DE AMORES Y AMORÍOS (2)

  

VENECIA

 

MI AMANTE EN VENECIA

 

por

 

ANGELA WINDSOR

 

 

 

  1

 

  –¿Una foto, signorina?

  Era una tarde de verano extraña y encantadora en Venecia.

  Extraña porque, simplemente, no parecía verano; había llovido, quedaba un cierto frescor en el ambiente, y el cielo gris presagiaba más lluvia, y, por cierto, una noche nada cálida.

  Encantadora porque las palomas de la Plaza de San Marcos se reflejaban en los charcos de agua, todo se veía como recién lavado, y precisamente aquel frescor ponía como un escalofrío sorprendentemente grato en la piel.

  Al menos, así se lo parecía a Camelia Howards, que tras la lluvia había vuelto a ocupar su mesa al aire libre en uno de los pintorescos cafés.

  Otras personas habían hecho lo mismo, y ahora se felicitaban a sí mismas por la decisión de no haber abandonado definitivamente la plaza. Es cierto que el sol da vitalidad y alegría a todo, pero la belleza puede encontrarse en todas las cosas y en todas partes, incluso en una tarde de lluvia.

  O quizá, precisamente y de modo especial, en una tarde de lluvia.

  La belleza puede ofrecer mil aspectos diferentes, no siempre el mismo, el aspecto tópico, el reconocido y admirado por todos como si fuese una obligación. La belleza, dicen los más entendidos, está más en los ojos que miran que en las cosas miradas…

  –¿Una foto, signorina?

  Camelia reaccionó por fin, desviando la soñadora mirada hacia donde había sonado la voz; no porque se sintiera aludida, sino porque la voz, aunque lentamente, había conseguido distraerla de sus meditaciones, y, además, era una voz muy agradable, y, sobre todo, recia.

  Sí, era una voz recia, sólida, viril, pero al mismo tiempo dotada de ese timbre dulce y cariñoso del idioma italiano.

  Se quedó mirando al fotógrafo, desconcertada.

  Es decir, ella pensó enseguida, con una lógica natural, que él era fotógrafo. ¿Cómo dudarlo? Le había ofrecido hacerle una foto, llevaba una cámara colgando del cuello, y, en aquel momento, la sostenía en una mano, dispuesto a utilizarla en el acto. Él la miraba a ella, sonriendo cortés, pero no zalamero, no de ese modo que sonríe la gente que quiere hacerse agradable porque le conviene.

  –No, gracias –rechazó Camelia.

  Él asintió con un gesto, y se alejó en dirección a otra mesa, ocupada por una pareja de edad mediana. Camelia regresó a sus pensamientos anteriores sobre la belleza.

  De acuerdo: la belleza está en los ojos que la miran. Pero también, muchas veces, la belleza está en las cosas miradas, aunque los ojos que la miren no sean precisamente expertos en detectar belleza, en percibir belleza, en valorar y apreciar debidamente la belleza.

  Por ejemplo, aquella tarde de lluvia, la mirase quien la mirase, era bella, dulce y romántica…  El fotógrafo también era hermoso, dulce y romántico. Camelia pensó que lo había recordado de pronto, pero no era así. La verdad era que desde el mismo instante en que lo había visto su imagen se había grabado en su mente…, y allá permanecía, con fuerza, como si fuese una imagen conocida de mucho, mucho tiempo.

  Era una imagen que correspondía con toda exactitud a la voz.

  Era una imagen bella, dulce y romántica.

  En el instante en que volvía la cabeza con cierto disimulo para localizar al fotógrafo, la mujer de la pareja de edad mediana reía alegremente. Esto dio pretexto a Camelia para mirar directamente hacia la mesa que ocupaban. La dama sonreía ahora, mientras el fotógrafo le decía algo que la hizo reír de nuevo a los pocos segundos. Su acompañante, sin duda su marido, miraba divertido al fotógrafo. Cuando éste todavía añadió algo más, de nuevo rió la dama, y ahora también el hombre.

  Acto seguido, el fotógrafo retrocedió unos pasos, y los apuntó con su cámara. El hombre y la mujer acercaron sus cabezas una a la otra, y miraron sonrientes al hermoso fotógrafo.

  Sí, era hermoso.

  No era un muchacho de esos guapos a rabiar, lleno de músculos como un gladiador y con sonrisa deslumbrante. Su belleza viril era seria y discreta. Eso sí: sus cabellos eran ensortijados como los de las viejas estatuas que recordaban los pasados tiempos de esplendor del antiguo Imperio Romano.

  En cualquier caso, pensó Camelia Howards, él era mucho, muchísimo más hermoso que ella, por la sencilla razón de que ella era fea. O sea, que aunque él hubiera sido mucho menos hermoso igual habría sido más hermoso que ella, que era fea y carente de cualquier atractivo.

  Ella se entendía.

  Por ejemplo, se podía ser fea de cara –como era su caso– pero tener un cuerpo muy atractivo, un cuerpo espléndido, de bellas curvas, cintura delgada, soberbios pechos y largas piernas esbeltas y bien formadas… Estos atractivos, para muchos hombres, habrían sido suficientes para sentir deseos de relacionarse con Camelia Howards.

  Pero ella no tenía esos atractivos.

  Ni otros.

  No tenía ninguno, en definitiva. Ni siquiera tenía el relativo atractivo que habría significado tener los ojos grandes y azules. Los tenía de tamaño normal y corriente y de un color que los románticos definían como malva, pero que ella definía como “indescriptibles, pero feos”.

  El fotógrafo estaba tomando varias fotografías. Por fin, se acercó a la pareja, con la que estuvo conversando un par de minutos mientras anotaba algo en una pequeña libreta, que se guardó en el bolsillo de atrás del pantalón. Vestía tejanos, un polo oscuro, y calzaba zapatillas deportivas. Un atuendo absolutamente informal y muy corriente.

  El fotógrafo se despidió de sus risueños clientes, y miró alrededor, evidentemente en busca de más clientela. Su mirada se cruzó un instante con la de Camelia, continuó la búsqueda, se detuvo, y regresó a los ojos de la muchacha británica. Ella hubiese querido desviar su mirada, pero no pudo hacerlo.

  No pudo.  Se hallaban a unos seis o siete metros uno del otro. En la plaza había reflejos de lluvia, palomas, poca gente sentada a las mesas, y paseantes. La Piazza recuperaba rápidamente su acogedor aspecto tras la lluvia. Había de todo para mirar. Incluso el hermoso campanario. Pero Camelia Howards se encontró con la extraña sensación de que sólo podía mirar al fotógrafo.

  Sólo podía ver los oscuros ojos del fotógrafo, y, en ellos, aquella luz limpia, nítida y quieta, aquella expresión tranquila, amable, fuerte y sincera.

  O tal vez era todo un sueño.

  Incluso podía ser peor.

  Podía ser una ilusión, y ya se sabe que siempre causan más dolor las ilusiones que los sueños, porque los sueños se desvanecen cuando la persona se despierta, y todo el mundo sabe que los sueños, sueños son, que no son una realidad en modo alguno. Pero las ilusiones, que se conciben estando despierto, parecen a veces tan auténticas que cualquiera puede llegar a creer que son realidad, y luego, cuando se da cuenta de que sólo han sido ilusiones, llega la decepción, el chasco, el dolor…

  Camelia entendía mucho de esto, de decepciones y chascos, y, sobre todo, de dolor.

  Algunas personas creen que cuando se habla de dolor se hace en sentido figurado, pero Camelia sabía que cuando se tiene un desengaño tan enorme como el suyo, el dolor llega a ser verdaderamente real, verdaderamente físico, como le había ocurrido a ella. No deseaba de ninguna manera sufrir más desengaños, ni más dolor, de modo que, de repente alerta, de repente endurecida, desvió su mirada de la del fotógrafo.

  Pero no lo olvidó.

  No podía.

  Y era extraño, porque, a fin de cuentas… ¿quién era aquel hombre? Bien claro estaba: un fotógrafo ambulante, un vividor, uno de esos simpáticos granujillas de medio pelo que debía de aprovechar su encanto, su apostura, su simpatía, para llevarse a la cama trescientas sesenta y cinco turistas extranjeras cada año.

  A turista por día.

  A “amor” por día.

  Cerró los ojos, y en la oscuridad relativa producida tras los párpados vio perfectamente la imagen del fotógrafo. Cuando abrió los ojos, él estaba conversando con un grupito de turistas alemanes que se estaban instalando alrededor de dos mesas que habían juntado. Oyó algunas palabras en alemán, a las que el fotógrafo contestó con toda soltura.

  Era muy listo.

  Sabía tratar a la gente.

  Ya estaba haciendo fotos de nuevo, provocando risas y sonrisas. También tomó notas en su pequeña libreta, y otra vez buscó con la mirada más personas que pudieran aceptar su oferta. Se convenció de que, por el momento, no iba a encontrar a nadie, y se alejó hacia una de las cafeterías ubicadas bajo los soportales. Desapareció pronto de la vista de Camelia Howards.

  Desapareció él, pero no su imagen.

  Durante un par de minutos, Camelia permaneció como petrificada, atónita bajo el significado de sus pensamientos. Pensamientos que rechazó, tras estremecerse fuertemente.

  Al instante siguiente se dio cuenta de que estaba buscando con la mirada al fotógrafo. Era una estupidez engañarse a sí misma: estaba buscando al fotógrafo. A otras personas podría mentirles, decirles que no buscaba al fotógrafo, que ni se acordaba de él ni de su aspecto, pero habría sido una estupidez pretender mentirse a sí misma.

  Se puso en pie y se volvió hacia los soportales. Casi enseguida, el camarero que le había servido el refresco apareció acercándose a ella rápidamente. Era un hombre amable, que aceptó encantado la propina.

  Muy bien, pensó Camelia, ya podía marcharse de allí y dejarse de tonterías.

  Un minuto más tarde estaba en la puerta de entrada al café en el que había visto entrar al fotógrafo. Éste se hallaba ante el mostrador, al parecer poniendo un estuche con carrete nuevo en la cámara. Ante él tenía una copa que contenía un líquido rojo, que parecía jugo de tomate.

  Camelia estuvo contemplándolo unos segundos. Luego, se quitó el anillo del dedo anular de la mano izquierda, lo guardó en el bolso, y se acercó al fotógrafo; se detuvo a su lado, y se quedó mirándolo. Él volvió la cabeza, la miró, y sonrió. Camelia se dio cuenta de que la había reconocido en el acto.

  –He cambiado de opinión –dijo en inglés–: me gustaría que me hiciera unas cuantas fotografías.

  –Con mucho gusto –aceptó él, hablando en inglés con toda naturalidad–. ¿Ha llegado ya la persona que esperaba?

  –No estaba esperando a nadie.

  –Ah. Me pareció que… Lo siento. ¿Le gustaría una fotografía aquí dentro? Quedará muy bien. Casi todo el mundo se hace fotografías en el exterior, y no se percata de que las del interior de los cafés también son muy interesantes.

  –Como usted diga.

  –Tal vez le gustaría toda una colección de fotos en la Plaza. Es un recuerdo muy bonito.

  –Lo dejo en sus manos. Haga todas las fotografías que considere necesarias para que pueda llevarme un buen recuerdo de Venecia.

  –En Venecia se puede lograr mejores recuerdos que las fotografías, signorina.

  –¿Sí? ¿Qué clase de recuerdos?

  –Vivencias personales. Quiero decir que, por ejemplo, más agradable que hacerse una foto en la Plaza de San Marcos es conocer de verdad la Plaza y su historia. Y hay una diferencia muy grande entre las fotografías y las vivencias personales.

  –¿Cuál es esa gran diferencia?

  –Las fotografías, con el tiempo, se deterioran, pierden color y encanto, se hacen viejas y por tanto hacen vieja la vida, y llega un momento en que a uno le ponen triste. En cambio, las vivencias, o sea los recuerdos instalados en nuestra memoria, si son agradables duran para siempre, y además a cada día que pasa nos parecen más bonitos. Los buenos recuerdos no puede estropearlos el tiempo, ni pierden color ni encanto… ¿No le parece?

  –Lo que me parece es que usted debería promocionar más la fotografía, y no los recuerdos de la gente. Lo que hace va contra su negocio, diría yo.

  –Tal vez. Pero lo que le he dicho a usted no se lo digo a todo el mundo. –El fotógrafo italiano sonrió–… A la mayoría de la gente estas cosas no le interesan.

  –¿Y usted cree que a mí sí me interesan?

  –A las personas inteligentes les gustan las cosas que se salen de lo corriente.

  –¿Quiere decir que yo soy inteligente?

  –Viendo sus ojos, yo diría que sí.

  –¿De verdad es usted fotógrafo?

  –Evidentemente –mostró él su cámara ya cargada de nuevo–. Y puedo hacerle una bonita colección de fotografías. Le cobraré muy buen precio.

  –De acuerdo.

  Salieron del café, y durante veinte minutos el fotógrafo estuvo dando instrucciones a Camelia Howards respecto a dónde y cómo debía posar.

  Le hizo fotos en la entrada de la iglesia, al pie del campanario, en el centro de la plaza, con palomas y sin palomas, reflejada en los charcos de agua, con diversas partes de la plaza como fondo…, y todo ello dándole al mismo tiempo explicaciones sobre la Plaza, sobre San Marcos, sobre la iglesia y el campanario. Dos de las fotografías se las tomó de muy cerca, tras pedirle que mirase hacia el cielo y dejando tras ella la iglesia.

  Camelia no dijo nada en ningún momento. Se limitó a escuchar, y a obedecer dócil y exactamente las instrucciones del fotógrafo, que se estaba tomando su trabajo con indudable e inusitado interés.

  Cuando dio por terminada la sesión, él se acercó a ella, y dijo:

  –Si alguna no le gusta, la repetiremos. Pero ya verá cómo le gustarán todas. Es usted muy fácil de fotografiar.

  –¿Eso qué quiere decir?

  –Sabe estar ante la cámara, tiene gracia en los gestos, y estoy seguro de que es muy fotogénica, aunque eso no puedo saberlo con seguridad hasta que revele las fotografías. Las tendré listas mañana mismo, desde luego. –Sacó su pequeña libreta y un bolígrafo–… ¿Adónde debo llevárselas?

  –¿Llevármelas?

  –Supongo que está en un hotel –la miró él como sorprendido.

  –Ah. Sí, claro. Pero no se moleste. Yo misma vendré a recogerlas aquí.

  –No es ninguna molestia llevárselas. Es parte de mi trabajo.

  –Prefiero venir a recogerlas aquí yo misma.

  –Como usted quiera.

  –Perfecto. ¿Cuánto le debo?

  –Ya me pagará mañana.

  –¿No quiere un anticipo ahora?

  –No es necesario –la miraba él con cierta curiosidad.

  –Eso es muy extraño, ¿no le parece?

  –No. Se supone que usted desea realmente tener estas fotografías, y, por otra parte, sé valorar a las personas.

  –¿Sí? –sonrió de pronto Camelia–. ¿Y cómo me ha valorado a mí?

  –Es usted inglesa, sin duda vive en Londres, ha estudiado en una universidad, ha viajado por todo el mundo, tiene clase, no tiene muchos amigos, pero le gusta la gente y es encantadora…, además de inteligente.

  –¿Le parezco encantadora?

  –Sin la menor duda. Tiene usted muchas y bonitas cualidades.

  –Ya. También le parezco bonita, claro.

  –Por supuesto.

  –Por supuesto –repitió ella, con cierto sarcasmo–. Me parece que no tiene usted muy buena vista, pese a ser fotógrafo.

  –Mi vista es excelente.

  –Ya. ¿Cómo de bonita? Quiero decir: ¿le parezco muy bonita, medianamente bonita, regular nada más…?

  –Inusualmente bonita.

  –Inusualmente –volvió a repetir ella–. Eso quiere decir, más o menos, que soy bonita de un modo poco corriente.

  –Sí –sonrió él, mirando un instante sus labios.

  Aquella simple mirada, que sin duda él le dirigió sin ninguna intención especial, fue todo un cataclismo para Camelia Howards.

 No fue la mirada lo que sintió, sino un beso; tuvo una sensación de tacto caliente, suave y fuerte.

  Fue como una descarga de calor que desde los labios se extendió a todo su cuerpo, le provocó un vacío en el estómago, un temblor breve y súbito en los muslos, un tremendo deseo casi doloroso en su intimidad, desde donde se extendió a todo el cuerpo como una llamarada…

  Bruscamente, Camelia Howards dio media vuelta y se alejó del fotógrafo, cruzando la hermosa plaza veneciana.

  No caminó mucho.

  Se hallaba alojada en el hotel Bauer Grunwald, sito en Campo San Marco, a dos pasos de la Plaza de San Marcos que tan bruscamente acababa de abandonar.

  El hotel, de cinco estrellas y provisto de máximo confort, ofrecía un impresionante aspecto de palazzo. Frente a su embarcadero que daba al Gran Canal había un par de góndolas esperando algún cliente. Todavía era muy temprano para que estuviera encendida y luciera debidamente la iluminación de la fachada, que desde cierta distancia le confería un aspecto de sueño romántico.

  Un instante antes de entrar, Camelia recordó lo del anillo, y volvió a ponérselo. El portero le sonrió al pasar ante él, cortés, distante, simplemente amable. Cruzó el vestíbulo, y pidió la llave de su habitación; que en realidad no era una habitación, sino un apartamento privado con balcón al Gran Canal.

  –¿Hay algún recado para mí? –inquirió al hacerse cargo de la llave.

  –No, signora Howards. Nada.

  –¿Seguro que no me ha llamado mi marido?

  El rostro del conserje ni se inmutó. Aunque en todo momento se mostró exquisitamente cortés, era fácil comprender que cuando consultó el directorio de recados lo hizo sólo por complacer a la joven dama.

  –Seguro, signora –la miró de nuevo.

  –Bien… Gracias.

  Dos minutos más tarde se hallaba en su apartamento. Un apartamento precioso; lo que los franceses definen con el nombre de suite. Un apartamento encantador, indicadísimo para permanecer una inolvidable temporada en Venecia, indicadísimo para vivir una luna de miel que quede para siempre grabada en el corazón…

  Se acercó al balcón, y se quedó mirando el Gran Canal. La tarde seguía gris. Estuvo allí hasta que se encendieron las luces de la fachada del hotel, más pronto que de costumbre, debido precisamente al tono lóbrego de la tarde.

  Reaccionando, se volvió, y fue al armario, que abrió, dispuesta a elegir un vestido para bajar a cenar. Tenía todo cuanto pudiera desear una mujer caprichosa. En el hotel Bauer Grunwald no podía alojarse cualquiera, pero para ella era normal, estaba acostumbrada desde siempre a tener lo mejor. O lo que supuestamente se considera lo mejor: dinero, joyas, vestidos, viajes, grandes hoteles, automóviles de lujo, yates…

  Lo mejor.

  Todo lo que quisiera de lo mejor.

  Pese a esto, de repente, la señora Camelia Howards se echó de bruces en la cama y rompió a llorar silenciosamente.

