JUGANDO AL AJEDREZ

REINA COME CABALLO
 
por
 
LOU CARRIGAN
 
Caballo
 
 
 
1
 
La primera vez que sucedió, el mayordomo Charles se llevó un susto tremendo, y, ciertamente, se guardó muy bien de decírselo a nadie.
¡A buena hora iba él a comentar lo que había visto!
En primer lugar, sería tanto como decir que él espiaba a la señora, lo cual era perfectamente creíble. Y en segundo lugar, nadie iba a creer su relato.
Así son las cosas. Una cosa perfectamente creíble y la otra cosa totalmente increíble. Tan increíble que, finalmente, Charles llegó a convencerse a sí mismo de que no lo había visto, que lo había soñado, o quizá pensado, o que había tenido una alucinación. En fin, cualquier cosa así de peregrina; todo, menos que lo había visto con sus propios ojos, conscientemente, y que había sido una realidad.
De modo que el susto se fue amortiguando y la verdad de lo que había visto comenzó a tener visos de fantasía incluso para sí mismo. Y posiblemente habría llegado a olvidarlo ayudado con la idea de que había estado borracho cuando creyó ver aquello, si no lo hubiera vuelto a ver unos quince días más tarde.

 

Por supuesto, la culpa fue de él. Tenía que haber escarmentado ya, pero… ¡la señora era tan hermosa! Parecía imposible que una mujer que había tenido ya tres hijos anteriormente pudiera conservarse tan hermosa y justamente en su cuarto embarazo, ya muy adelantado. No era extraño que fuera madre tan seguido: su marido, el señor Brighton, estaba loco por ella, y, claro, entre el amor que sentía, y la belleza de la señora… Todo era lógico: un hijo tras otro.

 

