–Amigo mío, no creo que eso sea nada fácil de conseguir –frunció el ceño el veterano inspector.
–A la fuerza, no, señor –sonrió astutamente Storey–, pero con individuos como ésos hay mejores recursos que la fuerza. ¿Sabía usted, señor, que la gente es tremendamente supersticiosa y temerosa de todas las cosas que tengan alguna relación con el Más Allá?
–¿Y qué tiene eso que ver con nuestro caso?
–Mire usted, esa gente son de los que se resistirían a admitir que la Tierra es redonda, por ejemplo, pero admitirían perfectamente que existen los aparecidos y las voces de ultratumba. Son así.
–Sí, sí –se impacientó Stringer–… ¿Y qué?
–Pues que se me ha ocurrido algo que podría poner en nuestras manos a ese par de asesinos, sencillamente. Pero tendría que ayudarme usted, ya que ellos conocen mi voz.
–Ayudarle… ¿a qué?
–A hacer de muerto –rió Storey–. Bueno, digamos que sólo tenemos que conseguir que suenen unas voces de ultratumba…
–¿Dónde está la gracia de la broma? –se interesó Stringer.
–Ya lo verá, señor. Volvamos a la región.
William H. Stringer no tuvo inconveniente en acompañar a Henry Storey, tan interesado como éste, ya incluso en el aspecto personal, no sólo en resolver el caso sino en ver hasta dónde podía llegar la superstición de algunas gentes. Para ello, y siguiendo el plan de Storey, a la noche siguiente se acercaron ambos a una granja cercana a las de François Laroque y François Lavictoire, y el sargento pidió al propietario que les permitiera usar en privado su teléfono. Storey sabía que François Laroque no tenía teléfono, pero sí lo tenía François Lavictoire. Siguiendo la idea de Storey, el inspector Stringer llamó, pues, a la granja de François Lavoictoire, el cual respondió prontamente a la llamada. Stringer le dijo que era una conferencia de suma importancia para el señor François Laroque y que puesto que éste no disponía de teléfono les habían facilitado el de su vecino más cercano… ¿Sería tan amable de ir a avisar al señor Laroque para que atendiera cuanto antes aquella llamada, que respondía a un asunto de vida o muerte?
François Lavoictoire no pudo negarse, tal como había sido previsto por Storey, considerando que era muy amigo de François Laroque. Así pues, saltó a su coche y fue a toda velocidad en busca de Laroque. De regreso, Laroque corrió hacia el teléfono, inquiriendo el nombre de la persona que comunicaba y el motivo de la llamada.
–Soy Leon –dijo Stringer con voz resonante.
–¿Qué? –jadeó Laroque.
–Leon, Leon Bergeron. Usted me conoce perfectamente, señor Laroque.
–No… No es cierto… ¡No eres Leon Bergeron!
–Pronto le visitaré para convencerlo…
François Laroque no quiso ni pudo oír nada más, y colgó el auricular. Junto a él, François Lavictoire le contemplaba preocupado, tenso. Intentaron convencerse el uno al otro de que aquello no podía ser verdad. ¿Desde cuándo hablan los muertos por teléfono? Aunque si hablan directamente… ¿por qué no por teléfono?
Mientras tanto, Stringer y Storey, previendo la reacción de ambos criminales, se anticiparon a sus siguientes movimientos, que lógicamente se iniciarían con en el regreso de François Laroque a su propia granja.
En efecto, poco después de la llamada telefónica divisaron, aproximándose, las luces de los faros de un coche, como difuminadas en la luz resplandeciente de la luna.
Los dos policías empujaron hacia el centro del camino unas gruesas piedras que ya habían seleccionado y se ocultaron rápidamente entre la espesura, con la duda de si el automóvil que se acercaba era el de François Lavictoire, como parecía lo más probable, o el de otro granjero de la vecindad.
Era el de François Lavoictoire, y al poco se detenía ante el obstáculo colocado en el camino, y que las luces de los faros habían revelado. Los dos criminales se apearon, no poco inquietos, y tras mirar a todos lados procedieron a retirar las piedras del camino.
Fue entonces cuando Henry Storey comenzó a dar gritos y William H. Stringer a proferir fuertes y crueles carcajadas. En francés, Storey gritaba que los caballos lo estaban matando y que por Dios le dejaran salir del establo, mencionando los nombres de Laroque y Lavictoire. Éstos gritaron asustados, y, pálidos como muertos, se montaron de nuevo en el coche y escaparon a toda velocidad, perseguidos por crueles risas y gritos de dolor y súplica de quien se podía suponer que era Leon Bergeron. No podía ser otro.
Pero la jugada de los dos policías todavía no había terminado, y, cuando a la noche siguiente, François Lavictoire recibió otra llamada telefónica, oyó la voz de Stringer con resonancias de ultratumba que podían adaptarse a la de cualquier persona.
–Soy Anathane Lamarche, señor Lavictoire. Me duele la cabeza y tengo frío… ¡El agua del río está tan helada…!
François Lavoictoire colgó el teléfono de un golpe que casi arrancó la horquilla. Y todavía estaba indeciso entre lo que debía hacer o dejar de hacer cuando apareció jadeante y demudado su amigo y cómplice François Laroque , mostrándole la carta qe había recibido misteriosamente.
–¿Qué quieres decir con “misteriosamente”? –gritó Lavictoire.
–Que no me la ha traído el cartero. La he encontrado en el buzón…, como si hubiera llegado sola.
La carta era una simple nota, en la que se advertía a François Laroque de que la policía estaba realizando unas pesquisas que podían conducirles al descubrimiento de la horca si no estaba enterrada a una profundidad superior a los tres metros, habida cuenta de un nuevo instrumento de rastreo que, precisamente, estaban probando.
Los dos asesinos estaban ya tan “maduros” que cayeron en manos de la policía sin más complicaciones.
Con ingenuidad impropia de sus mentes criminales corrieron hacia el lugar donde habían enterrado la parte metálica de la horca, dispuestos a desenterrarla para enterrarla más profundamente en otro lugar… Y fue entonces, cuando tenían la horca en las manos, cuando aparecieron varios agentes de la policía, con Henry Storey y William H. Stringer a la cabeza.
Hasta que fueron ahorcados por asesinos, François Lavictoire y François Laroque estuvieron temiendo volver a oír las voces de ultratumba.
Pero, cosa curiosa, no volvieron a oírlas… ni siquiera cuando ocuparon sus respectivas tumbas.
 