 

 

*     **     *

 

  Después de cenar lo que él mismo se había preparado en la cocina del pequeño apartamento en Plaza Manin, bastante cerca del hotel Bauer Grunwald por cierto, el fotógrafo fue al cuarto de revelado montado en una de las habitaciones, retiró las fotos del tendedero donde se secaban, y comenzó a mirar las fotografías hechas aquella tarde, separándolas en grupos.

  Luego colocó estos grupos en diferentes sobres en cuyo dorso ya tenía escrita la dirección respectiva, y finalmente le quedaron en las manos las fotografías de la solitaria joven inglesa. Las volvió a mirar una por una, y dejó encima las dos en las que se veía a Camelia Howards de muy cerca, en bello y artístico primer plano, con la mirada vuelta hacia el cielo.

  De entre estas dos fotografías eligió una sin la menor vacilación, la colocó bajo la luz de un foco, sacó una lupa de un cajoncito, y con ella se puso a mirar la foto, analizando detalle por detalle.

  A lo que más tiempo y atención dedicó fue a los ojos de la extraña signorina.

 

 

 

  2

 

  Cuando a la tarde siguiente ella llegó a la Plaza, él estaba fotografiando a una pareja de jóvenes a los que, instintivamente, Camelia clasificó como recién casados. No sólo tenían las cabezas muy juntas, sino que se tomaban de las manos como temiendo que algo o alguien pudiera intentar separarlos.

  Encantador: unos recién casados en luna de miel en Venecia.

  Esta tarde lucía un sol espléndido, y todo parecía tener más vida y alegría. Las mesas estaban prácticamente todas ocupadas, había bullicio, los camareros iban y venían rápidamente. Las bandadas de palomas agitaban el aire quieto y con olor a mar. El fotógrafo disparó varias veces su cámara, volvió ante la parejita, y les dijo algo.

  Camelia se sentó ante una mesita milagrosamente libre, y miró de nuevo al bello fotógrafo, que continuaba explicándoles algo a los dos jóvenes.

  Los convenció, por supuesto.

  Se pusieron en pie los dos, fueron hacia el centro de la plaza siguiendo al fotógrafo, y éste les indicó dónde debían colocarse. Acto seguido dijo algo que les hizo reír. Se abrazaron por la cintura, acercaron sus rostros, y los dos adelantaron los labios hasta que se juntaron en un beso simpático y tierno. Justo en ese momento, el fotógrafo les tiró por encima de la cabeza unos granos de arroz, que hicieron acudir varias palomas.

  Era el momento de tomar las fotografías, y el fotógrafo se apresuró a hacerlo rápidamente, una tras otra. Una de las palomas se puso sobre la cabeza de la muchacha –que por cierto era muy bonita–, y ella se echó a reír, volviendo la cabeza hacia el fotógrafo. Otra de las palomas se posó en un hombro del muchacho, que también rió. El fotógrafo les dijo algo, y ellos volvieron a besarse en los labios, aunque sin poder dejar de reír y rodeados de osadas palomas…

  Luego, lo que Camelia ya sabía. El fotógrafo se acercó a los jóvenes, hizo su anotación en la pequeña libreta, y se despidió. Enseguida, se acercó a la mesa ocupada por Camelia, que le contempló críticamente, con una actitud casi hostil.

  –Buenas tardes –saludó él.

  –Hola –replicó Camelia–. Veo que no ha traído mis fotos.

  –Sí las he traído. Pero he preferido dejar el sobre con Giorgio, en el café, para no estropearlas. ¿Quiere que se las traiga ahora?

  –Sí.

  Él asintió, titubeó, y por fin preguntó:

  –¿Dije o hice ayer algo que la molestara?

  –¿Por qué pregunta eso?

  –Porque si así fue deseo disculparme. No suelo molestar a nadie, pero a veces uno puede decir cosas inadecuadas en un momento poco oportuno.

  –Usted, más que un fotógrafo, parece… un filósofo, o un conferenciante, o algo así.

  –Ser fotógrafo no implica ser tonto ni carecer de cultura y de recursos para una conversación, signorina.

  –De todas maneras, usted me parece bastante raro.

  –Voy a buscar las fotografías –dijo él, muy serio.

  –Espere. ¿Cómo se llama?

  –Nicolo.

  –¿Qué más?

  –Nicolo Bertuceli –sonrió él de pronto, como dejando de lado pensamientos molestos–… Los amigos me llaman Nico. Algunos pretendieron llamarme Nick, pero les dije que yo soy italiano, no inglés… Sin ánimo de ofender, signorina. ¿Desea que le pida alguna cosa a Giorgio para que se la traiga?

  –Café.

  Nicolo Bertuceli asintió, y se encaminó hacia el café. Regresó tres minutos más tarde, precediendo al camarero que traía el café para Camelia. Ésta tomó el sobre que le tendió Nicolo, sacó las fotografías, y las fue mirando lentamente. Cuando las hubo mirado todas, el camarero ya se había retirado tras servir el café, y el fotógrafo esperaba de pie ante ella, mirándola inexpresivamente.

  –¿Cuánto le debo?

  –¿No le gustan las fotos?

  –Sí. Están muy bien.

  –Celebro que le agraden. Trescientas mil liras.

  –¿Trescientas mil? ¿No son un poco caras?

  –Sí. Pero son buenas. No son fotos de aficionado, ni de profesional sin sensibilidad. De todos modos, si mi precio le hace sentirse estafada, deme lo que usted considere justo.

  –Yo no puedo juzgar el precio de este trabajo, señor Bertuceli.

  –En ese caso, confíe en mí y págueme trescientas mil liras. Es lo que vale.

  Ella abrió el bolso, sacó tres billetes, y se los entregó. Nicolo se los guardó en un bolsillo, e hizo un gesto de despedida. Ella no le dio tiempo a que se despidiera de palabra.

  –¿Va a seguir haciendo fotos?

  –Sí. Las tardes buenas hay que aprovecharlas. Con su permiso…

  –¿Sólo piensa en ganar dinero?

  El se quedó mirándola atentamente a los ojos. Luego miró su boca, del mismo modo que la tarde anterior, y Camelia experimentó aquella especie de calambre en los muslos. Hubiese querido sonrojarse, pero lo que en realidad le sucedió, y ella se dio perfecta cuenta, fue que palideció; incluso sintió cómo su rostro se tornaba de pronto frío y rígido.

  –No –dijo Nicolo–, no pienso sólo en ganar dinero. Pienso en muchísimas otras cosas y con mucha frecuencia. Pero no creo que a usted le interesen los pensamientos de un fotógrafo italiano ambulante. Buenas tardes.

  Se alejó de ella, en busca de nuevos clientes. Camelia permaneció inmóvil. Perdió la noción del tiempo. Parecía una estatua. Nicolo se fue de la plaza poco más tarde, sin que al parecer ella se enterase. Su café estaba intacto cuando, finalmente, llamó con una seña al camarero que se lo había servido, y que pasaba cerca de ella por entre varias mesas. El camarero se acercó.

  –Prego, signorina?

  –Usted es Giorgio, ¿verdad?

  –Sí, signorina.

  –¿Me entiende? ¿Entiende el inglés?

  –Bastante bien –sonrió Giorgio, como divertido.

  –Me ha parecido entender que es usted amigo del señor Bertuceli.

  –¿Del…? Ah, de Nico. –El camarero sonrió ampliamente–. Sí, somos buenos amigos.

  Camelia asintió, del bolso sacó otro billete de cien mil liras, y se quedó mirando al camarero.

  –¿Usted sabe dónde puedo encontrar al señor Bertuceli… fuera de horas de trabajo?

  El hombre se quedó mirando el billete. Luego, miró los “indescriptibles, pero feos” ojos de la muchacha. La mirada de Giorgio, el cual doblaba holgadamente la edad de Nicolo Bertuceli, era contenida y cauta, pero experta. Era una mirada veterana, una mirada ya muy gastada en muchos años de ver y observar turistas de todas las partes del mundo que acudían a la Plaza de San Marcos. Se decía que todo el mundo, tarde o temprano, pasa por la Plaza de San Marcos y navega por los canales de Venecia.

  Giorgio vio una persona de calidad, eso sí. Las escasas pero elegantes joyas, la indumentaria no menos elegante en su sencillez, la piel bien cuidada, las manos perfectas, el cabello sano y asimismo bien cuidado, y sobre todo, los modales, sobrios y correctos. La joven no era nada simpática, pero cuando hay clase, hay clase, y él sabía distinguirla. La edad de la turista británica debía aproximarse a los veinticinco años; quizás un par menos. No era bonita, y sus formas excesivamente delgadas no resultaban nada incitantes; incluso, la parte de pecho que dejaba al descubierto el discreto escote era poco probable que atrajera miradas masculinas. La boca sí tenía una forma bonita…, pero eso era todo.

  –No –replicó Giorgio–, no sé dónde encontrar a Nico, lo siento.

  Camelia no se inmutó. Lentamente, unió otro billete al primero.

  –Pero quizá conoce usted a alguien que sí lo sabe –sugirió con seca sonrisa.

  –No sé… No creo. Pero puedo hacer algunas preguntas, si usted tiene un poco de paciencia.

  –Tengo paciencia –aseguró Camelia Howards–. Mucha paciencia.

  Giorgio asintió, y se alejó.

  Camelia se desentendió de él. Pareció aislarse del mundo entero hasta que, unos veinte minutos más tarde, Giorgio apareció de nuevo ante ella, y depositó sobre la mesa un papelito doblado en cuatro. Camelia tomó el papel, lo desdobló, y leyó la dirección escrita en él. Guardó el papel, dejó sobre la mesita las doscientas mil liras, se puso en pie y se alejó.

 

*     **     *

 

  Pulsó el timbre de la puerta del apartamento, y dejó caer el brazo, que le parecía de plomo.

  Toda ella se sentía como si fuese de plomo.

  De modo especial, sentía que eran de plomo los muslos. Sentía súbitos vacíos en el estómago, algo así como impactos que llegaban en oleadas. Se dio cuenta de que le temblaban las piernas y que el corazón le latía de un modo… furioso. Sí, furioso, no se le ocurría otro modo de definir lo que sentía.

  La puerta se abrió, y Nicolo Bertuceli quedó ante la muchacha.

  Le sonrió amablemente y se apartó.

  Ella entró, fija la mirada en el suelo.

  Era horrible lo que sucedía con su corazón, seguro que iba a saltar en pedazos de un momento a otro. Y cada vez le pesaban más las piernas. Le dolía el vientre. Ya no eran vacíos súbitos, era un dolor pesado y constante.

  Nicolo cerró la puerta. Camelia oyó ahora con toda nitidez un pasaje de Tosca, de Puccini… De repente miró a Nicolo a los ojos, y no vio en ellos sorpresa alguna. Él la contemplaba con cierta expresión inquisitiva, pero no parecía nada sorprendido. Ella no sabía qué hacer. Había llegado hasta allí, y ahora no sabía qué hacer. Se sentía más de plomo que nunca, más pesada, torpe y dolorida que nunca…, más fea que nunca.

  Él le tomó el rostro entre las manos, acercó el suyo, y la besó en los labios, despacio y suavemente.

  Torrentes de fuego se formaron súbita y violentamente en el cuerpo de Camelia Howards, y su respiración se cortó. Las yemas de los dedos de él, llegando hasta su nuca por entre la melenita, deslizaron caricias inéditas absolutamente, provocando más estremecimientos en todo el cuerpo, extrañas sacudidas en la piel… Camelia sentía cómo su vello se erizaba. Sentía una húmeda dulzura tan íntima que pensó que se iba a desvanecer fulminada por placeres jamás sentidos. Era una humedad cálida, tan dulce, tan dulce… Permanecía inmóvil, como una muñequita sostenida por las manos del italiano. No conseguía reaccionar, solamente sentía aquel beso tierno y lento que la estaba incendiando…

  La estaba incendiando.

  De repente, pero siempre con suavidad, Nicolo introdujo su lengua en la boca de Camelia. Ésta se estremeció una vez más, y de pronto se abrazó a la cintura de él y correspondió de tan íntimo modo al beso. Él le pasó una mano hacia la espalda, la bajó luego hasta las nalgas, y atrajo con más fuerza el cuerpo femenino contra el suyo.

  Un quejido ahogado brotó por las fosas nasales de Camelia Howards cuando, a través de las ropas de ambos, percibió contra su vientre la ardiente, vigorosa, enorme virilidad de Nicolo Bertuceli. Se agitó un poco, como queriendo escapar de aquel abrazo posesivo, avasalladoramente viril, pero Nicolo no se lo permitió; por el contrario, la retuvo con más fuerza, arreció en sus caricias, y su lengua se tornó delicada y tan posesiva como aquel abrazo de hombre a mujer.

  Aterrada, Camelia supo lo que iba a ocurrir, pero se negó a admitirlo. En realidad lo pensó de un modo confuso, como incrédulo.

  No podía creerlo.

  Pensó con toda claridad que no podía ser cierto, mas no había nada que pensar, puesto que lo estaba sintiendo en lo más íntimo y auténtico de ella.

  Nunca antes le había ocurrido nada semejante.

  Pero se dice que todas las cosas, por insólitas que sean, ocurren al menos una vez en la vida.

  Y a ella, a Camelia, le ocurrió lo insólito en esta ocasión: mientras se sentía ardiendo entre los brazos de Nicolo Bertuceli, le fue llegando increíblemente, muy despacio y dulcísimamente, el placer que terminó por concretarse en un lentísimo orgasmo total, aniquilador. Camelia tuvo que apartar su boca de la de Nicolo, gimió mientras se abrazaba desesperadamente a él y sentía el placer, y luego apoyó el rostro en su hombro y se quedó inmóvil, cerrados los ojos, entreabierta la boca, empapado todo su cuerpo en aquel goce alucinante.

  En alguna parte del apartamento seguía sonando la música de Puccini.

  No supo cuánto tiempo pasó antes de que él se moviera. Comprendió que ahora iban a mirarse a los ojos, y quiso evitarlo, se abrazó a él con más fuerza, insistiendo en esconder el rostro en el hombro masculino, que sentía cálido, sólido, fuerte.

  Él rió quedamente, la apartó, y volvió a tomar su rostro entre las manos.

  –No seas niña –dijo–. Estas cosas pasan.

  Ella insistía en bajar la cabeza, pero él se lo impedía. La atrajo y volvió a besarla en la boca, breve y suavemente. Luego la alzó en brazos y se dirigió con ella hacia el interior del apartamento.

  Camelia cerró los ojos.

  Hubo un momento en que oyó más fuerte la música, pero luego se desvaneció un poco.

  Él se detuvo, y la depositó en el suelo, de pie.

  Camelia insistía en tener los ojos cerrados. Se tensó cuando las manos de él se deslizaron por su cuerpo y, enseguida, comenzaron a desnudarla, sin brusquedades. Recibió otro tierno beso en la boca y una caricia en las mejillas. Al mismo tiempo le llegó el olor de los canales, ese olor denso y extraño, fuerte y sorprendente que no llega a ser desagradable, aunque se le aproxima. A ella le pareció un aroma palpitante de una insólita fuerza masculina, casi brutal.

  Abrió los ojos. Nicolo los miró, y preguntó:

  –¿De qué color son?

  Camelia tragó saliva.

  No podía hablar.

  Hizo girar los resplandecientes ojos, quería saber dónde se hallaba exactamente.

  Era un dormitorio no muy grande, limpio, ordenado, pero con muchas fotografías de diversos tamaños en las paredes; había fotografías de Venecia, de Paris, de Roma, de bosques, lagos y playas, de bellas jóvenes, de atletas, de flores y de graciosos cachorros de perros… Una ventana, que se hallaba completamente abierta, daba al canal, y por ella penetraban aquellos aromas fuertes y en ocasiones mareantes, desconcertantes, y se divisaba todavía el resplandor rojo del sol como si fuese un incendio que estuviese consumiendo Venecia, y que iluminaba el dormitorio de un modo confuso y vital.

  Las manos de él se habían detenido sobre su cuerpo, y Camelia, tras mirar la cama, finalmente miró a los ojos a Nicolo.

  –En los ojos de las personas está reflejada su alma –dijo él quedamente–. En realidad, los ojos de la persona lo expresan todo sobre esa persona, no importa del color que sean y la belleza aparente que haya en ellos. En cualquier caso, yo diría que los tuyos son de color violeta.

  Camelia se pasó la lengua por los labios, y consiguió decir:

  –Mis ojos son indescriptibles, pero feos.

  En el rostro de Nicolo apareció una sincera expresión de asombro.

  –¿Feos? ¿Por qué dices eso?

  –Son feos. Yo soy fea.

  Nicolo puso cara de pasmo. De repente se echó a reír, la abrazó despegándola del suelo, y comenzó a caminar, llevándola abrazada. Camelia no pudo evitar una risa, que se cortó bruscamente cuando recibió el delicioso beso en la garganta. Cuando vino a darse cuenta se hallaba en el cuarto de baño, amplio y vetusto, pero limpio, tan correcto como todo parecía hallarse en aquel apartamento…, en el que seguía sonando la música de Puccini.

  Él la hizo girar, enfrentándola al espejo, y quedó tras ella, abrazándola por la cintura y presionando en sus nalgas con su virilidad inocultable, que ella sentía como un fuego que la estuviera empapando.

  –Explícame con todo detalle qué es lo que tienes feo –pidió Nicolo.

  –Todo.

  –Eso es terrible, ¿no?

  –Sí. Es… terrible y horrible.

  –Pero asegurémonos. Mírate bien. Seguro que hay en tu rostro o en tu cuerpo algunos detalles especialmente feos que sobrepasan lo que podríamos llamar tu fealdad general. Por ejemplo, las orejas: ¿dirías que tienes las orejas especialmente feas?

  Al hacer la última pregunta separó los cabellos de ella, dejando al descubierto sus orejas, pequeñas y rosadas… Sí, parecían de mármol rosa.

  –No –murmuró–… Creo que no.

  –¿Crees que no son especialmente feas? ¿O que no son feas de ninguna manera?

  –Creo… creo que mis orejas no son feas.

  –Entonces, quizás es fea tu boca. ¿Te parece fea?

  –No sé…

  –¿Qué me dices de tu garganta?

  –Es… normal.

  –No. De ninguna manera. Es esbelta, graciosa, elegante, gentil, suave, delicada, preciosa, encantadora, sensual, provocativa y muy agradable de besar. Casi tanto como tu hermosa boca.

  La hizo girar hacia él y la besó en la boca de nuevo, pero sin abrazarla, manteniéndola separada para seguir desnudándola.

  Camelia sintió deslizarse la ropa por su cuerpo. Con súbita decisión, adelantó sus manos, encontrando enseguida lo que buscaba del hombre. Se estremeció fuertemente, y apretó las manos, como temiendo que se le escapase la presa. Él deslizó el beso por la barbilla, por la garganta, por el pecho de ella, y luego la hizo girar de nuevo hacia el espejo, riendo queda y dulcemente al comprobar la resistencia de ella a dejar la caricia que le estaba haciendo.

  –Mírate el pecho –susurró él junto a su oído, de nuevo abrazándola y presionándola por detrás–… ¿Te parecen feos tus pezones?