Más aún, porque en aquella ocasión la señora Brighton estaba encinta de gemelos. Naturalmente, esto había ocasionado no pocas bromas para el señor Brighton, que las había aceptado con una sonrisa de satisfacción. Adoraba a su esposa, le encantaban los niños, tenía una casa amplia con jardín, se ganaba magníficamente la vida… No podía pedir más.
Incluso al casarse había elegido certeramente, pese a que la señora Brighton era bastante más joven que él. El señor Brighton tenía cuarenta y cinco años, y la señora acababa de cumplir los treinta. Bueno, tampoco era un abismo aquella diferencia de edades, y la prueba estaba en los hijos que iban llegando. Estaba claro que la señora Brighton (Maggie, para los amigos) no era en absoluto reacia a la relación sexual, lo cual se adivinaba con sólo ver las miradas que dirigía a su esposo, y, además, era una esposa inteligente y una magnífica ama de casa.
Y una hermosa mujer.
Incluso estando embarazada era hermosa la señora Brighton; hermosa de una hermosura poco corriente… Maticemos: todas las mujeres embarazadas son hermosas, pero además Maggie seguía estando atractiva. A juicio de Charles, la señora Brighton tenía una hermosura luminosa. La luminosidad empezaba por sus grandes ojos verdes, y luego parecía arder en una llamarada en sus cabellos, abundantes, sanos, rojos, revueltos y rebeldes como un grito de libertad y juventud. Y la piel de la señora Brighton… Era una piel blanca, apenas pecosa; una piel sólida, densa, como hecha de nata y mármol. En las noches que los Brighton tenían invitados o salían ellos, ocasiones en que la señora Brighton se ponía vestidos de noche, sus escotes eran la pesadilla de Charles. Aquellas noches soñaba siempre con hermosísimos pechos turgentes y blancos, rematados por grandes y vivos pezones rojos (sí, tenían que ser rojos), que se aplastaban dulcemente mientras él los besaba…
 Pues sí: en cierto modo no poco peculiar, Charles, el buen Charles (pronto cumpliría los setenta años), estaba enamorado de la señora Brighton. De un modo… remoto, pero que le mantenía vivo y vigilante.
Por ejemplo, cuando venían invitados a casa siempre vigilaba a los más jóvenes y a los que más bromeaban con Maggie (¡oh, perdón: con la señora Brighton!), temiendo descubrir en algún momento que ella les era infiel a él y al señor Brighton. Ésta era una idea que le divertía y le torturaba. Ciertamente que él jamás había tocado siquiera un cabello de la señora Brighton, y que no tenía ninguna clase de ascendencia personal sobre ella, pero si ella hubiera sido de esas mujeres que engañan vilmente al marido, el buen Charles se habría sentido tan traicionado como hubiera podido sentirse el propio señor Brighton.
Oh, pero esto no habría de suceder. ¿Cómo pensar semejante cosa de Maggie…? (Perdón: de la señora Brighton.)
¿De quién sino del señor Brighton podían ser los hijos de la señora Brighton? Incluso los gemelos que estaban en camino, naturalmente.
Naturalmente.
No obstante, una de las cosas que Charles pensó cuando vio aquello fue que tal vez…, tal vez las cosas no fueran tan simples y honestas como él creía. En fin, que lo que vio le perturbó mucho, como queda dicho.
Sin embargo, volvió a las andadas.
Como casi siempre que el señor Brighton regresaba tarde a casa y las dos criadas se habían retirado ya, Charles subía sigilosamente al piso superior, donde estaban las habitaciones de los Brighton, y, simplemente, sin empacho alguno, miraba por el ojo de la cerradura del dormitorio del matrimonio.
Charles había visto muchas cosas por este procedimiento. Por supuesto, en alguna ocasión había alcanzado a entrever confusamente el abrazo matrimonial en la cama, pero esto le afectaba demasiado, y decidió abstenerse de tan turbador, inquietante y excitante espectáculo. Se quedó solamente con el que significaba la señora Brighton desnuda. Y así, de cuando en cuando, Charles echaba un vistazo por el ojo de la cerradura, atisbando en busca de su oportunidad. No siempre tenía suerte, pero cuando la tenía valía la pena.
Esas ocasiones eran aquellas en que sorprendía a la señora sentada delante del tocador, desnuda y cepillando sus cabellos.
La veía de espaldas, pero era un espectáculo maravilloso. Y luego, cuando ella se ponía en pie y se volvía y sus pechos blancos y turgentes oscilaban… En una ocasión, Charles incluso llegó a ver a la señora Brighton acariciándose los pezones y poniendo los ojos en blanco. Unos ojos que, cuando parecían regresar de un alucinante viaje, se ofrecían ardientes como ascuas a la fascinada mirada de Charles.
Ni que decir tiene que noches como aquélla debían de ser especiales para el señor Brighton…
Hasta que pasó aquello.
Aquello que mantuvo a Charles tantos días alejado del ojo de la cerradura de la puerta del dormitorio de Maggie, a la que seguía espiando aunque estuviese embarazada. Era fascinante observar su cuerpo gestante. Absolutamente fascinante. Parecía más hermoso, más resplandeciente… Y la expresión de Maggie era más dulce cuando estaba esperando un hijo.