5 comentarios »

  1. Estimado Lou saludos desde Chile , acabo de leer su novela vacaciones en la tierra y me pareció magnifica, los cometarios sobre la novela http://encontretuslibros.blogspot.com

    Comentario por leocronopio — Junio 15, 2007 @ 11:14 pm

  2. Estimado Leo, muchas gracias por tu elogio de mi novela de ciencia ficciòn VACACIONES EN LA TIERRA. Si todavía no lo has leído te recomiendo mi artículo sobre la ciencia ficciòn que aparece en este blog. y cuyo título es “Lo fantástico de la fantasía”. Estoy preparando una sorpresa para los aficionados a la CF. No pierdas el contacto conmigo.
    Un saludo afectuoso de
    LOU CARRIGAN

    Comentario por Lou Carrigan — Junio 16, 2007 @ 6:13 pm

  3. Estimado Lou espero no molestarlo con tanto comentario , solo le escribo para informarle que he terminado otros dos bolsilibros de su autoria “mama computadora” y “nuestra agente de pekin” que me encanto. baby es lo soñado para un lector de 24 años que se refugia en bolsilibros.
    los comentarios de los libros como siempre en:
    http://encontretuslibros.blogspot.com
    saludos desde chile

    Comentario por leocronopio — Junio 28, 2007 @ 4:11 am

  4. No me molestan tus comentarios, al contrario, me satisfacen mucho, como es natural. Gracias por tus elogios y perdona el retraso en mi respuesta. He estado muy ocupado en otras cuestiones. Espero ponerme pronto al día.
    Un saludo afectuoso de
    LOU CARRIGAN

    Comentario por Lou Carrigan — Julio 5, 2007 @ 12:18 pm

  5. digital piano…

    […] Good piano performance. Thanks heaps for this!… if anyone else has anything it would be much appreciated. Great website http://www.en.Grand-Pianos.org Enjoy!…

    Trackbacks por digital piano — Enero 5, 2010 @ 8:21 am

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