  Camelia los miró. Los vio inflamados. Tan inflamados que incluso hacían parecer más grandes sus encantadores pechitos de formas tiernas, casi infantiles. Pero la forma y la inflamación de los pezones desterraban cualquier infantilismo, igual que el brillo de los ojos de la muchacha británica. Simplemente, tenía los pechos un poco pequeños, eso era todo.

  Pero mientras pensaba todo esto confusamente, Camelia sentía con toda claridad la presencia y la presión del hombre en su espalda, y por su mente pasó el repentino pensamiento de que ella no era una muñeca que forzosamente tenía que ser así o asá, con estas o con aquellas formas, para estar en línea con los usos, costumbres y exigencias de un mercado absurdo en el que la mujer debía tener grandes pechos y piernas largas, sino que era una mujer que tenía el cuerpo que tenía, y que ese cuerpo, su cuerpo, bien lo estaba comprobando, era capaz de sentir todas las fuerzas de la vida.

  Giró muy despacio, se abrazó al cuello de Nicolo Bertuceli, y buscó su boca ansiosamente.

  Por cierto que la encontró. Y mientras se besaban, ahora ella completamente desnuda, él volvió a abrazarla y alzarla, y la trasladó de este modo de regreso al dormitorio. Camelia se sintió depositada en la cama, en la que permaneció con los ojos cerrados, oyendo el leve rumor de él. También oía los rumores del canal, y algunas voces… Estaba en Venecia, sentía palpitar Venecia, olía Venecia…, pero ella estaba deseando otra cosa.

  Y la deseaba ahora.

  Ahora mismo.

  Con urgencia.

  Pronto.

  Ya.

  Enseguida.

  Oh, sí, por favor, por favor, enseguida… ¡Ahora!

  Sintió sobre su cuerpo el peso del cuerpo masculino, y oyó junto a su oído la voz susurrante:

  –No te preocupes: no tienes que esperar más…

  Camelia se abrazó al dulce italiano, y emitió un gritito de alarma cuando él inició la penetración. Al mismo tiempo sonó la contenida exclamación de sorpresa de él al notar tan indudablemente su virginidad, pero ella no le permitió que su sorpresa se expresara con palabras, porque no podía esperar ni siquiera eso, ni siquiera el tiempo que requerían unas pocas palabras.

  Acudió al encuentro masculino con toda decisión, sin una sola queja más, sin un solo gesto de dolor, aceptando las consecuencias de lo que estaba haciendo.

  Todas las consecuencias.

  Incluso, por supuesto, las del grandioso placer que comenzó a experimentar muy pronto, cuando ella y Nicolo estuvieron tan unidos que ya no podían estarlo más.

 

 

 

  3

 

  Tuvo un despertar lento y suave, como si estuviese llegando dulcemente de un lugar paradisíaco con el que hasta entonces ni siquiera había soñado.

  Estaba tendida de costado en la cama, de cara a la ventana por la que llegaban olores, una luz azulada, y, muy lejano, un canto melodioso que sugería paseos románticos en góndola. Era todo tan claro, tan exacto, tan perfecto, que la ayudó a recordar de súbito que, en efecto, se hallaba en Venecia.

  Lo recordó todo.

  Lanzó una ahogada exclamación y giró en la cama, en busca de Nicolo, pero aquella parte de la cama estaba vacía. La pequeña lámpara de la mesita de noche estaba apagada, de modo que en la habitación sólo había el resplandor de las luces del exterior.

  Camelia se sentó en la cama, y llamó, con voz tensa, como incrédula:

  –¿Nicolo?

  Silencio.

  Al moverse había percibido una cosa extraña en su cuerpo. Una cosa nueva. Una dulzura exquisita y grandiosa en su intimidad, un placer latente, delicado, sutil, pero maravillosamente real e intenso. Se pasó las manos por los senos, despacio, y suspiró profundamente.

  El silencio en el apartamento era total.

  Había transcurrido mucho tiempo desde que ambos dejaron de oír la música de Puccini.

  El cuerpo de Camelia Howards parecía de plata debido al tono de la luz que penetraba por la abierta ventana. La muchacha cerró los ojos, y recordó algunos de los momentos vividos aquella noche. La sensación del placer fue tan fuerte que emitió un gritito como de miedo y júbilo a la vez. Recordó los abrazos de él, los besos, las caricias que la habían derrotado una y otra vez. Sobre todo, tuvo el recuerdo vívido de la primera vez, cuando lo había sentido a él tan grande, tan fuerte, tan poderoso, tan posesivo y al mismo tiempo entregándose tan intensamente…

  Abrió los ojos, deseando verlo.

  Y de repente, lo vio.

  Nicolo Bertuceli estaba sentado en una pequeña butaca a un lado de la ventana, en la sombra, de modo que ella no había podido verle antes, pero sí ahora que sus ojos se habían acostumbrado al plateado resplandor. Él también se hallaba completamente desnudo, y la estaba mirando.

  –Nico –murmuró Camelia–… ¿Qué haces ahí?

  –Te estoy mirando hace rato.

  Ella rió, saltó de la cama, y fue a sentarse en sus rodillas, abrazándose a su cuello.

  Le besó en la boca, e inquirió:

  –¿Y qué estás mirando?

  –Te miraba dormir, y era muy hermoso. Y pensaba muchas cosas, algunas de ellas extrañas.

  –¿Por ejemplo?

  –Por ejemplo, pensaba que hemos hecho el amor media docena de veces, pero que todavía no sé de ti ni siquiera tu nombre.

  –¡Es verdad! –exclamó ella–. Me llamo Camelia… Camelia Waverly-Evans.

  –Tienes nombre de flor… No me extraña. Por eso te miraba tanto, buscando en ti una forma especial, un aroma especial, un sabor especial…

  –Quiero que me digas la verdad del por qué me mirabas mientras dormía. ¿Acaso no me has visto bastante estando despierta?

  –No.

  –¿No me has visto bastante?

  –Las obras de arte nunca se ven lo bastante.

  Ella volvió a reír. Le acarició el velludo pecho. Rió de nuevo cuando percibió que la virilidad de él se recuperaba rápidamente, y movió con inexperta malicia las caderas.

  –No tienes ninguna necesidad de esforzarte para decirme esas cosas –reprendió–. Es suficiente con que hagas las cosas tan dulces que me haces.

  –No realizo ningún esfuerzo. Y las cosas dulces que te hago tienen un premio inmediato: tú correspondes a ellas todavía más dulcemente.

  Ella se sonrojó de placer, y se abrazó más a él. Gimió cuando Nicolo le deslizó una mano por la espalda.

  –Nico –le dijo al oído–, ¿podrías enamorarte de mí?

  –No estoy muy seguro. –Nicolo rió cuando ella se apartó para mirarlo sobresaltada–… Quiero decir que yo también me lo estaba preguntando, pero al revés, es decir, si tú podrías enamorarte de mí.

  –Oh, sí. ¡Ya lo creo que sí! Quiero decir que yo ya estoy enamorada de ti, Nico.

  –Hum.

  –¿Qué quieres decir con ese sonido tan tonto? –saltó ella.

  –Camelia, hay cosas… irreales en todo esto.

  –¿Qué cosas?

  –Una de ellas, tu virginidad. No es que yo sea un obseso de estas cosas, ni mucho menos. Tengo veintiocho años, y sé que la vida ofrece muchas alternativas a todas las personas, nadie está esperando que yo aparezca para empezar a amar. Por eso me ha sorprendido bastante que aún fueses virgen. ¡Y no me digas que nunca has tenido oportunidades para hacer el amor!

  –Algunas.

  –¿Sólo algunas? Está bien, aceptemos que sólo algunas. Pero lo cierto es que no las aprovechaste. ¿Por qué?

  –Porque no quería hacer sin amor una cosa que es tan hermosa con amor. Aunque soy fea…

  –Vamos, Camelia, deja ya eso, ¿quieres?

  –¿No te parezco fea?

  –En absoluto. ¡De ninguna manera!

  –Entonces, ¡te parezco guapa!

  –Espera un momento. Hay gente fea que es guapa y gente guapa que es fea. Habría que matizar lo que…

  –Eres muy cariñoso, muy tierno y muy fuerte, Nico –susurró ella, interrumpiéndole–: no lo estropees siendo embustero. Soy fea, siempre he tenido conciencia de ello, y cada vez que un hombre se me acercaba… dispuesto a hacerme el amor yo sentía que todo era una cruel mentira, y entonces me rebelaba y rechazaba la oportunidad.

  –Entiendo. Pero si en verdad no le gustabas…, ¿por qué supones tú que él te mentía cruelmente simulando que sí le gustabas?

  –Porque soy muy rica, y sólo quería mi dinero.

  Nicolo Bertuceli quedó silencioso.

  Ella cogió una de sus manos y se la puso sobre un seno.

  Sintió la mano de él tibia y deliciosa sobre su piel fría. Nico no reaccionaba, y ella saltó de sus rodillas y tiró de su mano, llevándolo hacia el lecho. Se tendió, y lo atrajo sobre ella. Se abrazó a su cuello.

  –Nico –susurró–, quiero que me ames otra vez.

  Le besó y le acarició. Luego, ella misma le guió hacia su interior de mujer, y una vez más aquella noche gimió la dulzura del grandioso placer, que aumentó cuando percibió perfectamente el de él y sintió toda su fuerza y el abrazo casi violento. El placer de ambos fue intenso, profundo, prolongado. Luego quedaron inmóviles, todavía abrazados largo rato.  De pronto, él susurró junto al oído de ella:

  –Puesto que eres rica, supongo que me pagarás bien mis servicios.

  Camelia lanzó un grito, se apartó de él, y se sentó en la cama de un salto.

  –¿Por qué has dicho eso? –exclamó.

  –He pensado que si hasta ahora has estado creyendo que todos los hombres que se acercaban a ti lo hacían atraídos por tu dinero, no tenías por qué cambiar de pensamiento con respecto a mis intenciones.

  –¿Acaso tú ya sabías que soy rica?

  –Claro que no. Pero eso no es suficiente, Camelia. Si tuvieras que hacer el amor con todos los hombres que no saben que eres rica, te pasarías el día en la cama.

  –¿Por qué con todos? –rió Camelia–. ¡Sólo tengo que hacerlo con los que me gusten!

  –Y yo te he gustado.

  –Sí. ¡Oh, sí! Pero no ha sido sólo por eso, Nicolo. Por encima de todo ha sido porque cuando te vi, cuando… cuando me miraste, pensé de ti que eras un hombre de los que no mienten. ¡Y estaba tan asqueada de tantos que mienten…! Además, me di cuenta de que eres muy hermoso, fuerte y sensible. De repente, me sorprendí a mí misma pensando que, por extraño que fuese y pareciese, estaba deseando hacer el amor contigo, pasara lo que pasara. Y se me ocurrió que no tenía por qué privarme de algo que deseaba tan ardientemente…, si tú eras sincero al aceptarme.

  –¿Y crees que he sido sincero?

  –Sí. No es posible que lo que hemos hecho juntos esta noche haya sido fingido por tu parte. ¡Dios mío, no entiendo cómo ha sido posible, pero me… me he sentido de verdad abrazada, besada, amada, poseída por ti con tanta sinceridad y deseos como yo sentía hacia ti! No lo comprendo, pero así ha sido.

  –Y evidentemente, eso te hace feliz.

  –¡Sí! –rió ella gozosamente–. ¡Muy feliz! Y quiero que me digas por qué razón también a ti te parece que esto es irreal…, dejando aparte mi virginidad.

  –Ponte en mi lugar: un modesto fotógrafo que vive en un pequeño apartamento en una callejuela de Venecia, que arrastra su vida sin pena ni gloria, y que, de pronto, se encuentra entre los brazos una sirena como tú.

  –¡Una sirena! –exclamó ella–. ¿Qué quieres decir?

  –Camelia, tú eres una sirena. Eres… la gran fantasía de un hombre, el ideal de mujer dulce, cariñosa, apasionada, cachonda, caliente, gozadora, estimulante, deliciosa, provocativa…

  –¡Te estás burlando de mí! –se enfadó Camelia.

  –En ese caso, ponme un castigo.

  –¡Desde luego que sí! ¡Te voy a castigar muy severamente!

  –Veamos. ¿Cuál es el castigo?

  –¡Que me hagas el amor otra vez!

  –Eso no es un castigo –sonrió Nico–, sino un premio. La lástima es que no sé si voy a poder cobrármelo.

  –¡Claro que sí! –rió ella–. Tú quédate quietecito así, y yo me sentaré en el trono… Pero antes te voy a hacer unas caricias, muchas caricias…

 

*     **     *

 

  Cuando llegó al hotel Bauer Grunwald eran cerca de las once de la mañana. No, no había ningún recado del señor Howards para la señora Howards; no había recado alguno para la señora Howards.

  Subió a su apartamento, abrió el armario, y eligió la ropa que se pondría para ir a comer. Tenía la sensación de que los ruidos y las voces que llegaban por el balcón eran mucho más alegres que los días anteriores.

  Se desnudó y fue al cuarto de baño.

  Se quedó mirándose en el espejo, y los recuerdos acudieron a su mente.

  Quiso pensar tan sólo en cuestiones no amorosas… Ya estaba de nuevo tratando de mentirse a sí misma. ¿Por qué llamarlas amorosas si ella sabía que eran sexuales? ¿O podían ser, simple y verdaderamente, las dos cosas? ¿Acaso el sexo y el amor no forman parte del mismo impulso hacia otra persona?

  Ella le había dicho a Nico que se había enamorado de él. ¿Le había mentido, acaso? De nuevo se trataría de que sería mentirse a sí misma. Ella sabía muy bien lo que andaba buscando… Pero lo buscaba precisamente en su doble vertiente. No buscaba sólo sexo: eso ya podía haberlo tenido en abundancia en cuanto hubiera querido, sólo tenía que pagar a cualquier gigoló… Pero Nico le había dicho que había sido sincero con ella. ¿O era ella misma quien lo había dicho?

  Sentía los pensamientos cruzándose y confundiéndose unos con otros en un torbellino agotador.

  Tenía que dejar de pensar con aquella intensidad, tenía que tomarse las cosas con más calma, estudiarlas con más serenidad y objetividad; ahora todavía se hallaba bajo la presión y la sensación de la noche absolutamente deliciosa que había pasado con Nico, tanto en lo sexual como en lo emocional.

  Oh, sí, Nico era tan… tan…

  De repente, tuvo la quemante sensación de que él estaba detrás de ella, presionándola mientras acariciaba sus pequeños pechos. Cerró los ojos, y la sensación del contacto con él fue tan intensa que parecía real. Abrió los ojos, y en el espejo vio su rostro desencajado y pálido, la boca entreabierta en un gesto ansioso. Notó el temblor en las piernas, y se apresuró a sentarse en el taburete.

  –Oh, Dios –susurró–, esto no es normal… ¡No es posible que esté deseándolo de nuevo!

  Por un instante, estuvo tentada de vestirse y salir disparada del hotel en busca de Nico, pero logró controlarse. Hacía apenas quince minutos que se habían despedido después de ducharse juntos, y habían quedado en encontrarse por la tarde en la Piazza. Si ahora ella corría a pedirle más amor sería mucho más que una sirena…, sería una ninfa… ¡Sería una ninfómana!

  ¡Cielos, ella convertida en una ninfómana!

  Este pensamiento la aterró en principio, pero casi enseguida le divirtió tanto que soltó una carcajada. Se imaginó la cara de Nico si ella lo llamaba a su apartamento:

  “–Nico, tienes que venir a mi hotel inmediatamente. 

  “–¿Qué ocurre?

  “–Me encuentro mal, Nico.

  “–¡Voy enseguida! Pero escucha, mientras tanto llama al médico del hotel para que…

  “–No creo que el médico del hotel pueda curar mi mal: ese mal sólo puedes curarlo tú…

  Sí, seguro que él terminaría por llamarla ninfómana. Pero era natural que ella se hubiera revelado ahora, a sus veintitrés años, como una ninfómana. Bien mirado…, ¿acaso no tenía derecho a serlo?

  Pero no.

  Lo de ninfómana estaba bien, pero no podía llamar a Nico, por la razón de que no quería que él supiera dónde estaba ella.

  Precisamente por eso le había mentido diciéndole que estaba en el Gritti Palace en lugar de en el hotel Bauer Grunwald. Claro que corría el riesgo de que él se enterase de la verdad si la llamaba por teléfono al Gritti, pero le había insistido en que no lo hiciera, que ella ya se iría comunicando con él si surgía algún imprevisto…

  ¿Y no era un imprevisto tener unos deseos grandísimos de hacer el amor después de toda una noche haciendo el amor?

  –Tienes que tranquilizarte, Camelia –se dijo–. Y sobre todo, tienes que ser realista. Es decir, hacerte desde un buen principio a la idea de que esto, simplemente, no puede durar…, por muchos motivos.

  Se duchó de nuevo, pues debido al calor húmedo sentía la piel pegajosa, y regresó al dormitorio, donde procedió a vestirse. Le hubiera gustado comer con Nicolo, pero no había sido posible.

  –Debo entregar las fotografías que hice ayer en la Piazza –había dicho él.

  –¿Tienes urgencia de dinero?

  –No, porque soy ahorrador y no tengo que esperar a cobrar el trabajo de ayer para comer hoy, ni mucho menos; es simplemente que el fotógrafo Nicolo Bertuceli tiene un prestigio de seriedad que quiero conservar.

  –¿Eso significa que quieres ser fotógrafo toda tu vida?

  –¿Te parece extraño…, o absurdo, o tal vez una tontería?

  –No… Claro que no. Ninguna de esas cosas.

  –Lo que no deseo ser toda mi vida es fotógrafo en la Piazza, pero sí seguir en la profesión. Tengo mis planes para el futuro, pero mientras tanto en la Piazza se aprende mucho.

  –¿Qué planes tienes para el futuro?

  Él la había llevado al cuarto donde había visto hermosas fotografías, y había leído un par de artículos escritos por Nico, de entre los muchos que él estaba enviando a revistas de arte de las ciudades más importantes de Europa. Ya le habían publicado varios artículos, acompañados de las fotos que comentaba, y un par de revistas le habían solicitado que en el futuro continuara enviándoles las fotos y los artículos que fuese preparando.

  –Quiero ser fotógrafo, pero convirtiendo la fotografía en el arte que merece el Arte, y escribir sobre el Arte y sobre la Fotografía. Lo estoy logrando, aunque lentamente. De todos modos, es lo normal: soy muy joven, y la profesión y el camino que he elegido requiere tiempo y experiencia. Pero todo va bien: iré siendo lo que quiero ser a medida que mis conocimientos me permitan serlo. Es un proceso normal. Mientras tanto, vivo bien; y cada vez viviré mejor, si es que estamos hablando en términos de riqueza, de dinero. Porque en términos de arte, en términos de profesión, de realización personal, ya estoy viviendo todo lo bien que deseo vivir.

  –Tu vida será así muy agradable, positiva y creativa, Nico.

  –Sí.