Menos aquella noche.
Aquella noche, Charles vio cómo de pronto la señora Brighton, que estaba sentada desnuda frente al espejo del tocador, cepillando sus cabellos según costumbre, lanzaba un grito sofocado y se ponía en pie de un salto.
–¡No! –la oyó exclamar ahogadamente Charles–. ¡No, maldita seas, no…!
Y acto seguido, con el cepillo, comenzó a darse fuertes golpes en el hinchado vientre. Charles, que vio entonces el rostro de la señora Brighton, sintió como un repeluzno de frío deslizándose por sus vértebras.
–No nacerás, maldita –jadeó Maggie–… ¡ No nacerás, tú no nacerás!
Y continuó golpeando su vientre hinchado.
El repeluzno de frío se repitió en la columna vertebral del buen Charles, que huyó de allí estremecido de pavor, y aquella noche no pudo dormir. Pero incluso despierto veía la horrible expresión de la señora Brighton mientras se golpeaba frenéticamente el vientre con el cepillo del cabello.
Algo tan increíble que, como se ha dicho, Charles llegó a convencerse de que había sido una pesadilla o cualquier cosa de explicación más o menos aceptable, y por fin, aquella otra noche en que el señor Brighton avisó que llegaría tarde, decidió volver a su observatorio.
Pues bien: coincidió con una noche alucinante, peor que la pretendidamente olvidada.
Aquella noche vio a la señora Brighton sentada en su butaquita, leyendo apaciblemente, apoyado el libro sobre su vientre. Su rostro aparecía hermoso y sereno, resplandeciendo en él aquella hermosura que tenía enamorado al buen Charles. Bien, no la veía desnuda, pero no le importaba. Poder contemplar su rostro sin el riesgo de que se diesen cuenta ya era maravilloso.
Y así estaba Charles, gozando del bello espectáculo del rostro de Maggie, cuando de pronto ésta soltó un respingo, se irguió, y abrió mucho los ojos.
–No –jadeó–… No, no, no…
El sobresalto de Charles fue inevitable y justificado.
Comprendió en el acto que iba a presenciar algo parecido a lo de la otra vez, y en su mente se gestó la orden de alejamiento. Pero hubo contraorden, y Charles se quedó allí, viendo a Maggie por el ojo de la cerradura.
El rostro de Maggie había sufrido una transformación realmente impresionante, mostraba una furia inaudita. Alzó el libro y se golpeó el vientre con él.
–No nacerás –jadeó contenidamente–… ¡ Tú no puedes nacer, no nacerás…!
Dejó de golpearse y se quedó quieta unos segundos, expectante, esperando algo, muy abiertos los ojos. De pronto, se puso en pie de un salto y corrió hacia la pared, chillando; continuó chillando incluso cuando se golpeó la cabeza contra la pared y al rebote cayó sentada al suelo. Se puso de nuevo en pie, volvió a la pared y comenzó a darse cabezazos contra ella.
–¡No, no, no, no…!
Charles se irguió, aterrado. Parecía que sus pies estuvieran clavados al suelo. Dentro del dormitorio seguía oyendo los gritos contenidos de Maggie, y los golpes de su cabeza contra la pared.
Uno de los niños comenzó a llorar en su habitación, contigua a la del matrimonio. Charles no sabía qué hacer, estaba pálido, aterrado y desconcertado. De pronto, oyó un golpe más fuerte, un grito, y acto seguido el desplome de algo pesado. Serenándose, miró de nuevo por el ojo de la cerradura y vio a la señora Brighton tendida boca arriba en el suelo.
Parecía muerta.
Charles se irguió de nuevo, lanzando una exclamación. Desde el vestíbulo de la casa llegaron voces femeninas, y Charles comprendió que las dos criadas se habían despertado. ¡Cielos, lo iban a encontrar allí, comprenderían que se dedicaba a espiar a la señora! Pero este mismo pensamiento de alarma hizo reaccionar su mente hacia otras posibilidades, y recurrió a lo más fácil y lógico en su situación. Se acercó a la escalinata, vio a las dos mujeres todavía poniéndose la bata, y exclamó:
–¡Subid! ¡Algo le ocurre a la señora!
Las dos mujeres subieron rápidamente, asustadas. Ahora sólo se oía el llanto del niño.
Charles dijo:
–Oí voces y golpes y subí… Estoy seguro de que algo le ha ocurrido a la señora. ¡Y el niño está llorando!
–¡Yo voy a ver al niño! –exclamó Sarah.
–De acuerdo. Emma, tú ven conmigo… Vamos a entrar.
Todavía cumpliendo los últimos trámites de mayordomo que no sabe lo que ocurre, Charles golpeó con los nudillos la puerta del dormitorio matrimonial y llamó tres o cuatro veces a la señora Brighton. Finalmente, y sin haber obtenido respuesta, empujó la puerta y entró, seguido de Emma.
Los dos corrieron hacia la señora Brighton, Emma gimiendo asustada y Charles en silencio, pero más asustado que ella. Tardaron muy poco en comprobar que Maggie no estaba muerta, sino simplemente desvanecida.
–Será mejor que llames al doctor Pough, Charles –dijo Emma.
Y se quedó mirando, atónita, las manchas rojas en la frente de la señora Brighton.
 