  –Pero no entiendo qué tiene que ver todo esto con las cosas que dices que se aprenden en la Piazza. ¿Qué se aprende en la Piazza?

  –Además de cuestiones técnicas, como luces, sombras, distancias y todo eso, estoy aprendiendo, sobre todo, a conocer a las personas…, a muchas personas.

  –¿Y eso qué tiene que ver con la fotografía? –se sorprendió ella–. ¿Qué necesidad tienes de conocer a las personas para tomarles unas fotos dándose besitos o con la cabeza llena de palomas?

  –Maldita sea mi estampa –se enfadó Nicolo–… ¡Camelia, tú no puedes ser una de esas personas carentes de sensibilidad! Las fotografías artísticas que envío requieren técnica y sensibilidad, por supuesto, pero todavía más sensibilidad requieren las fotografías humanas. Un fotógrafo es como un pintor, tiene que ver lo que hay detrás de unas facciones, tiene que comprender la verdad de la persona, tiene que comprender lo que fotografía, para darle a la foto el tratamiento que merece. Si no lo hace así, no es un fotógrafo, sino un “fotografiador”, como los llamo yo, o sea, un sujeto que es como una pieza más de la cámara… ¡Esto tú tienes que entenderlo!

  –No te enfades. Creo que lo entiendo.

  –El año pasado, un sujeto que vino a Venecia por negocios, estuvo en la Piazza, claro, y le hice unas fotografías. Se las llevé al hotel al día siguiente, y cuando las vio me propuso trabajar con él en Roma. ¡Imagínate, en Roma…!

  –Pero trabajar… ¿de qué?

  –De fotógrafo, naturalmente. Él tenía un estudio fotográfico en la Via Cavour, cerca de la iglesia de Santa Maria Maggiore, y me dijo que podía emplearme allí con un sueldo excelente, pues necesitaba un ayudante. Se me ocurrió que había llegado mi oportunidad, acepté, y salí disparado hacia Roma. Estuve allí quince días nada más.

  –¿Por qué? ¿Qué pasó?

  –Aquel mamarracho –Nicolo estaba en verdad enfadado– pretendía que yo dedicase el tiempo de mi vida a hacer fotos de salón a otros mamarrachos que ni siquiera sabían qué es una foto. Las luces las colocaba el patrón, me decía cómo debía preparar la máquina, cómo colocar al cliente… Y todos aceptaban la misma foto, desde la misma distancia, en la misma postura y con la misma luz… Eran fotos para enviar a la familia con un pie diciendo “mira, mamá, qué guapo estoy vestido de marinerito”. Lo envié al cuerno y volví a Venecia.

  –¡Y sigues trabajando en busca de tu verdadera oportunidad, para ser un artista famoso de la Fotografía y del Arte! –rió Camelia–. Es decir, que estás persiguiendo al Éxito.

  –En la vida todo llega para quien sabe trabajar y esperar y tiene talento. Si a mi vida has llegado tú, llegará el éxito fotográfico y artístico. 

  –¿Eso quiere decir que a mí me consideras un éxito?

  –Camelia, tú eres la mujer que nunca olvidaré.

  Al recordar esto, Camelia Howards se estremeció de placer una vez más. Él le había enseñado fotografías que tenía en otra habitación iluminada de modo especial, como una sala de exposiciones, que precisamente utilizaba para ir aprendiendo los efectos de la luz sobre fotos tomadas con diferente luz. Tenía varias cámaras, teleobjetivos, docenas de libros… De repente, Camelia se dio cuenta, precisamente ahora que ya no estaba en él, que el apartamento de Nicolo Bertuceli tenía una atmósfera especial, un encanto especial.

  Y una música especial.

  Nicolo tenía un pequeño compact con el que solía escuchar óperas y música clásica, pero tenía también algunas piezas antiguas de música bailable, “recuerdo de familia”… Al recordar cómo habían bailado, tan estrechamente abrazados, y ambos todavía desnudos, a Camelia se le erizó el vello, y tuvo la sensación de que la vida se detenía, quedaba reducida a aquel recuerdo adornado con aquel largo beso y aquellas caricias lentas de él en su espalda…

  Reaccionó, terminó de vestirse, y entonces otra idea acudió a su mente: no podría ocultarle a su marido que ella tenía un amante en Venecia. Reginald se daría cuenta. Él era muy inteligente, y por fuerza tendría que darse cuenta de que ella tenía un amante…

  Y ciertamente, no le iba a gustar.

 

 

  4

 

  –¿Una foto, signorina?

  Camelia rió al recibir la propuesta del bello fotógrafo de la Plaza de San Marcos, que se había acercado haciéndose el distraído, como si no hubiera reparado en su presencia hasta que estuvo justo frente a ella.

  –Me gustaría hacerme unas fotografías, sí –admitió la joven británica–, pero no sé cómo podrá usted hacerlas sin cámara.

  –¡Cómo! –se pasmó él–. ¿No llevo cámara?

  –Yo no la veo.

  –¡Nico! –llegó rápidamente Giorgio, mostrando gran sorpresa–. ¿Dónde has dejado la cámara?

  –La he vendido, Giorgio.

  El camarero quedó estupefacto. Luego exclamó:

  –¡Claro que no! Y si la has vendido será para comprarte otra mejor. En serio, Nico: ¿dónde está tu cámara?

  –Hoy no trabajo, así que me la he dejado en casa.

  –Aaaah… Ya. Claro. ¿Te sirvo algo?

  –No. La signorina y yo nos vamos. Giorgio: te regalo una foto tuya hecha en mi estudio si adivinas qué voy a hacer esta tarde y esta noche.

  El camarero miró un instante de reojo a Camelia, y de nuevo a Nicolo, que se echó a reir. Camelia miraba de uno a otro, y de repente dijo, por supuesto en inglés:

  –Entiendo muchas palabras de italiano, pero no siempre el sentido de la frase. Y además, habláis demasiado de prisa para mí, Nico. Pero he oído la palabra signorina. ¿Estáis hablando de mí?

  –Le estoy explicando a Giorgio cosas de amores celestiales.

  –Nico, que yo sí hablo y entiendo perfectamente el inglés –recordó Giogio.

  –Es cierto –Nico se dio una palmada en la frente–. Por tanto, hablemos todos en inglés. Y la apuesta sigue en pie: te hago una foto artística si adivinas qué voy a hacer esta tarde y esta noche.

  Camelia se sonrojó levemente. Giorgio volvió a mirarla de reojo, miró de nuevo a Nicolo, y masculló:

  –No logro adivinarlo.

  –Te voy a dar una pista: voy a hacer algo que ningún veneciano haría pudiendo evitarlo.

  –¡No! –exclamó Giorgio, simulando estar aterrado–. ¡Nico, ¿vas a ir en góndola?!

  Camelia comprendió la broma, y se echó a reir. Nicolo le tendió la mano, y ella se puso en pie. Cuando se alejaron tomados de la mano, Giorgio movió la cabeza con un gesto entre incrédulo y preocupado.

  Mientras tanto, Nico y Camelia, simplemente paseaban a pie por Venecia, recorriendo pequeñas callejuelas inéditas para la muchacha inglesa, pero en las que el fotógrafo italiano había disfrutado su infancia. Le mostró pequeños rincones sorprendentes, la llevó a pie al Ponte di Rialto, que recorrieron primero en un sentido y luego en otro. Desde la Plaza de S. Bartolomeo se desplazaron por Riva del Carbon hasta divisar la iglesia de S. Salvatore, y desde allí recorrieron la famosa Via Mercerie, la más animada de toda Venecia, llena de tiendas espléndidas que, por supuesto, esto sí, Camelia ya conocía.

  –¿Y el Puente de los Suspiros? –inquirió Nicolo–. ¿Conoces el Puente de los Suspiros?

  –¡Nico, todo el mundo conoce el Puente de los Suspiros de Venecia!

  –Todo el mundo ha “oído” hablar del Puente de los Suspiros, pero no todo el mundo lo conoce. De todos modos, ahora mismo iremos para allí. Esto aparte, lo que yo te pregunto es: ¿conoces la historia del Puente de los Suspiros?

  –Claro.

  –Pues dímela.

  –¿Tú no la conoces? –rió Camelia.

  –Tú dame tu versión sobre por qué a ese puente lo llaman “de los suspiros”.

  –Porque es el puente bajo el cual pasan todos los enamorados que vienen a Venecia, y entonces suspiran de amor.

  –No, signorina.

  –¿Cómo que no?

  –No. Ese puente comunica el Palazzo con las prisiones, y era el que recorrían todos los condenados a muerte cuando iban a ser ejecutados. Todos los juzgados y condenados a muerte en el Palazzo suspiraban despidiéndose de la vida cuando recorrían el puente, y de ahí le viene el nombre.

  –Eso no es cierto –se rebeló Camelia–… ¡Dime que no es cierto!

  –Es historia, cariño.

  –¡Eres un antipático!

  –Pero si quieres –sonrió él– esta noche pasaremos en góndola por debajo del puente y tú y yo suspiraremos de amor, de tanto amor que compensaremos al puente por todos los otros suspiros que tuvo que soportar. Suspiraremos de tanto, tantísimo amor que el puente se acordará de nosotros, y cuando le pregunten el nombre ya no dirá que es el Puente de los Suspiros, sino el Puente de Camelia y Nicolo.

  Ella se detuvo.

  Estaban en plena Mercerie, pero se quedó mirándolo como si estuvieran solos en un romántico lugar. Él le tomó el rostro entre las manos y la besó en los labios.

  Al anochecer, fueron a cenar a un pequeño restaurante cuyo propietario, cómo no, conocía a Nicolo, les proporcionó una mesita de privilegio, y les sirvió una cena deliciosa acompañada con música encantadora. Después de cenar, pasearon abrazados en una góndola por el Gran Canal, dando Nicolo toda clase de explicaciones sobre los palazzos

  –Pero hay otras explicaciones que tienes que darme, Nico –le interrumpió ella en un momento dado.

  –¿Qué explicaciones?

  –Dijiste que tengo muchas y bonitas cualidades… ¿Lo decías en serio o te burlabas de mí?

  –¿Ahora te acuerdas de eso?

  –No –rió ella quedamente–. Lo he estado recordando en otros momentos, pero en esos otros momentos prefería que hiciésemos otras cosas diferentes a hablar. Mas como ahora todo lo que podemos hacer es hablar…

  –Podemos hacer el amor, si quieres.

  –¿Aquí mismo? ¿En la góndola?

  –Sólo tenemos que dejar caer las cortinillas, y nadie nos verá.

  –Pero el gondolero…

  –Además de que está acostumbrado, es amigo mío. ¿Quieres que hagamos el amor?

  –¡Oh, sí, ya lo creo!

  Se echaron a reír los dos. Pero Nicolo vio en los relucientes ojos de Camelia aquella expresión que le hizo comprender que ella estaba dispuesta a todo. La besó en un lado del cuello, y dijo:

  –Tus muchas y bonitas cualidades son fáciles de ver para aquellos que sepan ver de verdad. Porque una cosa es mirar y otra cosa es ver…

  –Y tú, como buen fotógrafo, no sólo miras, sino que ves. ¿Qué has visto en mí?

  –¿Recuerdas que te dije que hay gente fea que es guapa y gente guapa que es fea? Lo que quise decirte es que la belleza es algo mucho más profundo que una cara bonita o unos pechos así de grandes –ella rió, nerviosa–… Algunas personas son tan encantadoras que siempre son hermosas. Otras personas, por guapas que sean, resultan repelentes. Y tú eres de las primeras.

  –O sea, una fea encantadora.

  –Yo no dije eso –rió Nicolo–: dije que eres inusualmente bonita.

  –Explícame también eso.

  –Ya te lo he explicado. Eres tan encantadora que resultas extraordinariamente bonita.  –Nico, tú me estás tomando el pelo.

  Él le hizo volver la cabeza, y la besó en la boca. Ella giró más, abrazándose fuertemente a él y correspondiendo al beso. Emitió un dulce gemido cuando él la acarició… Alrededor de ellos rugía el Gran Canal, lleno de embarcaciones de todas clases: vaporini, motoscafi, las grandes motonaves… Era todo un torbellino de ruido, de luces, de olores. Los palazzos aparecían bellamente iluminados…

  El gondolero comenzó a cantar de pronto, sobresaltando a Camelia.

 

Il mio grande amore,

per tutta la vita tuo…!

 

  –¡Cállate, Carlo! –le increpó Nico, riendo.

  –Prego!

  –¿Qué cantaba? –preguntó Camelia.

  –Decía que su gran amor es para toda la vida tuyo. Bueno, lo que quería decir es que mi gran amor es tuyo para toda la vida. Y Carlo entiende de estas cosas, después de pasear miles de enamorados por estos canales.

  Camelia se reclinó en el hombro de Nicolo, y permaneció inmóvil.

  Al llegar a Il Molo, es decir, a la parte exterior de la Plaza de San Marcos, el gondolero introdujo la embarcación bajo el Ponte della Paglia, y poco después pasaban bajo el Puente de los Suspiros, donde cumplieron el rito que habían convenido, es decir, suspiraron de amor y se besaron.

  Desde aquí, por estrechos canales interiores, la góndola se fue deslizando hasta llegar a Plaza Manin, donde los enamorados desembarcaron.

  –Ciao, Nico, felice amore! –despidió el gondolero.

  –Ciao, Carlo, felice labore!

  El gondolero lanzó un reniego, y se despidió.

  –¿Qué habéis dicho? –se interesó Camelia.

  –Él me ha deseado una feliz noche de amor y yo le he deseado una feliz noche de trabajo.

  –¡Pero Nico, eso es de sádico! –rió ella–. ¡Cómo puedes desearle que lo pase felizmente trabajando!

  –Pues que se vaya a hacer el amor, como yo.

  Se abrazaron por la cintura y subieron al apartamento de Nicolo. Esta noche eligieron a Chopin. Había luna. Camelia Howards se colgó del cuello de Nicolo apenas entraron en el dormitorio, y lo besó desesperadamente, profundamente. Él convirtió el beso en un remolino de fuego, la acarició, la estrechó contra su virilidad de tal modo que ella apartó la boca y susurró:

  –Ya, Nico… Ya, por favor.

  –Mañana iremos a Verona.

  –Sí, está bien. Mañana.

  –Me parece que no te ha impresionado demasiado.

  –Oh, sí, pero eso será mañana. Hoy…

  –Estaría bueno que una inglesa no supiera qué significado especial tiene Verona. Estoy hablando de vuestra literatura, amor mío. Y nada menos que de Shakespeare.  –Nico, por favor…

  –William Shakespeare escribió Romeo y Julieta, la más conocida e inmortal obra de amor. ¿Y dónde transcurre la acción de Romeo y Julieta? Pues, en Verona. ¿Y sabes qué podemos encontrar en Verona después de recorrer en un coche prestado todo el Veneto, pasando por verdes y hermosas campiñas?

  –¿Qué? –terminó por reír Camelia.

  –En Verona encontraremos el balcón al que Julieta se asomaba para recibir los galanteos de Romeo. Un hermoso balcón de venerable piedra… ¿Por qué me miras así?

  –Nico, si no me amas enseguida, me tiro de cabeza al canal.

  –No te lo aconsejo: tendrías que ducharte con lejía.

  Ella iba a protestar de nuevo, pero él la besó y la llevó hacia el lecho, donde cayeron abrazados. Ella ni siquiera le permitió que terminara de desnudarla. Se abrazó a él, gimió cuando lo sintió suyo, y todas sus prisas, sus impaciencias, sus ansias, desaparecieron: estaba donde quería estar, haciendo lo que quería hacer, amando como quería amar… Lo demás ya no tenía importancia.

  En aquel momento, ciertamente, Camelia Howards estaba muy lejos de pensar que su marido iba a llegar a Venecia al día siguiente.

 

 

 

  5

 

  –Signora, hoy sí –dijo el conserje, feliz por proporcionarle tan buena noticia–. Hoy sí tiene usted un recado telefónico.

  –¿Sí? –quedó como aturdida Camelia.

  –Ecco! –le tendió el hombre el papelito–. Bien escrito en inglés, signora.

  –Gracias –murmuró Camelia–… Muchas gracias.

  Tomó la llave de su habitación y el papel, y se alejó del conserje, que pareció decepcionado.

  Poco después, en su apartamento, Camelia se dejaba caer en un sillón y se quedaba mirando el papel. Hubiese preferido no leerlo, no enterarse de nada, pero, ciertamente, no era ocasión de comportarse de modo absurdo.

  Desdobló el papelito, en el que, en efecto, en buen inglés, estaba el recado: <Llegaré a las 15,20 al Marco Polo. Reginald.> Miró la hora en que había sido depositado el recado: las once y cuarto. Reginald la había llamado aquella mañana. Por suerte lo había hecho a una hora en que era perfectamente razonable que ella no se encontrase en el hotel.

  Reparó entonces en que ni siquiera se había parado a pensar en que él pudiera llamarla mientras ella estaba fuera del hotel durante toda la noche.

  Dadas las circunstancias… ¿cuál habría sido la reacción de Reginald? Se dijo que esto ya no tenía importancia, pues ese hecho no se había producido. En cambio, sí se iba a producir el hecho de su llegada.

  Llegaba en avión a las tres y veinte de la tarde.

  En su relojito de pulsera eran las doce y cinco.

  Miró el teléfono. Sabía que Nico no estaba en su apartamento, pues había ido a ver a un amigo que le prestaría el coche para ir ambos a Verona aquella tarde, recorriendo algo más de cien kilómetros de campiña italiana.

  Pero aunque él hubiera estado en su apartamento con ventana al canal… ¿lo habría llamado?

  ¿Para decirle qué?

  ¿Para decirle que la “signorina” no podía reunirse con él aquella tarde porque había llegado su marido?

  ¿Para decirle que lo que apenas había empezado debía terminar?

  ¿Para decirle que ella no tenía tantas y tan bonitas cualidades, que era una embustera, que sencillamente para ella él había sido un… pasatiempo veneciano sexualmente gratificante?

  Verano.

  El balcón de Julieta.

  Una desgraciada historia de amor.

  –Hay muchas desgraciadas historias de amor –pensó Camelia, angustiada.

  A las tres y cinco minutos de la tarde llegó en taxi al aeropuerto Marco Polo, y cinco minutos más tarde, viendo los paneles informativos, deducía fácilmente cuál era el vuelo en el que llegaba su marido, pues sólo había uno de la British ue, procedente de Londres, llegase a Venecia a las quince horas y veinte minutos.

  Casi exactamente puntual, aterrizó el avión del vuelo esperado, y a los pocos minutos Camelia veía aparecer a su marido; atlético, elegante, guapísimo, atrayendo como siempre las miradas de las mujeres. Él la vio a ella, y la saludó con la mano, con un gesto afable y casi divertido. Camelia correspondió al saludo también con la mano, y se esforzó en conseguir una sonrisa.

  En ese mismo instante vio a Georgia Masterson caminando junto a su marido, y la sonrisa se esfumó antes de haberse materializado. Sintió un vacío en el estómago, tan súbito que le pareció recibir un disparo; fue una cosa extraña, dolorosa y odiosa a la vez. Cuando Georgia y Reginald llegaron ante ella, se sentía petrificada.

  –Hola, querida –saludó jovialmente Reginald, besándola en una mejilla.

  –¿Qué tal, señora Howards? –saludó Georgia Masterson, sonriendo con una expresión que a Camelia le pareció de guasa.

  Ella no dijo nada, ni a uno ni a otra. Miró a los ojos a ambos, y permaneció en silencio. Hubiese querido borrar de la faz de la tierra a Georgia Masterson, pero esto no era razonablemente factible.

  Allá estaba de nuevo la muy eficaz secretaria de su marido: rubia, alta, de grandes ojos azules, de largas piernas bien torneadas, caderas perfectas, busto espléndido, boca jugosa y sonriente, facciones bellísimas… De las mujeres como Georgia Masterson los hombres siempre dicen que son “despampanantes”, lo sabía muy bien. O sea, todo lo contrario que ella.

  –Voy a recoger nuestros equipajes –dijo Georgia, dando media vuelta.

  Camelia la miró alejarse, y de pronto miró a su marido.

  –¿Qué hace ella aquí? ¿Tengo que encontrarla a tu lado incluso en Venecia?

  –La vamos a necesitar, para algunas cosas relacionadas con el trabajo de la oficina. En realidad, no habría podido venir hasta dentro de tres días, pero hemos logrado preparar a toda prisa unos documentos que parecía que iban a eternizarse, y por eso estamos aquí. En cuanto firmes esos documentos, Georgia se los llevará de regreso a Londres.

  –¿Quieres decir que cuando yo firme esos documentos ella regresará a Londres con ellos y tú te quedarás en Venecia?

  –Exactamente. ¿Lo estás pasando bien?

  Camelia bajó la mirada.

  –Sí… Muy bien.

  –Hace más de siete años que no he estado en Venecia. Desde mucho antes de conocerte… ¿Cómo se te ocurrió la idea de que viniéramos aquí a pasar unos días?

  –Venecia tiene fama de romántica, y se me ocurrió que… quizá lo era de verdad, y que podría… inspirar romanticismo.

  Reginald Howards se echó a reír y Camelia palideció.

  Los altavoces anunciaban la salida de un vuelo con destino a Paris. Todo estaba lleno de turistas. Seguía haciendo buen tiempo, parecía que el verano se había normalizado, que ya no iba a llover nunca más.

  –¿Quieres que vayamos a tomar un café mientras esperamos a Georgia? –propuso Reginald.

  –No… No.

  –¿Te ocurre algo?

  Camelia se quedó mirando los ojos de su marido, sin contestar. Unos ojos grandes, inteligentes, hermosos. Reginald Howards era el atleta perfecto, el triunfador, el hombre guapo y viril por excelencia. Era tan hermoso que cuando anunciaron su boda cundió el pasmo. Pero muy brevemente, porque enseguida estuvo bien claro que si un guapísimo como Reginald Howards se casaba con una fea como Camelia Waverly-Evans no podía ser por otro motivo que el dinero. El apuesto Reginald no tenía un penique, y la fea señorita Waverly-Evans tenía millones. Y no de peniques, sino de libras esterlinas. Era un pastel poco apetecible pero que endulzado con tantísimo dinero podía ser digerido…, si tan siquiera llegaba a ser comido.

  Un pastel que Reginald Howards ni siquiera había probado desde que, once meses atrás, se casara con la señorita Waverly-Evans.

  Ésta recordó la noche de bodas, que habían decidido pasar en Londres, en la mansión de los Waverly-Evans sita en el elegante distrito de Belgravia, en Eaton Square, casi a tiro de piedra de Buckingham Palace.

  Ella se había puesto el precioso y diminuto camisón de dormir, más bien una “picardía” provocativa, de color negro. Se había perfumado con <Chanel>. Había puesto una delicada y exquisita música romántica, y estaba esperando en el dormitorio del primer piso que habían elegido para ellos, y que en tiempo brevísimo ella había hecho decorar de nuevo.

  Sentía la piel fría y una sensación de ahogo que, sin duda, era emoción.

  La sola idea de que Reginald la estrechase entre sus musculosos brazos la dejaba sin aliento.

  Durante años se había estado diciendo a sí misma que era una tonta por conservar la virginidad, pero ahora se alegraba, para poder ofrecérsela a Reginald como un aliciente más.

  Es claro que a la virginidad no le daba más importancia de la que tenía, pero no había podido tolerar la idea de que un hombre la penetrase sólo por simple diversión.

  Porque el hecho de que un hombre y una mujer decidan hacen el amor impulsados simplemente por el deseo, por una vulgar pasión física del momento, era del todo comprensible. Nunca podía resultar tan emocionante, maravilloso y romántico como cuando el impulso era el único, auténtico, verdadero amor, pero sí comprensible y razonablemente gratificante, al parecer. Si se hubiera tratado de esto, sin duda habría tenido ya varios amantes o amigos, como sabía que habían hecho algunas de sus amigas –por no decir todas– antes de casarse, las cuales habían descrito maravillas sobre el amor o la simple pasión sexual que se le aproximaba.

  Pero una cosa era utilizar el sexo por placer puro y simple, cosa comprensible, y otra cosa era utilizarlo como una… diversión jocosa.

  Esa era la impresión que recibía por parte de los hombres que le hacían proposiciones: ellos no se la tomaban en serio. Estaban dispuestos a hacer el amor con ella, pero no porque la amasen, y ni siquiera para jugar con ella a fin de obtener un simple placer sexual, sino como si fuesen en busca de una experiencia insólita, como si fuese algo chocante, a ver qué pasaba acostándose con aquella fea. Igual que si dijeran “hombre, voy a hacer un experimento con estos ridículos ingredientes, a ver qué pasa”, bien entendido que lo que pasase les tenía sin cuidado, no les importaba lo más mínimo, sólo era una excéntrica diversión del momento.

  Era como si estuvieran convencidos de que ella ni siquiera tenía ni sexo ni sentimientos.

  Era horrible, humillante y repugnante.

  Pero finalmente, todo había valido la pena, porque iba a poder ofrecerle su virginidad a Reginald, su flamante marido. Era el único que merecía no ya su virginidad, sino todo cuanto ella estaba dispuesta a dar, en lo material y en lo sentimental, en cuerpo y en alma. Ni se había burlado de ella, ni le había hecho proposiciones sexuales prematrimoniales “a ver qué pasa si me acuesto con este bicho raro”, ni se le había visto en absoluto que fuese tras su dinero, como otros que lo habían intentado…

  Reginald Howards había sido tan sincero y tan directo que se había apoderado de la voluntad de ella, del corazón de ella, del sexo de ella. Camelia había comenzado a sentirlo auténticamente vivo aquella noche, anhelante por fin, dispuesto a iniciar su relación natural; mucho más natural que la abstinencia, a veces dolorosa y siempre angustiosa, a que lo había tenido sometido hasta entonces.

  Aquella noche, la noche de bodas, ella iba a entregárselo todo a Reginald, a su marido.

  Todo cuanto él quisiera.

  Pero ella estaba ya preparada, esperando en el suntuoso y confortable dormitorio recién decorado en rosa pálido y blanco, y él no subía.

  ¿Le habría ocurrido algo malo en la planta baja? Él no conocía la casa suficientemente bien todavía, podía haber tenido cualquier absurdo accidente…

  La preocupación primero y por último la alarma, movilizaron a Camelia, que bajó la amplia escalinata curvada de blanco mármol sintiendo que le temblaban las piernas.

  Aquella noche, en la mansión solamente habían quedado dos sirvientas, las cuales dormían en sendas habitaciones de la parte de atrás de la planta baja. Por supuesto, ambas permanecían en aquella parte de la mansión, y no aparecerían por allí a menos que se requiriesen sus servicios.

  Había luz en la biblioteca, y Camelia entró. La luz provenía de una lámpara de pie colocada junto a uno de los sillones, en una de las zonas para leer en completo silencio y quietud. Camelia se acercó a aquel sillón, y se quedó mirando atónita a Reginald, que leía al parecer muy absorto.

  –Reginald –musitó.

  Él alzó la cabeza, despacio, y la miró muy serio.

  –Dime, querida.

  –¿Qué… qué haces aquí?

  –Estoy leyendo.

  –Pe–pero yo te… te estaba esperando en… en nuestro dormitorio…

  –Perdona que no te haya avisado que iba a quedarme a leer un rato. Lo siento de veras.

  Camelia oía y no creía. Reginald la miraba con gesto inescrutable. Por un instante, su mirada había recorrido el cuerpo de ella tan delicadamente adornado con el camisoncito, pero sus facciones no habían expresado nada. Por supuesto que debía estar oliendo el aroma de <Chanel>, pero era evidente que esto no le impresionaba ni poco ni mucho.

  Por fin, Camelia consiguió reaccionar. Tragó saliva y murmuró:

  –¿Tardarás mucho?

  –Sí, bastante.

  –Pero Reginald –casi tartamudeó ella, lívida–…, ¡es nuestra noche de bodas!

  –Sí, lo sé, por supuesto.

  –Yo… No entiendo… ¿No quieres subir conmigo?

  –Prefiero leer.

  Camelia Waverly-Evans, reciente señora Howards, sintió como si de repente toda su sangre se convirtiera en hielo. Quedó aturdida, demudado el rostro. Nunca supo de dónde sacó fuerzas para proseguir aquella conversación alucinante.

  –¿Prefieres… leer a hacer el amor conmigo… en nuestra noche de bodas?

  –Haremos el amor cuando tú sientas amor. Espero que esto llegue a suceder algún día, Camelia.

  –¿Algún día? –exclamó ella–. ¡Ya te amo hoy…, ahora!

  –No –él se puso por fin en pie, mirándola con reproche–. Tú no me amas, querida. Tú, con tu dinero, te has comprado un marido guapo, un marido atlético, un marido muy decorativo, que podrás lucir con tus amistades. Yo sí te amo a ti, pero tú sólo has visto en mí el hermoso trofeo que tu dinero podía comprar. Y yo no soy un trofeo. Cuando te des cuenta de eso y yo sienta que me amas de verdad, no por ser el guapo admirado y deseado por otras mujeres, haremos el amor. El amor de verdad. Mientras tanto, fuera de casa haremos la comedia que quieras, pero dentro de casa, simplemente, déjame en paz… hasta que me ames de verdad.

  –Reginald –pudo apenas balbucear Camelia–, yo… yo ya te amo, te estoy amando ahora…, te… te amo con todo mi ser… ¡Dios mío, todo eso que has dicho no es cierto, no es así!

  –Yo sé que es así. Por tanto, con tu permiso, voy a seguir leyendo.

  Se sentó, y su actitud demostró con toda claridad que para él era como si Camelia no estuviese allí, de pie, mirándole aterrada, incrédula, anonadada.

  Muy despacio, Camelia dio la vuelta, y emprendió, sola, el regreso a su dormitorio decorado primorosamente en blanco y rosa, dejando tras ella un rastro de lágrimas y de <Chanel>.

  –¿Seguro que te encuentras bien?

  Camelia parpadeó, y se quedó mirando a Reginald, que la contemplaba como intrigado. Junto a él estaba Georgia, mirándola también con cierta perplejidad.

  El aeropuerto.

  Gente por todas partes, una voz anunciando la llegada de un vuelo procedente de Oslo. Se hallaba en el aeropuerto Marco Polo, de Venecia. Comprendió que durante unos segundos, o quizá un minuto, ella no había estado allí más que corporalmente, mientras con la imaginación, con la fuerza del recuerdo, regresaba a aquella inolvidable noche de bodas… en la que no había habido bodas.

  –¿Se encuentra bien, señora Howards? –se interesó también Georgia Masterson.

  –Sí, estoy bien.

  –El equipaje está ya en un taxi que nos espera –dijo la eficaz secretaria de su marido–. Cuando usted quiera podemos partir hacia Venecia.

  Camelia aspiró profundamente, asintió, y comenzó a caminar hacia una de las salidas.

  Justo en aquel instante, se acordó de Nicolo Bertuceli.

 

 

 

 

  6

 

  –¿Seguro que no la has visto, Giorgio? –insistió Nicolo.

  –Seguro, hombre. Me voy haciendo mayor, pero mi vista todavía funciona muy bien.

  –¿Qué hora es?

  –Las cuatro y veinte –suspiró el camarero–, y hace dos minutos, cuando me preguntaste lo mismo, eran las cuatro y dieciocho, y dentro de dos minutos serán las cuatro y veintidós.

  –Quedamos citados aquí a las cuatro.

  –Para una mujer, hacer esperar a un hombre “sólo” veinte minutos es de lo más normal. Quédate ahí tranquilo, te traeré un coñac. La casa invita.

  Nicolo sonrió, agradeciendo la buena intención del amigo. Poco después, saboreaba el coñac. Era una tarde hermosa, muy apropiada para la excursión que había planeado con Camelia.

  En realidad, era estupendo que Camelia se retrasara, porque así se cumplirían mejor sus planes. Le había dicho a ella que irían y volverían de Verona en la misma tarde, pero cuanto más se retrasara Camelia más base tendría él para proponerle luego que se quedaran a pasar la noche en Verona, donde conocía una fonda encantadora para una pareja de enamorados. A ella, tan apasionada pero al mismo tiempo tan romántica, le gustaría muchísimo la proposición, estaba seguro.

  Nicolo todavía seguía asombrado por la sorprendente vitalidad sexual de Camelia.

  ¡Vaya si le gustaba hacer el amor…!

  ¿Cómo era posible que una mujer tan ardiente, tan decidida y sinceramente sensual, tan cachonda en una palabra, hubiera llegado virgen a su edad?

  Enigmático en verdad, pero indudablemente cierto. Hay cosas que no se pueden fingir. Se pueden fingir amores, orgasmos, celos, jaquecas y risas, pero hay cosas que no se pueden fingir, y una de ellas es la virginidad. La virginidad, o se conserva o no se conserva. Punto. Desde luego, era la primera turista virgen que encontraba en su no poco dilatada experiencia en Venecia.

  Pero no era esto lo único sorprendente en Camelia…

  Decidió no calentarse más la cabeza, por el momento. Ella se estaba retrasando, pero, en efecto, esto sería un buen pretexto para quedarse ambos en Verona. Y al día siguiente podrían regresar a Venecia sin prisa, deteniéndose ahora en Vicenza y Padova, y en pequeñas localidades pintorescas como Montebello, Altavilla, Gamisano…

  A las cinco menos veinte, Nicolo Bertuceli comenzó a ponerse sombrío. A las cinco, su expresión era hermética. Giorgio, que le había estado dirigiendo preocupadas miradas de reojo mientras servía café y otras bebidas a los interminables visitantes de la Plaza de San Marcos, se le acercó a las cinco y diez.

  –Nico –murmuró.

  –Ya sé, ya sé –lo miró muy tranquilo el fotógrafo–. Ella no va a venir.

  –Me parece que no. Y no servirá de nada que la llames.

  –Ya la he llamado antes, pero me mintió.

  –¿Cómo, que te mintió?

  –Se resistió mucho a decirme en qué hotel estaba alojada, y cuando por fin la convencí para que me lo dijera, me pidió que no la llamase salvo que fuese una verdadera emergencia. Cuando la he llamado al Gritti, me han dicho que allí no hay alojada ninguna signorina llamada Camelia Waverly-Evans.

  –Ya.

  Nicolo movió la cabeza, y murmuró:

  –Supongo que a estas horas está de regreso en Londres…, si es que es allí donde vive.

  –Estas cosas ocurren, Nico.

  –Está bien, me equivoqué. Pero todos nos equivocamos alguna vez, ¿no es cierto?

  –Lo que me pregunto es por qué pensaste que ella era diferente –movió Giorgio la cabeza–. Es una turista inglesa, como todas las turistas inglesas… y las que no son inglesas. Vienen a Venecia, juegan, gozan, y se van. Y detrás de ellas sólo dejan mentiras.

  –Es cierto. Pero también es cierto que a su vez ellas sólo se llevan mentiras, Giorgio.

  –Claro. Ya sé que eres mayorcito, Nico, pero… ¿me permites que te dé un consejo?

  –Puedo escucharlo –sonrió el fotógrafo.

  –Cuando el otro día te llamé para decirte que ella quería saber dónde encontrarte fuera de horas de trabajo, lo hice más que nada para que lo supieras; no esperaba que me indicaras que le diera tu dirección, porque tú ya sabes que el mejor sistema es siempre ir al hotel de ellas, o a cualquier otro sitio, nunca a tu casa. Eso es muy peligroso, pues ellas saben dónde encontrarte, y algunas se ponen a veces muy pesadas.

  –Me pareció que esta no era peligrosa. Y ya ves que no lo ha sido. Apareció, desapareció…, y si te vi no me acuerdo. Lástima, porque la de hoy era una bonita excursión.

  –Entonces –rió Giorgio– ¡ella se lo ha perdido!

  –Sí –sonrió el bello Nicolo Bertuceli–. Bueno, iré a devolverle el coche a Antonino.

  –Estoy seguro de que si te das una vuelta por la Piazza encontrarás otra turista para sustituir en el viaje a Verona a la signorina inglesa.

  –Seguro que la encontraría. Pero no me apetece demasiado en estos momentos. Hasta mañana, Giorgio.

  –Ciao, Nico.

  Éste se alejó por entre las mesas, todavía dirigiendo miradas alrededor pese a que ya no podía estar más claro que la signorina no iba a aparecer por la Piazza.

 

*     **     *

 

  –Está bien –pareció resignarse finalmente Reginald–, no iremos a la Plaza de San Marcos. Pero dime adónde te apetece ir.

  –A ninguna parte –murmuró Camelia–. Había pensado que podíamos quedarnos aquí los dos.

  –¿Con qué objeto? Yo no he venido a Venecia para encerrarme en un hotel, querida.

  –Este no es un sitio corriente, Reginald.

  –¿Por qué no? Es un hotel, ni más ni menos.

  Camelia miraba fijamente a su marido. El balcón estaba abierto, y se oía y se olía Venecia. En los pocos días que llevaba allí sola, y especialmente en las horas que había dedicado a pasear con Nicolo, había comprendido en qué consiste esa sensación profunda que causa Venecia, y que consiste en muy buena parte en las impresiones olfatorias y ópticas. Muchas ciudades, incluso ciudades más hermosas que Venecia, pueden ser confundidas unas con otras, porque sus ruidos y sus olores son iguales o muy parecidos.

  Pero Venecia, no.

  Venecia es Venecia, y quien ha estado en ella ya nunca la confunde con ninguna otra ciudad.

  –Sí –murmuró por fin Camelia–, es sólo un hotel.

  Reginald asintió, buscó su portafolios, y recordó que lo había puesto en el armario. Abrió éste y del portafolios sacó unos documentos que dejó encima de la tapa. A un lado del portafolios vio el sobre, y aunque convencido de que no se había salido de su portafolios, lo puso dentro de éste. Pero no, aquel sobre no era de él, seguro. Lo cogió de nuevo, alzó la solapa, y retiró las fotografías.