 
2
 
El señor Brighton se había llevado un buen susto (mejor dicho, un mal susto) cuando, al llegar a su casa en un taxi, vio encendidas las luces de la planta baja y las del piso superior. Todavía se asustó más cuando, tras pagar precipitadamente al taxista y apearse, vio estacionado el coche de Ed Pough, viejo amigo suyo ginecólogo que había atendido a Maggie en sus embarazos, por supuesto incluido el actual.
La idea cruzó veloz por su mente: Maggie había abortado. En cinco años había tenido tres hijos, y ahora, simplemente, no había podido con los gemelos. Se imaginó a su amada esposa tendida en el lecho, blanca como un cadáver y cubierta de sangre…
–¡MAGGIE…! –gritó su dolor y su miedo, precipitándose hacia la puerta.
Quince minutos más tarde, Oliver Brighton estaba tranquilo, aliviado y sereno. Por supuesto que Ed no le mentiría en una cosa así: Maggie estaba bien, no había abortado, y todo seguía normal. Se había desmayado, eso era todo.
–Pero… ¿y esas manchas rojas en la frente? –dijo Oliver Brighton–. Parecen golpes.
–Seguramente se golpeó al caer al suelo –dijo Pough.
–¿Tantas veces?
Ed Pough frunció el ceño, y bajó la mirada a la copa de coñac que le había servido Charles. Estuvo varios segundos así, sentado en el sillón del salón y contemplando el coñac, pero, por supuesto, pensando en las manchas rojas en la frente de Maggie Brighton. Para él estaba claro: eran golpes. Lo que no sabía era si alguien había golpeado a Maggie o se había golpeado ella. Las dos hipótesis le parecieron absurdas.
Cuando alzó la mirada se encontró con la de Oliver clavada en él. Oliver Brighton, alto, atlético, indiscutiblemente fuerte, muy atractivo con sus aladares canosos… Un viejo amigo…, y un hombre inteligente, sin duda. Pretender engañarlo era absurdo. De pie junto a la chimenea, también con una copa de coñac en la mano, miraba a Ed Pough como si quisiera adivinar sus pensamientos.
–Bueno, Oliver, no sé qué decirte.
–Una persona no se golpea tantas veces al caer. Pero aunque así fuese, no todos los golpes serían tan fuertes.
–Tienes razón –admitió Pough–, pero repito que no sé qué decirte. Esperemos que Maggie nos lo explique mañana.
–Creo que deberíamos aclararlo cuanto antes –murmuró el señor Brighton.
–Por supuesto, pero le he administrado un sedante a Maggie. ¡No querrás que ahora la…!
–Ella hace tiempo que presenta señales de golpes, Ed.
–¿Qué?
Oliver Brighton sostuvo la fija y sorprendida mirada del médico.
–He visto varias veces señales de golpes en ella. No en la cabeza.. Generalmente en el vientre.
–¿Cómo, en el vientre? –parpadeó Pough haciendo pensar a Oliver en una gallina–. ¿Qué quieres decir?
–Bueno –gruñó Oliver–, yo creo que cuando se tienen señales de golpes en el vientre es que uno ha recibido golpes en el vientre, ¿no?
–Por el amor de Dios… ¿De qué me estás hablando? ¿De que Maggie se ha caído muchas otras veces y que…?
–No sé si se ha caído, pero he observado esas señales en varias ocasiones. Y nunca una sola señal, sino varias. Como esta noche sólo que en el vientre.
–¿Crees que alguien golpea a Maggie en el vientre?
–¡No seas absurdo! –se impacientó Oliver–. ¿Quién demonios va a golpear a mi esposa en mi casa? ¿Te imaginas que alguien se dedicase a eso y que ella no me lo dijera? Vamos, Ed, ¡no digas tonterías!
–¿Se golpea ella misma, entonces?
–Tal vez no quiera tener más hijos –murmuró Oliver, desviando la mirada–. Bueno, ella es joven, es hermosa… Ahora está embarazada de gemelos. Francamente, no la culparía demasiado si pensara que tener tantos hijos está… privándola de vivir una vida menos comprometida y que quizás ella preferiría. Ya me entiendes.
–Sí, te entiendo. A quien no entendería sería a ella. Si no quería más hijos tenía la cosa muy simple: estamos en Londres, Oliver. De modo que si ella está ya de seis meses y pico es porque sí quiere tener esos gemelos.