  La primera foto que vio de Camelia mostraba a ésta en el plano cercano y con los ojos vueltos hacia el cielo.

  –¿Qué es esto? –se sorprendió.

  Camelia se acercó rápidamente, y se mordió un instante los labios, mientras se recriminaba su descuido.

  –Nada –dijo con voz neutra.

  –Bueno, por lo menos son unas fotos, ¿no? –se volvió él a mirarla con expresión burlona.

  –Sí… Claro.

  Él volvió a mirar las dos fotos especiales. Luego fue mirando las restantes, despacio. Estaba como desconcertado.

  –Son muy buenas –murmuró.

  –Son unas simples fotos de fotógrafo callejero.

  –Nada de eso.

  –Me las hizo un fotógrafo en la Plaza de San Marcos.

  –No dudo eso. Pero estas fotos no son ni simples ni propias de fotógrafo callejero.

  –Se tomó mucho interés, desde luego.

  –No basta tomarse interés. Hay que saber. Hay que tener sensibilidad. Yo puedo tomarme todo el interés del mundo en pintar como Picasso, pero eso no significa que pueda lograrlo.

  –Ya te comprendo. Bueno, debe de ser un buen fotógrafo, eso es todo.

  Reginald volvió a mirar las dos fotografías que mostraban en primer plano el rostro de Camelia. Movió la cabeza en un gesto todavía admirativo y como perplejo, guardó las fotos en el sobre, y dejó éste dentro del armario. Cogió el sobre que contenía los documentos y lo mostró a Camelia.

  –Aquí tienes, todo debidamente revisado por tu gran hombre de confianza y querido amigo de toda la vida, el perspicaz, desconfiado y vejestorio Sir Arnold Cunningham, el gran abogado del imperio Waverly-Evans y de otros grandes estamentos de la riqueza británica. Me los hizo retocar yo qué sé cuántas veces, pero al fin quedaron a su gusto. Cuando quieras, los firmas.

  –No tengo ganas de firmar nada ahora, Reginald.

  –Pues en un momento u otro lo tendrás que hacer –dijo él–. Son los inconvenientes de no haberme dado plenos poderes con anterioridad a este acuerdo. ¿Crees que te representaría mucho esfuerzo firmarlos ahora?

  –Como tú bien has dicho, esto es sólo un hotel –deslizó ella, mirándole fijamente–… Pero yo añadiría que es un lujoso y encantador hotel de Venecia muy apropiado para pasar una inolvidable luna de miel, no para trabajar ni hablar de negocios.

  –Me parece que tienes razón –sonrió Reginald–. Y se me ocurre una idea: firma esos papeles, nos vamos a dar un paseo, y así, cuando regresemos esta noche, ya no tendremos que pensar en nada que no sea la luna de miel.

  –Los firmaré mañana, después de leerlos.

  –¿Qué quieres decir? –frunció el ceño Reginald.

  –Nada –se sorprendió ella–. Nada especial. Es natural que los lea antes de firmarlos, ¿no te parece? En cuanto a la luna de miel…, ¿por qué esperar a la noche? Reginald, no vas a encontrar ahí fuera nada que valga más que nosotros dos.

  –Querida, son las cinco y media de la tarde.

  –Una hora deliciosa para hacer el amor.

  Reginald Howards alzó las cejas, entre sorprendido y divertido.

  –De manera que ya has decidido que realmente me amas –murmuró.  –Ya te dije desde el principio…

  –Espera un momento. Acabo de llegar de viaje después de unos días muy duros en Londres atendiendo tus negocios diversos, tan bien repartidos en todo el mundo, ese imperio compuesto por varias empresas que levantó tu familia y del cual tú eres única heredera…, y en el cual no trabajas, pero sí lo disfrutas. Yo sí trabajo, y mucho. Y como te decía, acabo de llegar a Venecia, cansado y tenso por el esfuerzo de los últimos días, dispuesto a relajarme, a descansar… ¿Qué me encuentro al llegar? Pues, me encuentro una jovencita desocupada y aburrida que quiere llevarme inmediatamente a la cama para pasarlo estupendamente con su trofeo. Camelia: ni aprendiste la lección de la primera noche, ni la de los meses que le siguieron, ni aprenderás la de hoy, ni aprenderás nunca nada que no sea procurarte tus caprichos y tus goces. Ni siquiera te das cuenta de que me estás tratando como… como a un objeto a tu disposición.

  –No he pretendido nada de eso –jadeó ella, lívida.

  –No sé lo que pretendes, pero sí sé lo que no pretendes: respetarme como hombre en lugar de tratarme como a un gigoló.

  –¡Reginald, eso no es cierto en modo alguno!

  Reginald Howards se acercó a la puerta del dormitorio, la abrió, y miró muy serio a su esposa.

  –Si quieres venir a dar un paseo conmigo, bien; si no quieres venir, ahí te quedas. ¿Me he explicado?

  Ella no contestó; no reaccionó en modo alguno.

  Reginald estuvo esperando unos segundos; luego, sencillamente, se marchó.

  Camelia se sentó lentamente en el borde de la cama, donde permaneció no menos de un par de minutos, absorta. Reaccionó por fin, y descolgó el auricular del teléfono, pidiendo comunicación con el teléfono particular de Sir Arnold Cunningham en Londres, rogando que insistieran hasta lograr el contacto con la persona solicitada en ese número.

  El contacto no se produjo hasta casi media hora más tarde.

  –Camelia, cariño, perdona –sonó la inconfundible voz de resonancias gruñonas de Sir Arnold–, pero he llegado un poco tarde a casa… ¿Cómo estás?

  –Muy bien. Sí, de verdad, estoy muy bien.

  Hubo un silencio de extrañeza al otro lado de la línea.

  –¿Estás tratando de decirme algo especial, Camelia?

  –Ya hablaremos a mi regreso a Londres.

  –Comprendo. Bien, supongo que ya tienes ahí a tu marido.

  –Sí. Me ha traído los documentos arreglados por usted. Supongo que no hace falta que los lea antes de firmarlos.

  –Desde luego que no –rió socarronamente el eminente abogado–… ¡Siempre y cuando sean los documentos de cuya redacción final me encargué personalmente! ¿Los tienes a mano?

  –Sí. Un momento –Camelia se acercó a coger el sobre, y sacó los documentos–… Aquí están.

  –Léeme las líneas cuarta y vigésima de cada página.

  –Muy bien.

  Camelia fue leyendo lo indicado hasta la última página.

  –Perfecto. Esos son mis documentos. Fírmalos, y dáselos a firmar a él para que los presente como idea e iniciativa suya. Y no te preocupes por nada: todo va bien.  –Yo creo que no, sir Arnold.

  –Deja de preocuparte. ¿Cómo está Venecia?

  –Maravillosa.

  –¿De veras? ¿Quieres decir… especialmente maravillosa?

  –Voy a regresar pronto a Londres. Le visitaré en su casa, sir Arnold.

  –De acuerdo, de acuerdo.

  –Adiós.

  –Adiós, Camelia.

  Ésta colgó, se quedó mirando los documentos, volvió a colocarlos en el sobre sin firmarlos, y los dejó encima del portafolios de Reginald. De repente, se preguntó adónde debía de haber ido su marido, en qué parte de Venecia se hallaba paseando, o tomando una copa, o…

  De repente, Camelia decidió hacer una visita.

 

*     **     *

 

  Cuando sonó la llamada a la puerta de la habitación que ocupaba la señorita Masterson, ésta y el señor Howards estaban en pleno abrazo amoroso, ambos completamente desnudos sobre la cama. Fue una llamada tan inesperada e inoportuna que ambos perdieron por un instante el ritmo respiratorio… y amatorio.

  Fue como un brevísimo cortocircuito. Acto seguido, ambos terminaron el abrazo, apasionadamente. En la musculosa espalda de Reginald Howards destacaban las blancas y bonitas manos de la señorita Masterson, con las uñas lacadas en un precioso tono rosado. Unas uñas que la pasión, el placer, hacían hundirse en la carne del hombre.

  Los dos suspiraron, Georgia emitió un entrecortado gemido, y se produjo la relajación tras la gozosa tensión.

  La llamada a la puerta se repitió.

  Un segundo más tarde, Reginald Howards se apartó rápidamente de su secretaria y se sentó en un lado de la cama. Ella le miró medio enfadada, pero no tuvo más remedio que adaptarse rápidamente a la situación. Saltó de la cama, y se acercó a la puerta.

  –¿Quién es?

  –Soy Camelia Howards, señorita Masterson –sonó la voz de Camelia al otro lado de la puerta.

  Georgia respingó, y se volvió a mirar con ojos desorbitados a Reginald, que se había puesto en pie de un salto, acercándose inmediatamente al sillón donde había dejado sus ropas.

  –Un momento, por favor, señora Howards –acertó a decir Georgia.

  Reginald recogió sus ropas, y corrió al cuarto de baño. Georgia entró con él, abrió el grifo de agua caliente de la bañera, cogió el albornoz, y, mientras se lo ponía, corrió a abrir la puerta de la habitación. Cuando lo hizo, todavía estaba poniéndose el albornoz, pero, por supuesto, Reginald había cerrado la puerta del cuarto de baño, permaneciendo dentro.

  En el rostro de Camelia apareció un gesto de consternación al ver a Georgia poniéndose el albornoz.

  –Ah, lo siento –se disculpó–… Perdone que…  –Pase, señora Howards, y no se preocupe –sonrió la hermosísima y espléndida rubia–. Me disponía a bañarme, pero no es algo que corra prisa, naturalmente. Tenga la bondad de pasar.

  –Gracias.

  Camelia entró en la habitación, por fin. Era espaciosa y confortable, y ciertamente de la categoría que correspondía al hotel Bauer Grunwald, pero era una habitación individual, no una suite; constaba naturalmente de baño, un amplio pasillo, el dormitorio con cama, buró, armario empotrado, y un rincón con tresillo y un pequeño bar; una ventana, cerrada en aquel momento, daba a un lateral del hotel.

  –Estaba un poco cansada del viaje y del exceso de trabajo de los últimos días –explicó Georgia–, así que he dormido un par de horas.

  Camelia miró un instante la revuelta cama, y asintió con gesto amable.

  –Espero que se encuentre más descansada.

  –Sí, por supuesto. Siéntese… ¿Va a venir el señor Howards?

  –No. Ha salido a dar un paseo, a distraerse un rato antes de la cena.

  –Lo comprendo. Hemos trabajado mucho la última semana. Siéntese, por favor. Y discúlpeme: voy a cerrar el grifo de la bañera.

  Georgia entró en el cuarto de baño.

  Camelia no se sentó; permaneció de pie, mirando con gesto inescrutable el revuelto lecho. Apartó enseguida la mirada, como quien rechaza ideas y pensamientos poco agradables, y caminó hacia la ventana dispuesta a echar un vistazo al canal… Al pasar cerca de los pies de la cama, miró hacia el lado de ésta que hasta entonces no había visto, y vio los zapatos masculinos sobre la alfombra.

  Camelia se detuvo en seco, mientras su rostro sufría una crispación. Se repuso rápidamente, y fue a apostarse ante la ventana. En el cuarto de baño ya no se oía el rumor del agua cayendo en la bañera. Camelia se volvió, miró de nuevo los zapatos masculinos, y fue a sentarse en uno de los sillones, desde donde no veía los zapatos.

  Georgia Masterson salió a los pocos segundos, recogiéndose el cabello.

  –Si llego a tardar más en cerrar el grifo, tenemos que salir nadando –dijo en plan simpático; se sentó cerca de Camelia–. Bien, dígame en qué puedo servirla, señora Howards.

  –Yo supongo –dijo casi abruptamente Camelia– que usted debe de pensar que no la trato con la… confianza y afabilidad que una esposa debería utilizar con la secretaria de su marido.

  Georgia Masterson dejó su mirada fija en los ojos de Camelia. Luego, despacio, asintió con la cabeza, y murmuró:

  –Sí, pero usted no tiene ninguna obligación de ser simpática conmigo. Es cortés, y eso es suficiente.

  –Esto que voy a decirle es un poco violento para mí… No estoy acostumbrada a pedir disculpas.

  –¿Disculpas? –se pasmó la rubia secretaria.

  –En realidad, todo es debido a los celos –Camelia sonrió como quien intenta disculparse a sí misma–. Espero que lo comprenda… Reginald es un hombre muy atractivo, usted es muy bonita, se pasan el día uno juntos…, y ahora, ya ve, han venido juntos a Venecia. Además de todo esto, yo no soy precisamente una belleza, así que… me están devorando los celos.

  –Créame que lo siento –murmuró Georgia, que estaba lívida–, pero le aseguro que su marido y yo no…

  –Eso ya lo sé, querida. Sé perfectamente que todo es culpa mía, culpa de mi inseguridad, de mi amor por Reginald. Sé muy bien que ni usted ni él pueden ser tan infames. Es por eso que he venido a pedirle disculpas… y un favor.

  –¿Usted a mí… un favor?

  –Sí.

  –Espero poder complacerla.

  –Usted conoce mejor que yo todos los movimientos de mi marido en Londres, sus llamadas telefónicas, sus citas, sus reuniones… Ya le he dicho que tengo muchos celos. Y he pensado que en lugar de sentir celos de usted, podríamos convertirnos en aliadas, en mutuo beneficio.

  –No comprendo.

  –Bueno, yo quería preguntarle si usted conoce… alguna relación de mi marido con otras mujeres que…

  ¡Señora Howards!

  –Sí, ya comprendo que una secretaria no puede traicionar a su jefe…

  –¡No hay nada que traicionar!

  –¿De verdad? –la miró ansiosamente Camelia– ¡Lo estoy pasando tan mal! Quizá no tendría que decirle a usted estas cosas, pero puesto que he decidido que seamos amigas creo que debo ser sincera: mi marido no me… atiende como yo tanto deseo, y finalmente, después de tiempo y tiempo, por fuerza he tenido que pensar que tiene otra u otras mujeres con las que… expansionarse.

  –Aunque usted estuviera en lo cierto, y yo estuviera enterada de una cuestión tan personal de Reginald, no podría facilitarle esa información, señora Howards. ¡Usted tiene que comprender esto!

  –Sí, ya… Es que me estoy volviendo loca. Fíjese, por ejemplo, en ese asunto en el que ustedes han estado trabajando tanto, en ese contrato en cuya redacción les ha ayudado sir Arnold Cunningham. Si yo firmo ese contrato, Reginald dispondrá de mucho más poder en todos los sentidos que hasta ahora dentro de mi grupo de empresas. Yo sé que él se lo merece, que ha trabajado mucho, que tengo que permitirle demostrar a todos y a sí mismo que es mucho más que el simple marido guapo de la heredera de los Waverly-Evans… Pero me estoy resistiendo a hacerlo, y casi estoy decidida a no hacerlo.

  –¿Por qué? –se sobresaltó Georgia.

  –Porque estoy resentida con Reginald. Él me trata de un modo que… me está convenciendo de que no me ama ni siquiera ese poquito con el que yo sueño. Ya sé que mi comportamiento es ruin, pero no puedo evitarlo, ese resentimiento me está convirtiendo en una miserable; quiero… ¡yo qué sé!… vengarme de él, y una de las maneras que tengo de hacerlo es no firmar esos documentos. ¿No es un comportamiento odioso y miserable por mi parte?

  –Pues… Bueno, creo que sí, señora Howards.

  –Sólo dígame si sabe alguna cosa de mi marido que justifique el que esté tan alejado de mí. Sé que usted no es la causa, pero podría ser otra persona, y yo quiero saberlo, para poder… defenderme de una manera o de otra.

  –Señora Howards, le juro que no sé nada de todo esto. Pero si me permite decírselo, usted está juzgando muy mal a Reginald.

  –¿De verdad lo cree así? –se iluminó el rostro de Camelia– ¡No sabe lo feliz que me hace, querida! Entonces, claro, se trata simplemente de que él no me ama. Sí, ya comprendo… El hecho de que no me ame a mí no significa que tenga cosas que ocultar por ahí. ¡Oh, Dios mío, no sé qué hacer…!

  –Ante todo, debería tranquilizarse –sonrió cariñosamente Georgia Masterson, cogiéndola por las manos–. Vamos, sea animosa. Piense que todo esto son sin duda imaginaciones suyas, y en muy buena parte el exceso de trabajo por parte de su marido. Pero ahora están en Venecia los dos, y en cuanto yo me vaya con los documentos estarán solos, sin nada en que pensar salvo en ustedes mismos… ¡Ya verá cómo Reginald corresponde a todos sus deseos en cuanto se dé cuenta de que dispone de todo el tiempo que quiera para dedicárselo a usted!

  –Ay, Georgia, querida…, ¡ojalá sea así! Oh, bueno, puedo llamarla Georgia, ¿verdad? ¡Y usted llámeme Camelia, naturalmente! Pero no le diga a Reginald lo que hemos hablado… ¡No quiero que él sepa que soy tan miserable!

  –Pierda cuidado –rió la rubia–. Y viva tranquila. En lo que a mí respecta, y dejando aparte que siento un gran afecto por Reginald como jefe y amigo, le aseguro que lo que más deseo en estos momentos es hacerme cargo de esos documentos y regresar a Londres…, aparte de tomar un baño caliente, claro.

  –Sí. ¡Oh, es verdad, el baño, y yo la estoy molestando…!

  –Claro que no –volvió a reir Georgia.

  –Sí, sí –Camelia se puso rápidamente en pie–. ¡No sabe cuánto me alegro de haberme decidido a hablar con usted, Georgia! Ya nos veremos a la hora de la cena, ahora voy a ver si encuentro a Reginald por ahí… ¡No le diga nada de lo que hemos hablado!

  –Descuide.

  Georgia acompañó a Camelia a la puerta, donde se despidieron como buenísimas amigas. En cuanto hubo cerrado la puerta de la habitación, Georgia entró en el cuarto de baño, donde Reginald, sentado en el taburete de plástico, tenía el ceño fruncido y una sarcástica sonrisa en los labios.

  –Supongo que lo has oído todo bien.

  –Desde luego.

  –Esa pobre estúpida está loca por ti. ¡Y desde luego, si no termina por conseguir lo que quiere te vas a quedar sin esa firma, estoy segura de que lo haría!

  –No te preocupes. Conseguiré que esa escoba vestida firme todo lo que yo quiera. ¡Y en cuanto haya firmado…!

  Se quedaron mirándose, ocupada su imaginación con sueños y planes que ya estaban muy bien definidos. De pronto, Georgia lanzó una exclamación.

  –Será mejor que salgas de aquí cuanto antes. Yo tomaré un baño… Procura encontrarla a ella por ahí, para que crea que, en efecto, has estado paseando. Ya nos veremos a la hora de la cena.

  Reginald asintió, se puso en pie, y abrazó a Georgia deslizando las manos por debajo del albornoz. Ella rió gozosamente, y él sofocó su risa con un beso en la boca que se fue prolongando. De pronto, Georgia, percibiendo la reacción masculina tan evidente, se apartó de él, riendo.

  –¡Nada de eso otra vez! Ve a buscar a esa boba. ¡No me extrañaría nada que fuese tan vulgar de estar buscándote en la Plaza de San Marcos…!