–Entonces no lo entiendo. Bueno, tal vez esperaba uno solo, pero al saber que vienen dos… Demasiados, ¿no?
–Veamos –frunció el ceño Ed Pough–: ¿estás sugiriendo que Maggie quiere… abortar ahora matando a golpes a los dos niños que lleva dentro? ¿Es eso, Oliver?
–Dios mío, no. ¡No he dicho eso!
–Pues explícamelo de otra manera.
–¡No tengo ninguna explicación! ¡Tú eres el médico, tú has de darme la explicación a mi!
Ed Pough terminó el coñac, se puso en pie y recogió su sombrero y su maletín.
–Volveré por la mañana –dijo sosegadamente–. Espero que Maggie y tú estaréis entonces mejor que ahora. Buenas noches, Oliver.
El doctor Pough se marchó sin conceder a Brighton la oportunidad de intentar disculparse por su brusquedad.
Poco después Oliver Brighton salía del salón y cruzaba el vestíbulo hacia la escalinata. Charles estaba todavía de pie, junto al gran pomo de mármol. Oliver lo miró con afecto.
–Todo está bien, Charles, no se preocupe. Vaya a dormir.
Lo vio titubear. Estaba muy pálido. En otras circunstancias, Oliver Brighton habría preguntado a Charles qué le ocurría, le habría presionado; pero en aquellos momentos pensaba con demasiada intensidad en Maggie para atender otras cosas o detalles. Así que, sin más, el señor Brighton emprendió la ascensión de la escalinata.
Arriba, el niño se había dormido hacía ya rato, y las dos niñas ni siquiera se habían enterado de nada. Emma y Sarah bajaron al poco y miraron sorprendidas a Charles, que continuaba allá como una estatua.
–¿Piensas pasar la noche aquí, Charles? –preguntó Emma.
–No… Vamos a dormir todos.
Arriba, el señor Brighton se había sentado en una butaquita que había arrimado al lecho, del lado de su esposa. Maggie estaba bellísima, dormida tan profundamente, tan serenamente. Las señales de los golpes eran ahora todavía más visibles, destacaban en su blanca frente adornada con unas cuantas leves pecas.
Oliver Brighton vaciló, y luego, despacio, procedió a destapar a su esposa, le alzó el camisón, y se quedó mirando el hinchado vientre gestante…, y las señales de los ya remitentes hematomas en diversos puntos.
Por supuesto, hacía varias semanas que se había dado cuenta, y había intentado recordar si las veces anteriores en que Maggie había estado embarazada había ocurrido algo parecido. Pero no, no había ocurrido nada parecido, o, al menos, él no lo recordaba. Y una cosa así la habría visto y la habría recordado, naturalmente.
«Tal vez debí hablar de esto con Maggie desde el primer momento –reflexionó Oliver–. Es mi esposa, la amo…, y ella lo sabe perfectamente. Sabe que yo aceptaría cualquier decisión que tomara. Si no quiere tener más hijos, no los tendrá. ¡ Pero, por el amor de Dios, debió sincerarse conmigo a su debido tiempo!»
Sí, mañana hablaría con ella. Eran marido y mujer, ¿no? Dos adultos inteligentes, cultos, y se amaban. No podía haber nada que no pudieran explicarse entre ellos.
Se quedó mirando el rostro de Maggie.
¡Era tan hermosa!
En ningún momento, ni por un segundo, se había arrepentido de haberse casado con ella. No sólo por lo hermosa, sino por… por todo. La amaba sincera y profundamente, y estaba seguro, segurísimo, de que ella le correspondía.
Al día siguiente los golpes se verían azulados, claros hematomas que ni una capa de maquillaje podría ocultar. ¿Cómo se los había hecho? ¿Qué había tras aquella tersa y cándida frente de la mujer que amaba. ..?
A fin de cuentas, el hambre es algo natural, es lo más natural en el ser humano, y ella era un ser humano, de modo que tenía hambre. Tenía hambre prácticamente en todo instante, pero no podía comer siempre que quería, porque no la dejaban en paz.
Pero tenía hambre y debía comer.
Eso era todo.
Era muy simple. Muy fácil de entender.
 