 

 

 

  7

 

  Giorgio la vio acercándose decididamente a él, y comprendió que no tenía escapatoria. De nada le serviría meterse dentro del Café y esconderse, de nada le serviría esconderse y esperar. Ella no tenía ninguna intención de ocupar una mesita y pedir café o cualquier otra cosa: había acudido allí en busca de él, eso era todo, y era inútil intentar eludir el asunto.

  –Giorgio, ¿dónde puedo encontrar a Nico? –llegó preguntando Camelia, sin rodeos.

  –Creía que ya se había marchado de Venecia, signorina.

  –Pues no me he marchado de Venecia. Estoy aquí, y eso es evidente. ¿Dónde está Nico?

  –¿Desea una mesa, signorina? Le buscaré…

  –No deseo una mesa. No deseo nada. Me has entendido perfectamente: sólo quiero que me digas dónde puedo encontrar a Nico.

  –Si no está aquí trabajando debe de estar en su apartamento.

  –No está en su apartamento. Ya he estado allí, y si no ha contestado a mis llamadas es que no está.

  –Entonces no sé. Perdone, signorina, me llaman de aquella mesa…

  Intentó alejarse, pero ella le sujetó por un brazo. Había en su rostro una expresión tal de determinación que Giorgio no podía dejar de percibirla.

  –Giorgio, quiero que me digas dónde está.

  –No lo sé, signorina. Él estuvo antes esperándola a usted para ir a Verona, tal como habían convenido, pero usted no vino, y Nico se fue a devolver el coche que había pedido prestado a un amigo.

  –De acuerdo. Perfecto. ¿Dónde vive ese amigo suyo?

  –No lo sé.

  –Giorgio…

  –¡Le juro que no lo sé, signorina! Sólo sé que se llama Antonino. Él trabaja en el párking de Piazzale Roma, y siempre le consigue un coche a Nico cuando éste lo necesita… ¡No sé nada más!

  Camelia miraba con mucha atención los ojos de Giorgio.

  –¿Qué dijo Nico cuando yo no me presenté?

  –Él no habla mucho de sus cosas… Lo vi por aquí, me comentó lo del viaje a Verona, y luego me dijo que usted ya no iba a venir y que se iba a devolver el coche a Antonino. Los dos pensamos que usted ya no estaba en Venecia.

  –¿Por qué pensasteis eso?

  –Bueno, signorina, esas cosas pasan en Venecia, y en otros sitios como Venecia. Vienen personas simpáticas, hacen amigos, y luego regresan a sus países, a sus casas. Es muy simple.

  –Sí, tienes razón. Entonces… ¿de verdad no sabes dónde puedo encontrar ahora mismo a Nico?

  –Le he dicho lo que sé, de verdad.

  –Está bien. No sé si podré volver por aquí, ni sé si podré llamar a Nico esta tarde o esta noche. Si tú lo ves, dile que le llamaré en cuanto me sea posible. ¿Lo harás, Giorgio?

  –Sí, signorina, cuente con ello. ¿Puedo yo ayudarla en algo?

  Camelia iba a contestar cuando vio aparecer a Reginald en la Piazza, procedente del hotel Bauer Grunwald, mirando a todos lados. Sin pensárselo dos veces, la joven tomó de un brazo a Giorgio y casi le hizo correr hacia el interior del Café. Cuando entraron en éste, lanzó un suspiro de alivio, y señaló una mesita desocupada al fondo.

  –Tomaré un aperitivo allí –dijo.

  Todavía con el corazón latiéndole desacompasadamente, fue a sentarse a la mesita. Giorgio le pasó el pedido a uno de sus compañeros, y volvió al exterior…, casi cruzándose con Reginald, que entraba con expresión de incertidumbre, buscando con la mirada. Al ver a Camelia, sonrió y se acercó.

  Se sentó a su lado, y la besó cariñosamente en un lado de la boca.

  –Acabas de entrar, ¿no es cierto? –dijo.

  –Sí… Sí.

  –Te vi de lejos hablando con uno de los camareros, pero no estaba seguro de que fueses tú. ¿Has pedido alguna cosa?

  –Un aperitivo.

  –Bien. Pediré lo mismo –rió de aquel modo encantador–. Supongo que después de estos días en Venecia sabes cuál es el aperitivo más adecuado.

  –No. Pido un aperitivo, y el camarero me trae el que él prefiere. Pero siempre es muy agradable… No esperaba encontrarte, creí que estarías lejos de la Piazza.

  –Decidí volver, por si te encontraba –Reginald le acarició la mano que ella tenía sobre la mesa–. A fin de cuentas, he venido a Venecia para estar contigo, cariño. Perdona lo de antes. Realmente, estaba un poco crispado.

  –¿Y ya te has tranquilizado?

  –Por supuesto. Este rato paseando entre canales me ha hecho mucho bien.

  Ella asintió. El camarero compañero de Giorgio llegó con el aperitivo para Camelia, y Reginald pidió lo mismo para él…, mientras su esposa, con disimulo, ladeaba la cabeza y bajaba la mirada para observar con atención sus zapatos. Es claro, en el mundo puede haber miles de zapatos del mismo modelo y color, pero ya habría sido la gran casualidad de la vida que la señorita Masterson nada más llegar a Venecia se echase un “novio”, se metiese con él en la cama, y ese novio calzase zapatos idénticos a los que llevaba ahora Reginald Howards.

  –¿Te ocurre algo? –oyó la voz de Reginald.

  Lo miró y sonrió.

  –No. Me he quedado encantada, pensando eso que has dicho de que has venido a Venecia para estar conmigo.

  –¿Qué es lo que te sorprende? –alzó él las cejas.

  –Recuerdo muy bien las palabras que me dijiste hace apenas hora y media, Reginald, y francamente…

  –Olvídalas. Por favor, olvídalas –él le pasó la mano por la nuca, atrajo su rostro, y la besó suavemente en los labios–… Quiero que nuestra estancia en Venecia sea el principio de algo… importante y hermoso para nosotros, algo que cambie nuestras vidas.

  Ella no dijo nada.

  Miraba sus ojos.

  Recordó las palabras de Nico como si las estuviese oyendo en aquel mismo instante:

  “–En los ojos de las personas está reflejada su alma. En realidad, los ojos de la persona lo expresan todo sobre esa persona, no importa del color que sean y la belleza aparente que haya en ellos. En cualquier caso, yo diría que los tuyos son de color violeta.”

  Los ojos de Reginald eran castaños, de un tono claro. Eran unos ojos hermosos, inteligentes, vivos. Pero Nico tenía razón: cuando uno aprende a mirar, en los ojos de una persona ve todo cuanto se puede ver y saber de esa persona, no importa su color ni su belleza aparente.

  Pero hay que saber mirar, sin apasionamiento, sin ofuscaciones, con realismo.

  Y eso, a veces, cuesta mucho aprenderlo.

  –Daría cualquier cosa por saber qué estás pensando –dijo Reginald, acariciando su barbilla.

  Ella sonrió.

  –Pues no pienso decírtelo.

  –He dicho cualquier cosa –repitió él, con intención.

  –Querido, ya soy una mujer muy rica –dijo ella, como quien sigue una broma–… ¿Qué podrías ofrecerme que yo no pueda comprar con mi propio dinero?

  –No siempre el dinero lo compra todo. Precisamente, a veces, el dinero estropea cosas que sin él podrían ser muy hermosas.

  Tras decir esto, Reginald volvió a besarla en los labios. Camelia sentía las manos frías y aquel vacío doloroso en el estómago, aquella sensación de no pertenecer a este mundo, al mundo que no le gustaba.

  Al desviar la mirada hacia la puerta del Café, vio a Giorgio, que estaba detenido allí, paralizado por la sorpresa, o quizá por el simple desconcierto. Al verse mirado, Giorgio reaccionó, y apartando la mirada de Camelia se acercó al mostrador.

  Camelia volvió a mirar los ojos de Reginald.

  Sabía que aquellos ojos estaban mintiendo.

  Sabía que cuando ella había ido a la habitación de Georgia Masterson para hacer su propio juego, su marido estaba allí, es decir, por supuesto escondido en el cuarto de baño…, a menos que hubiera cometido la vulgaridad aún más indigna de meterse debajo de la cama.

  –Tienes razón –dijo por fin–: a veces el dinero sólo sirve para deteriorar la vida. A mí, desde luego, no me ha servido demasiado para ser feliz.

  Reginald se echó a reir.

  Tiempo atrás, cuando él reía de aquel modo tan viril, tan acogedor, Camelia había sentido escalofríos que habían penetrado hasta el último rincón de su cuerpo ansioso de sensaciones mucho más gratificantes que aquellos escalofríos. Pero siempre se había tenido que conformar con los escalofríos.

  –Yo diría –deslizó Reginald, acaricando ahora su garganta con un dedo– que no eres de las personas que pueden quejarse de la vida.

  –No me quejo de la vida. Quiero decir que no me quejo de lo que tengo, sino de lo que no tengo. Ya sé que esto es muy vulgar, pero lógico, ¿no te parece?

  –Sí. Veamos: ¿qué es lo que no tienes?

  –Reginald, por favor… No quiero hablar de eso.

  –De acuerdo –él volvió a besarla, y de nuevo los estaba mirando Giorgio–, vamos a dejar ese tema para después. Hablemos de cualquier otra cosa… ¿De qué te gustaría hablar?

  –Del Arte y de Venecia.

  –Del Arte y de Venecia –se pasmó Reginald–. Bueno, me temo que no tengo mucho que decir al respecto, cariño.

  –Yo sí –sonrió ella de pronto–. Salgamos de aquí, y daremos una vuelta por la Piazza, para que pueda demostrarte algunas de las muchas cosas que he aprendido durante estos días de soledad en Venecia.

 

*     **     *

 

  –Es increíble –dijo una vez más Reginald, admirado–… ¡Las cosas que se pueden aprender en Venecia, Georgia!

  –Tengo entendido –sonrió la secretaria– que Florencia es todavía más impresionante en cuanto a contenido artístico.

  –Tal vez –aceptó Camelia–, pero lo seguro es que Florencia no tiene canales. Ni góndolas.

  –Las góndolas son un fastidio –terminó por reir Georgia–, a menos que una viaje en ellas con su enamorado, claro está.

  –Lo cual, por el momento –añadió Reginald, mirando a Camelia–, todavía no es tu caso.

  –Hum –dijo Camelia.

  Los dos se quedaron mirándola divertidos.

  Estaban en el <Settimo Cielo>, el lujoso y encantador bar del hotel Bauer Grunwald, con impresionantes vistas y panorama único sobre el Gran Canal, esperando que les avisaran que su mesa estaba dispuesta para la cena, tomando sendos martinis, aunque Camelia apenas había probado el suyo. Estaban, en fin, en uno de los lugares privilegiados al que sólo tienen acceso los privilegiados. El lujo, la elegancia, la clase, estaban patentes en todos los detalles: el mobiliario, los espejos, la iluminación, el decorado… No se llamaba el <Séptimo Cielo> sin fundamento, desde luego.

  Quien destacaba allí de modo rutilante era Georgia Masterson, que se había vestido para cenar. Muy discretas, sí, pero todas las miradas masculinas convergían en ella con insistencia. Llevaba un vestido corto y escotado, de color azul oscuro, y su rubia belleza destacaba de modo impresionante. Por el amplio escote se divisaba la blancura, la tersura y la sugestiva abundancia de sus hermosos pechos, y sus hombros y brazos parecían de seda. Su boca, gordita y roja, de labios sonrientes y frescos, sugería delicias sin final.

  También Reginald estaba muy elegante y atractivo. Lo que sucedía con Georgia con respecto a los hombres, sucedía con él respecto a las mujeres, que le miraban a hurtadillas.

  En cambio, pese a su discreta y señorial elegancia, Camelia no atraía apenas las miradas de nadie. Camelia se había percatado ya de que la mayoría de los presentes, por no decir todos, relacionaban como pareja a Reginald y a Georgia, no a ella con Reginald. En cierto momento llegó a pensar que era como si ella no estuviera allí.

  Pero estaba, y, en aquel momento, acaparando cuando menos la atención de Georgia y Reginald.

  –¿Qué has querido decir con ese “hum”? –se mostró Reginald simpáticamente desconfiado, como celoso.

  –He querido decir que Venecia es un lugar ideal para encontrar un amante.

  –¡Me parece que tiene razón! –rió Georgia–. ¡He visto algunos italianos bellísimos!

  –No me refiero a la belleza –dijo Camelia–. En Londres hay miles de hombres bellísimos, y la prueba la tienes en Reginald –rieron los tres–. Yo me refería a un amante… amante.

  –Un amante amante –dijo Reginald–. ¿Qué significa eso exactamente, cariño?

  –Significa un amante fijo que además es apasionado, atento, cariñoso, encantador, dulce, delicado, romántico… y mil cosas más por este estilo –dijo Georgia–. ¿No es así, Camelia?

  –Más o menos –sonrió la joven señora Howards.

  –O sea –frunció el ceño Reginald–, que te viniste a Venecia en busca de un amante.

  –Podría ser.

  –Pues la idea no es nada mala –volvió a reir Georgia–. Tener un amante en Londres es una vulgaridad. ¡En cambio, en Venecia…! Bien mirado, es una idea no sólo discreta, sino excelente y exquisita. Una buena idea, sin duda.

  –Pues a mí no me parece tan buena –gruñó Reginald.

  Se echaron a reir los tres. El ambiente entre ellos era ahora magnífico. Pero de repente, Camelia quedó aturdida, como fulminada por un rayo, al ver en la puerta del <Settimo Cielo> a Nicolo Bertuceli, inmóvil, mirándola fijamente. Los dos sostuvieron la mirada por un instante, y luego Nicolo dio la vuelta y se marchó.

  –Perdonad un momento –pidió Camelia, poniéndose en pie.

  –¿Qué ocurre? –se interesó Reginald.

  –Vuelvo enseguida.

  Salió del bar, y vio a Nico recorriendo el vestíbulo. Lo siguió, y salió del hotel en pos de él, que se despidió con tono amistoso del portero. Encontró extraño a Nico, que vestía un traje discreto, pero completo y muy correcto.

  La incipiente noche tenía tonalidades violáceas que sugerían fríos y nostalgias. Al embarcadero acababa de llegar una lancha particular de la que desembarcaban un grupo de gente muy elegante, haciendo discretos comentarios… El rumor y las luces del Gran Canal, por tópico que pudiera parecerle a muchas personas, sugería paseos en góndola, romanticismo, besos y amores.  Camelia casi corrió tras Nicolo, y por fin pudo asirlo por un brazo.

  –Nico –murmuró.

  Él la miró amablemente.

  –Espero no haberte molestado, Camelia –dijo.

  –No… Claro que no. ¿Cómo has sabido que estaba en el hotel Bauer Grunwald?

  –Giorgio te siguió.

  –Oh, Nico…

  –Ya sé que no debió hacerlo, pero los amigos a veces se exceden en el afán de servirle a uno. Le dije esta tarde que me habías mentido, que no estabas en el Gritti, tal como me habías dicho, y pensamos que te habías marchado de Venecia. Cuando me dijo que te había visto con un hombre en el Café, y que luego os siguió hasta aquí, pensé que podía equivocarse. Ya veo que no.

  –Ese hombre es mi marido –susurró Camelia.

  –Ah. Bueno, no te preocupes. Todos mentimos un poquito, cuando nos conviene.

  –¿Tú también?

  –Yo más que nadie –rió el veneciano–. ¡No creerás que soy de los que se chupan el dedo! En Venecia se puede pasar divinamente la vida si uno no se la complica demasiado. Y ya veo que tú también piensas lo mismo.

  –No estoy segura de entenderte.

  –No eres la única persona que está casada, mujer. Ni la única lo bastante lista para tener sus aventurillas fuera del control de su cónyuge.

  –¿Estás dándome a entender… que estás casado?

  Nicolo Bertuceli hizo un amable gesto de espera, sacó la billetera, y de ésta una fotografía, que tendió a Camelia. La joven la tomó, se colocó de modo que recibiera lo mejor posible la luz del hotel, y la miró. En la foto había una hermosa joven, de belleza un tanto pletórica, como silvestre, y tres niños, de los cuales el mayor debía de tener cinco años y el pequeño dos.

  Camelia estuvo contemplando largamente a aquellas cuatro personas antes de alzar la mirada hasta los ojos de Nicolo.

  –¿Es tu mujer? –susurró.

  –Y nuestros tres hijos: Pietro, Angelo y Marco. Los cuatro viven en Pedavena, pues el clima es mejor que el de Venecia. Voy a verlos con frecuencia, especialmente los lunes y martes, que son los días que tengo menos trabajo aquí. Patrizia también es de Venecia, y querría estar aquí conmigo, pero la convencí de que era más saludable para los chicos vivir en Pedavena, donde tiene familia.

  –¿Patrizia es tu mujer?

  –Sí, claro.

  –Es muy bonita…

  –Estamos de acuerdo. Bueno –Nico recuperó la fotografía y la guardó–, ha sido encantador conocerte, Camelia. Si alguna vez vuelves por Venecia y deseas una compañía agradable, espero que te acuerdes de mí.

  –Dime la verdad, Nico: ¿en realidad eres un gigoló que vive de lo que les saca a las mujeres?

  –No es nada fácil sacar adelante tres hijos haciendo fotos a los turistas, créeme –rió el veneciano–. Pagan mucho mejor otro tipo de servicios.

  –Pero a mí no me has pedido nada.

  –Mujer, nunca se pide… Sois vosotras las que valoráis los servicios, y luego hacéis… un regalito.

  –O sea, que tú esperabas sacarme… un regalito.

  –Al principio, sí. Me di cuenta enseguida de que eras una mujer rica: tu estilo, tus joyas, tus ropas… Eso se ve, es fácil distinguirlo para quien sabe mirar, para un… experto, ¿comprendes? Pero yo todavía soy más experto en otra cosa.

  –¿En qué cosa?

  –Digamos que en el amor, o lo que se llama hacer el amor. Comprendí nada más ver tus ojos que en tu vida no había amor, y como me caías bien quise poner un poco.

  –A cambio de dinero.

  –Cada cual da de lo que tiene, ¿no? Yo podía darte amor y tú podías darme dinero. Era un intercambio favorable para ambos.

  –Ya entiendo, ya. Pero repito que a mí no me pediste nada. Ni siquiera hiciste la menor insinuación.

  –¿Qué más da? –encogió los hombros Nicolo Bertuceli–. Tampoco hay que ser tan mezquino. De cuando en cuando es bueno para el espíritu ser amable sin esperar nada a cambio, hacer las cosas por pura generosidad. Un favor se le hace a cualquiera. Por otra parte, si he de serte sincero, lo pasé entupendamente contigo: tal vez seas fea, pero haces el amor bellísimamente, consigues que un hombre se sienta satisfecho de estar haciendo el amor contigo. Y te aseguro que eso lo consiguen poquísimas mujeres. Dicho de otro modo: eres una caliente encantadora, Camelia. Espero que por tu parte guardes buen recuerdo de mí.