 
3
 
–De verdad –rió Maggie–, ¡me encuentro bien! ¡Por favor, Oliver, no seas tan pesado!
–Vaya un modo de tratar a un marido enamorado y solícito –farfulló el señor Brighton, bromeando.
–¡Es que estás muy pesado! ¿Cómo he de decirte que me encuentro perfectamente?
La verdad era que no se podía pensar otra cosa.
Maggie había desayunado en la cama, con un apetito excelente, incluso sorprendente, y (esto ya no era tan sorprendente) estaba radiantemente hermosa. Con una esposa así, aunque estuviera embarazada de casi siete meses, un hombre debía de tener tentaciones de quedarse en casa en lugar de acudir al trabajo, pero precisamente la noche anterior Oliver había regresado tarde por el exceso de…
–¿En qué estás pensando? –rió Maggie.
–¿Eh…? Oh, bueno, pensaba que me gustaría quedarme…
–¡Ah, por mí no hay inconveniente, si tus empleados pueden prescindir de tu sabia dirección!
Las cosas estaban normal, era evidente. Brighton sonrió.
–Si quieres, me quedo, Maggie.
–Mira, si lo haces porque tú lo deseas, perfecto. Pero si lo haces por preocupación hacia mí, ya puedes marcharte. ¿Está claro?
–Sí. Bien… Vaya, me gustaría que me dijeras qué pasó exactamente anoche.
–Me desmayé, ¿no? En mi estado…
–Maggie, tienes en la frente señales de varios golpes. No pudiste hacértelos al caer al suelo. Y como comprenderás, he tenido que observar anteriormente las señales de golpes en tu vientre. No pretendo presionarte, cariño, pero me… me gustaría una explicación. No creo que haya algo que no podamos decirnos el uno al otro.
–Sí hay algo –susurró Maggie, palideciendo.
–¡Maggie! –palideció a su vez Oliver.
–Por favor, vete. ¡Por favor, por favor, Oliver, vete!
–Está bien. Sólo quería…
–¡Vete, vete, vete…!
–Maggie, querida, no debes ponerte histérica, sólo…
–¡No quiero hablar contigo, no quiero, márchate…!
Oliver se puso en pie, muy alterado, cuando Maggie comenzó a gritar.
Gritó tan fuertemente que lastimó sus tímpanos, y hasta le provocó una disminución del equilibrio. Estaba tan aturdido que no podía ni moverse. Maggie seguía gritando, y se daba golpes con los puños en el vientre.
Reaccionando de pronto, Oliver se abalanzó sobre ella intentando sujetarla, pero no era ni mucho menos lo fácil que parecía.
–¡No te quiero, no te quiero, no te quiero…! –chillaba Maggie golpeándose el vientre enloquecida.
La puerta del dormitorio se abrió, y aparecieron Charles y Sarah, que se apresuraron a ayudar al señor Brighton a controlar a la señora Brighton, que pugnaba ahora por salir del lecho, sin dejar de gritar, golpeándose; la mesita con los restos del desayuno habían salido disparados violentamente…
–¡Ojalá te mueras! –gritaba Maggie–. ¡No mereces vivir, ojalá te mueras, te habría matado si lo hubiera sabido…!
Oliver Brighton estaba tan pálido como un cadáver. No comprendía cómo su esposa, que ya le había dado tres hijos y llevaba otros dos en sus entrañas, pudiera odiarle de aquel modo. Era algo tan inesperado, tan horrendo, que no podía comprenderlo de ninguna manera. Se sentía incluso mal, se sentía realmente enfermo. Perdió la noción de la realidad presente. Vagamente, pensó que era una suerte que Ed llegara en aquel momento, y se apartó, cediéndole el puesto.
Se sentó en una butaquita del dormitorio y quedó como alelado.
La mano de Ed Pough se posó en su hombro.
–Oliver.
–¿Eh? –Miró turbiamente al médico, perdida la noción del tiempo.
–He tenido que darle otro sedante, ahora está tranquila.
–Está bien. Gracias, Ed.
–Los gritos casi se oían en la calle… ¿Qué pasó?
–No tengo la menor idea. Es decir, sí: acabo de enterarme de que Maggie me odia.
–Creo que será mejor que vayamos abajo –hizo una mueca Ed Pough.
–¿No lo crees? Bueno, pregúntale a Sarah y Charles. Los dos lo oyeron perfectamente.
 Pough miró a los dos criados. Sarah tenía los ojos muy abiertos, y el simple hecho de no negar lo que decía Oliver ya era revelador. Charles mantenía la mirada baja, estaba muy pálido, y había un apenas perceptible temblor en su barbilla.
–Vamos todos abajo –murmuró Pough–, y dejemos sola a Maggie. Ahora está tranquila.
Naturalmente, después de comer, el hambre se calmaba y todo volvía a la normalidad.
Sin embargo, su vitalidad era tal que muy pronto volvía a tener hambre. Era un organismo sano, perfecto, y tenía muy buenos dientes. Unos fuertes, blancos y hermosos dientes. ¿Y para qué son los dientes? Ella no encontraba a los dientes ninguna otra utilidad.
Aunque en realidad, ni siquiera reparaba en los dientes. Sólo reparaba en que tenía hambre, y entonces, cuando tenía hambre, pues comía. Tenía la comida allí mismo, a su alcance.
Era normal.
Todo era normal.
 
 
4
 
–Bueno, realmente, si dijo eso –movió la cabeza Pough, tras escuchar las explicaciones de Brighton–, habrá que aclarar la situación, Oliver.
–¿La quieres más clara todavía? Dios mío, no consigo comprender lo que pasa, lo que ha pasado… Ed, hace casi siete años que nos casamos, hemos tenido tres hijos; vamos a tener otros dos, siempre… siempre ha sido tan cariñosa conmigo… Incluso a veces me ha parecido… Bueno, no es precisamente frígida, ¿comprendes lo que quiero decir? Y ahora… Por Dios, no lo comprendo! ¿Ha estado fingiendo? ¿O qué le ha ocurrido ahora?
–Quizá sería buena idea someterla a un chequeo especial a fondo, Oliver.
–¿Qué significa exactamente eso?
–No estaría de más tenerla en observación unos días.
–¿En una clínica psiquiátrica, quieres decir?
–Algo habrá que hacer…, a menos que ella nos dé una explicación razonable cuando despierte. En fin, ya veremos. Ahora tengo que hacer otras visitas, mientras Maggie duerme. Estaré de regreso antes de que despierte. ¿De acuerdo?
Ed Pough abandonó el salón, seguido del silencioso y no poco alterado Charles; el cual, en lugar de acompañarlo hasta la puerta y abrírsela se permitió tomarlo de un brazo y detenerlo apenas salieron al vestíbulo.
–Quisiera hablar con usted, doctor.
–Muy bien, Charles. Tengo que hacer varias visitas, pero le escucho. ¿De qué se trata?
–Preferiría que fuésemos a mi cuarto. –Charles captó el gesto perplejo de Pough, y añadió, bajando la voz–: Es sobre la señora. Creo… creo que a usted debo decirle algo importante.
–De acuerdo. Vamos allá.
Poco después, en el cuarto de Charles en la planta baja, el doctor Pough, sentado en un sillón, miraba fijamente a Charles, sentado en el borde de su cama.
La explicación había terminado, y Ed Pough tenía el gesto nublado.
–Bueno, entonces a quien odia la señora Brighton no es a su marido, ciertamente, sino a sus hijos… ¿No es eso lo que estamos pensando los dos, Charles?
–Yo no sé qué pensar, francamente, doctor. Sé que deseo ayudar al señor y a la señora Brighton, y por eso he creído que estaba obligado a decirle lo que vi. Ya sé que eso me va a perjudicar mucho, pero…
–Olvide eso –casi sonrió Pough–: todos los mayordomos miran por las cerraduras… Bueno, Charles, es una broma, lo siento.
–En mi caso es cierto –murmuró Charles–. Le aseguro que no lo había hecho nunca, pero la señora es tan bonita… Le agradecería que no le dijera al señor Brighton todo esto. Me iré de la casa, claro, pero…
–Vamos, no diga tonterías… Ya arreglaremos eso. En todo caso, usted se ha comprometido para ayudar en esto, y Oliver lo tendría en cuenta. Además, ¿por qué demonios tenemos que decirle nada al respecto? Yo lo arreglaré, no se preocupe.
–Me pregunto cómo, doctor. Si la señora no quiere esos niños que están en camino…
–Yo lo arreglaré –gruñó Pough–. Usted mantenga la boca cerrada, y yo hablaré con Maggie cuando despierte. Mientras tanto, insisto: no le diga a nadie ni una palabra de esto. ¿De acuerdo?
–Sí, señor. Y gracias.
Ed Pough miró su reloj y soltó un bufido.
–Tengo que marcharme. ¡Pero estaré aquí a tiempo de proteger a esas criaturas de su propia madre! Por el amor de Dios, ¡mira que querer matarlos a golpes!
Mas también tenía otras sensaciones, no todo era en ella tan… materialista.
Por ejemplo, le gustaba mucho la música, pero no aquella música que oía más frecuentemente, sino la que oía de tarde en tarde. Cierto que le interponían obstáculos, pero siempre la oía. Al principio la había desconcertado, pero luego le gustó mucho. En cuanto la hubo oído dos o tres veces comprendió que la música aquella era hermosa y le gustó…
Otra cosa que le gustaba mucho era el calor del sol. Era un calor especial, inefable, que penetraba en su cuerpo lentamente, lentamente, lentamente… y le daba vida. Por más obstáculos que le pusieran, ella siempre llegaba a percibir el calor e incluso la luz del sol.
En su pecho se ensanchó un profundo suspiro.
¡Se estaba tan bien cuando a una la dejaban en paz!
 
Maggie abrió los ojos, y vio el rostro inclinado sobre el suyo. Entre la excesiva proximidad y el aturdimiento que sentía no identificó aquel rostro, aunque sí supo que era masculino. Así que sonrió.
–¿Eres tú, Oliver, cariño?
–No. Soy Ed, Maggie.
La señora Brighton se sorprendió, se agitó, estiró los párpados, los movió rápidamente. La imagen de Ed Pough apareció nítida ante ella.
–Ed… ¿Qué pasa? ¡Oh! –palideció de pronto.
–Bueno, tranquilízate –sonrió afectuosamente Pough–. He conseguido alejar de la casa a Oliver, de modo que podremos hablar tranquilamente tú y yo. ¿Estás de acuerdo?
Maggie le miraba fijamente.
–Siempre hemos hablado tranquilamente, ¿no? –susurró.
–Hasta ahora, sí. Y me gustaría que eso no cambiase lo más mínimo. Me gustaría que me explicaras exactamente qué te ocurre. Además de amigo soy tu médico, ¿recuerdas? –bromeó.
–Precisamente porque eres mi médico no creo que haya nada en mí que no conozcas ya perfectamente. Incluso, algunas cosas las conoces mejor que Oliver.
–Pero no todas. Veamos, Maggie: ¿tú querías o no tener más hijos de Oliver?
–¡Claro que sí! No me importa tener más hijos.
Ed Pough frunció el ceño. Se dio cuenta de que si continuaba siendo delicado y discreto Maggie no le diría nada, iría esquivando respuestas.
–Mira, Maggie, sé que no deseas dar a luz esta vez; sé que te tiraste de cabeza contra la pared, y sé que te has golpeado repetidamente el vientre, ya sea con el cepillo del cabello o con cualquier otra cosa. Esto, además de absurdo, es… horrible. Dime qué te ocurre, y ya verás cómo resolvemos el problema…
–¿Eso crees, Ed? –Maggie sonrió de un modo que al médico le pareció siniestro–. ¿Crees que podrás resolverlo?
–Naturalmente. Bueno, siempre que no se trate de… de matar un feto que pronto cumplirá siete meses de gestación, compréndelo. Eso es una locura, además de…
–Pues yo la mataré –exclamó Maggie, con los ojos encendidos–, ¡la mataré, mataré a esa…!
–¡Maggie! ¡Vamos, sé razonable, y escúch…!
Maggie empujó fuertemente a Pough, que la había agarrado de los brazos para retenerla y sacudirla; lo empujó tan fuertemente que Pough cayó de espaldas hacia el centro del dormitorio. Maggie saltó de la cama, corrió hacia la ventana, y la abrió. Pough, que se había puesto en pie, comprendió las intenciones de ella y se abalanzó hacia la ventana, consiguió asir a Maggie cuando estaba a punto de saltar, y la derribó hacia el centro de la habitación tirando de uno de sus brazos.
Cerró con cierta violencia la ventana, y se volvió hacia Maggie, desencajado el rostro.
–Por el amor de Dios –gritó–, ¿estás loca?
Maggie se puso en pie, miró desesperada alrededor, y en seguida saltó hacia el tocador, de encima del cual tomó las largas tijeras, que alzó sobre su vientre.
Pough se detuvo como si acabara de recibir sobre su cabeza la descarga de un rayo.
–Maggie… Maggie, no, por favor, escúchame… ¡Maggie!
Pero la señora Brighton descargó el tremendo tijeretazo sobre su vientre.
 
 
5
 
Cuando el cirujano jefe salió del quirófano, Oliver y Ed se pusieron en pie lentamente, fijas sus miradas en los ojos del hombre que acababa de operar a Maggie. Y en los ojos del cirujano vieron algo que los sobrecogió, los dejó tan aterrados que durante unos segundos ninguno de los dos pudo hablar. Tampoco podía hablar el cirujano, en cuyos ojos seguía reluciendo el espanto.
Por fin, Oliver Brighton se repuso, y preguntó:
–¿Está… está bien mi esposa…?
–Lo lamento, señor Brighton: su esposa ha fallecido.
Oliver Brighton pareció recibir un mazazo en la cabeza. Se quedó inmóvil tras encogerse como bajo el dolor y el impacto del mazazo. Luego, retrocedió sin decir palabra y se dejó caer en el sillón donde había estado esperando. Se quedó así, con la mirada perdida.
–Dios bendito –susurró Pough–. ¿Y los niños?
–¿Los niños? –jadeó el cirujano.
–Soy el ginecólogo de la señora Brighton… Bueno, habrá usted observado, naturalmente, que está… estaba gestando dos gemelos…
–Tal vez.
–¡Cómo, tal vez! ¡Le digo que soy el méd…!
 –Le creo perfectamente, doctor –casi tartamudeó el cirujano–, pero… es que… dentro de la señora Brighton hay… hay solamente una niña, y… y los restos… de lo que creemos… fue un… fue un… un varón…
 

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