  –Sí. Ten por cierto que sí.

  –Pues me considero pagado. Ah, oye, hay una cosa que me tiene intrigadísimo: ¿cómo es posible que una mujer casada llegase virgen a mi cama?

  –Comprendo tu desconcierto –rió de pronto Camelia–. Si te lo digo…, ¿puedo confiar en tu discreción?

  –Absolutamente –alzó una mano Nicolo–. Lo juro por Venecia.

  –Cuando llegué a Venecia venía de una clínica de Zurich, de… reparar ciertos desperfectos íntimos. Digamos que un experto cirujano especializado en este tipo de intervenciones recompuso lo que mi marido había descompuesto hace unos meses.

  –¿Quieres decir –parpadeó Nico– que en esa clínica te recompusieron el himen?

  –Es una intervención quirúrgica cada vez más frecuente… entre quienes pueden pagarla, claro está.

  –Fantástico. Me dejas pasmado. ¡Y yo que creía sabérmelas todas!

  –En la vida siempre se está aprendiendo –aseguró Camelia.

  –Sí, es cierto. Pero cuando esta noche tu marido no te encuentre virgen…

  –Quería darle una sorpresa con mi renovada virginidad, de modo que él no sabe nada de mi viaje a Zurich, cree que todos estos días que hemos estado separados he permanecido en Venecia, esperándole. Así que cuando esta noche hagamos el amor, para él todo estará normal, digamos que lo encontrará todo tal como lo dejó.

  –Ya.

  –Los hombres no sois tan listos como os creéis, Nico.

  –Eso ya hace tiempo que lo estoy barruntando. O sea, que tu virginidad era artificial.

  –Sí, pero… ¿a que te pareció auténtica?

  –La verdad es que sí. ¡Y muy agradable!

  Rieron los dos. Nico tendió de pronto la mano.

  –Ciao, Camelia –ella aceptó el apretón–. Ojalá te vaya bien en la vida.

  –Gracias, Nico; lo mismo te deseo. Ciao.

  –Ah, otra cosa. Me dijo Giorgio que tenías mucho empeño en localizarme, que incluso ibas a llamarme en cuanto tuvieras ocasión… ¿Acaso puedo hacer algo por ti?

  –Ahora que mi marido ha llegado a Venecia, ya no.

  –Entiendo. Ciao, amore.

  Nicolo Bertuceli se alejó, caminando con despreocupación, y Camelia regresó lentamente a la entrada del hotel. Allí estaba Reginald, esperándola, y la miró con cierta perplejidad a los ojos.

  –¿Quién es ese hombre, Camelia?

  Ella le miró también a los ojos, y sonrió con un trémolo en los labios que su marido no percibió.

  –Mi amante veneciano –dijo suavemente.

 

 

 

  8

 

 

  –No quise continuar la conversación porque Georgia se reunió con nosotros y hemos estado con ella hasta hace un minuto –dijo Reginald–, pero supongo que no hablabas en serio.

  –¿Respecto a qué?

  –Respecto a lo de tu amante veneciano.

  Camelia se quedó mirando divertida a su marido. Acababan de entrar en su apartamento, apenas habían llegado al dormitorio, y él ya comenzaba su actuación.

  –Querido –dijo con tono amable–: ¿acaso te preocuparía que yo tuviera un amante, fuese veneciano o fuese hindú o un enorme senegalés?

  –No te lo permitiría jamás.

  –¿No me lo permitirías? –Camelia estaba como maravillada– Bueno, no tengo muchas ganas de discutir. Hemos cenado muy agradablemente con Georgia, hemos paseado en el vaporetto, hemos tomado unas copas en el <Diamantino>, y en conjunto todo me ha parecido encantador. Te ruego que no lo estropees.

  –Camelia, estoy hablando en serio.

  –Yo también. Si alguna mujer tiene derecho a tener un amante, esa mujer soy yo.

  –Tal vez tengas razón –admitió él, acercándose y abrazándola por la cintura–, pero esa etapa de nuestra vida ha terminado.

  –¿Cuándo? Apenas hace unas horas, esta misma tarde y aquí mismo, me dijiste que yo sólo pienso en procurarme caprichos y goces, que era desconsiderada contigo, que no te amo… En fin, Reginald, llevamos cerca de un año con esto, sin que tan siquiera me hayas tocado, acusándome de haberme comprado un gigoló pensando sólo en mi disfrute de niña rica. Y ahora, de repente, dices que esa etapa de nuestra vida ha terminado. Repito: ¿cuándo? Y sobre todo: ¿por qué?

  –Esa etapa acaba de terminar ahora mismo y porque me he dado cuenta de que estaba equivocado. Camelia, eres demasiado dulce para hacer estas cosas, de modo que aunque me haya costado tanto tiempo, finalmente he tenido que comprender que si te casaste conmigo fue porque me amabas.

  Camelia suspiró profundamente, y susurró:

  –No sabes bien cuánto, Reginald… ¡Nunca sabrás cuánto te amé!

  –Puedo imaginármelo. Tú no eres de las que saben mentir en estas cosas.

  –¿Ahora eres psicólogo? –rió ella.

  –Para comprender cómo eres tú en este aspecto no hace falta ser psicólogo.

  –Ya lo creo que sí. O eso, o bien hacer el amor conmigo… Y tú, querido, nunca has hecho el amor conmigo.

  –Hasta ahora –susurró él; la besó en los labios, y acto seguido le susurró junto al oído–: Yo conseguiré que olvides enseguida todo lo que te he hecho sufrir, amor mío…

  Volvió a besarla en los labios. Camelia se abrazó a su cintura y correspondió al beso. Por fin, apartó la boca y jadeó:

  –Me estás asfixiando… Reginald, he esperado tanto este momento que no puedo creer que por fin haya llegado.

  –Hay un dicho que asegura que todo llega en la vida –sonrió su atractivo marido.

  –No sé… No estoy segura de estar preparada para hacer el amor contigo.

  –¿Qué quieres decir? –exclamó él– ¿Qué quieres decir con eso de no estar preparada?

  –Es que no es tan fácil cambiar de hombre, Reginald.

  –¿Volvemos con lo del amante veneciano? –palideció Reginald–. Camelia, tienes que decirme quién era aquel hombre.

  –El fotógrafo –se echó a reír ella.

  –¿Qué fot…? Ah, sí, el que te hizo esas fotografías… Ya. Pero… ¿qué hacía allí contigo?

  –Yo le había llamado. Quería arreglar una cita con él… ¡para que me hiciera unas fotografías en su estudio! –Se echó a reír de nuevo–. ¡Oh, vamos, Reginald, no me digas que realmente estás celoso!

  –Esa cita podías haberla arreglado por teléfono, no hacía falta que él viniera al hotel.

  –Así lo pensé yo, pero él insistió en que estas cosas era mejor hablarlas directamente. Me propuso ir a su estudio, pero le dije que prefería que él viniera al hotel. Todavía no sabía que ibas a llegar hoy.

  –Entiendo.

  –Por cierto, tengo que apuntar la dirección de su estudio antes de que se me olvide. Perdona un momento.

  Camelia abrió el armario, y en el sobre que contenía las fotografías anotó la dirección y el teléfono de Nicolo Bertuceli. Reginald, que se había colocado junto a ella, sacó las fotografías del sobre, y volvió a mirarlas una por una. Movió la cabeza con gesto de desconcierto, dejó el sobre con las fotos dentro, y pareció reparar entonces en la presencia de su portafolios y, encima, el sobre con los documentos. Se lo mostró a Camelia. 

  –¿Los has firmado ya? –preguntó con indiferencia.

  –No.

  –Bueno, ya los firmarás mañana –volvió a abrazarla–. Ahora vamos a olvidar todo lo que no sea nosotros mismos.

  –La verdad es que temo… que después de tanto esperar este momento no sepa estar a la altura que quisiera, que no sepa proporcionarte lo que tú esperas recibir…

  –No seas tonta –susurró él, besándola de nuevo.

  Esta vez el beso fue más intenso y duradero. Camelia se abrazaba a la cintura de su marido, y éste percibió el temblor de su cuerpo. Dejó de besarla, la miró a los ojos, y sonrió.

  –Tranquilízate. Todo irá bien.

  Ella asintió, y él comenzó a desnudarla, pero ella agarró sus manos, impidiéndoselo. Fue a apagar la luz, y se volvió hacia Reginald, que rió quedamente y comenzó a desnudarse.

  Ella titubeó, pero comenzó a hacer lo mismo.

  Al dormitorio llegaban las luces de Venecia, y los rumores de la incesante navegación en el Gran Canal, las luces del hotel, de las embarcaciones… Enfrente mismo del balcón se divisaba iluminada la Iglesia de la Salud, al otro lado del Canal. Más allá y a la izquierda, la Iglesia de San Giorgio, en la isla del mismo nombre, en el Canal de San Marco, donde terminaba el Gran Canal. En aquel lugar se juntaban el Gran Canal, el Canal de San Marco y el Canal de la Giudecca.

  Era un mundo ruidoso, luminoso, vital…, era un mundo diferente al de Londres.

  Era una vida diferente a la que estaban acostumbrados Camelia y Reginald.

  Pero no siempre lo ya conocido es lo mejor. No siempre todos los refranes son ciertos. No siempre vale más malo conocido que bueno por conocer.

  Camelia terminó de desnudarse, y quedó de pie junto a la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho.

  Reginald Howards contemplaba el cuerpo de su mujer, que parecía resplandecer en diferentes colores atenuados. Se acercó a ella y le puso las manos en los hombros, percibiendo el sedoso contacto de aquella piel de persona de calidad, de persona que toda la vida ha tenido los mejores cuidados en todos los sentidos. Reginald deslizó sus manos hasta las de Camelia, las separó del pecho, las hizo descender, las acercó a su virilidad. Camelia se estremeció, pero realizó la caricia que se le pedía en silencio, encogiéndose un poco cuando las manos de su marido se deslizaron ahora por sus pechos…

  Él volvió a besarla, manteniéndola abrazada por los hombros. El corazón de Camelia latía desordenadamente, de un modo tan descontrolado que la joven llegó a pensar que le iba a estallar.

  No era cierto que ella se hubiera comprado un gigoló.

  No era cierto que se hubiera casado con Reginald Howards sólo por tener un marido guapo para lucirlo y para disfrutarlo como si fuese un juguete.

  Se había casado de él locamente enamorada, enamorada de verdad. Es claro que en el enamoramiento había influido el atractivo varonil de Reginald, pero… ¿acaso no era esto normal? ¿Quién se enamora de los feos o las feas? Era normal que ella hubiera quedado deslumbrada por la belleza viril de aquel hombre; pero eso no significaba que lo viese como un… objeto de placer. Se casó enamorada profundamente, como nunca antes lo había estado en su vida tan poco afortunada en el amor.

  Y ahora, después de once meses de matrimonio sin consumar, su marido la estaba besando como se besa a una mujer, y por primera vez ella podía acariciar su virilidad, su cuerpo…

  Reginald retiró su boca de la de ella, y comenzó a darle menudos besitos por los hombros y el pecho, mientras la iba tendiendo sobre la cama. Llegaban aromas calientes de Venecia, esos aromas que a veces más bien sugieren pestilencias, ese olor único en el mundo.

  –Te voy a hacer muy feliz, amor mío –le susurró Reginald al oído.

  Ella quedó tendida de espaldas completamente, y enseguida él se colocó entre sus muslos.

  Camelia vibró con fuerza cuando sintió la íntima presencia masculina, pareció recibir un latigazo cuando él inició la penetración. Luego, se quedó quieta, con los brazos a los lados del cuerpo. Reginald insistió en su objetivo, y ella percibió su súbita detención, captó la duda en todo el cuerpo del hombre.

  No dijo nada.

  No hizo nada.

  Sencillamente, se dejó llevar por la iniciativa y por la fuerza del hombre.

 

*     **     *

 

  Sin encender la luz del dormitorio, ella salió de la cama, y fue al cuarto de baño, en el cual se encerró. Reginald permanecía en la cama tendido cara al techo, inmóvil. Y así estaba todavía cuando ella regresó del cuarto de baño y se acostó de nuevo.

  Entonces, Reginald giró hacia su mujer y murmuró:

  –Creía que eras virgen.

  –¿Por qué? –murmuró también ella.

  –No sé. Tenía esa impresión, eso es todo.

  –Nunca te dije que fuese virgen, Reginald.

  –Ya lo sé.

  –De todos modos, ¿tiene alguna importancia? Yo tampoco te pregunté nunca a ti si habías estado con otras mujeres, pues me parecía obvio.

  –Yo nunca consideré obvio que tú hubieras estado con hombres.

  –¿Te parecía imposible que tu fea esposa hubiera tenido relaciones sexuales? Pues lo siento, pero ya ves… A veces, la belleza es una cuestión diferente a como considera la gente de modo habitual. No debería sorprenderte tanto que algún hombre encontrase en mí… alguna clase de encanto.

  –Ya está bien. Dejémoslo.

  –¿Realmente te sientes molesto o… humillado, o, en fin, algo parecido?

  –Sí. Y me gustaría saber si siempre ha sido igual para ti.

  –¿A qué te refieres?

  –No parece que lo hayas pasado muy bien conmigo.

  –Oh, sí, no te preocupes, querido.  –No es cierto. Ni te has inmutado. Camelia, sé perfectamente que no has disfrutado del orgasmo.

  –La verdad es que esperaba sentir algo muy diferente en tus brazos, pero tampoco es una tragedia. Deja de preocuparte. Ya me irás sensibilizando como es necesario con el tiempo, cuando me conozcas mejor. Es decir…, espero que no tendrás ninguna dificultad en dejarme satisfecha.

  –Escucha, volvamos a…

  –Oh, no, por favor.

  –Camelia –insistió Reginald, con voz tensa–, quiero que volvamos a hacerlo.

  –Pues yo no quiero. Una experiencia como esta es suficiente en una noche. Que descanses.

  Camelia Waverly-Evans se puso de costado, y su marido comprendió que la conversación había terminado. Aquella noche no iba a tener otra oportunidad para intentar librarse de la mortificación que sentía. Por un instante, recordando la absoluta carencia de respuesta por parte de su mujer al abrazo que habían vivido, Reginald pensó en insistir, en repetir fuese como fuese, para librarse de aquella sensación de fracaso que le humillaba.

  Pero algo le decía que la señora Howards no volvería a recibirle aquella noche.

 

*     **     *

 

  Camelia estaba duchándose cuando él se dispuso a entrar en la bañera, pero se detuvo en seco cuando ella exclamó:

  –¿Qué haces?

  –Vengo a ducharme contigo –sonrió él.

  –Desde luego que no. ¡Qué incomodidad tan absurda!

  –Bueno, en realidad no pensaba en la ducha –insinuó Reginald–, sino en otra cosa.

  –Eso, menos todavía.

  –¿Por qué no?

  –Porque no vale la pena, y tengo un par de cosas que hacer esta mañana en Venecia.

  Reginald Howards palideció intensamente.

  –¿No vale la pena? –jadeó.

  –Claro que no.

  –¿No vale la pena empezar agradablemente el día?

  Camelia se quedó mirándolo como admirada. Por fin, soltó una carcajada.

  –¡Ya estoy empezando agradablemente el día! –exclamó–. Me estoy duchando, desayunaré algo exquisito, daré mi paseo por Venecia, veré a personas encantadoras… No se me ocurre absolutamente nada que pueda mejorar mi programa para el día de hoy.

  Reginald, que parecía de piedra, demudado el rostro, retiró despacio la pierna que ya había introducido en la bañera, y abandonó el cuarto de baño.

  Cuando su esposa apareció en el dormitorio, despreocupadamente desnuda, y secándose con una blanca toalla, él estaba de pie ante el balcón. El sol se reflejaba en la cúpula de la Iglesia de la Salud. El rumor de vaporettos, motoscafi, toda clase de lanchas y embarcaciones era como el de un abejorro gigante. El ferry-boat con destino al Lido, la famosísima playa de la alargada isla veneciana, pasó surcando las removidas aguas que a veces parecían de porcelana.

  –Baño libre –dijo con tono festivo Camelia.

  Reginald se quedó mirándola mientras ella terminaba de secarse. Parecía todavía más joven de sus veintitrés años. El vello ensortijado de su sexo era de un rubio infantil. Reparó con desconcierto en el bello tono de sus pezones gruesos y atractivos, muy sugerentes. Su blanca piel relucia en líneas muy diferentes a las de Georgia, sin duda. Y sin embargo…

  –¿Qué miras? –preguntó ella, riendo.

  –Nada.

  –¿Nada? ¿Yo no soy nada? Pues muchas gracias. No se puede decir que estés muy amable en nuestro verdadero primer día de matrimonio.

  –Tienes la piel muy bonita.

  –Es la ley de las compensaciones. Hay mujeres guapísimas que tienen la piel que parece cartón, o tela de saco. En cambio, yo, que no soy precisamente Miss Universo, tengo la piel suaaaave… Toca, toca.

  Se acercó a él, le cogió las manos, y se las puso sobre los menudos pechos. Reginald percibió el mullido y delicioso contacto de los insólitos pezones gorditos y vivos de su mujer. Miró su rostro de facciones poco agraciadas, pero en modo alguno desagradables. Al mirar su boca parpadeó de nuevo desconcertado. Cuando miró sus ojos sintió el súbito e incontrolable deseo de hacer el amor con su esposa…

  –¿Qué te parece? –preguntaba ella– ¿No es una piel encantadora?

  –Sí.

  –Y espera a que me ponga una gotita de perfume… ¿Por qué me miras así?

  –Me gustaría que hiciéramos el amor ahora, Camelia.

  –Imposible.

  –¿Tantas cosas tienes que hacer en Venecia esta mañana?

  –No es eso. Es que no me apetece.

  –Creía que estabas loca por mí.

  Ella se quedó mirándolo, sonriente.

  –Reginald, sé sincero conmigo, te lo ruego: ¿estás hablando en serio respecto a tus deseos hacia mí…, o se trata sólo de contentarme para que firme esos documentos que no me convencen demasiado?

  Reginald la empujó hacia la cama, donde la tendió; se quitó el batín, lo tiró a un lado, y tras acomodarse junto a su mujer la acarició. Ella le miraba sonriente pero expectante, esperando una respuesta a su muy concreta y clarísima pregunta. Él giró, de modo que su cuerpo quedó sobre el de ella, e inició el acto que estaba deseando de un modo casi feroz.

  –Te voy a demostrar que mis deseos hacia ti son ciertos –masculló, con voz ronca.

  Inició la penetración, pero ella le empujó hacia un lado, deshaciendo todo contacto, y dijo, muy sonriente:

  –La verdad, habría preferido que sólo hubieras estado tratando de contentarme para que firmase.

  –¡No puedes negarte a hacer el amor conmigo! 

–No me niego –rió ella, saliendo de la cama–. Sólo lo estoy aplazando para esta noche, cuando supongo conseguirás que resulte inolvidable. ¡Oh, se me está haciendo tarde…!

  –¡No puedes marcharte dejándome así!

  –¿Así? ¿Cómo?

  –Con esta excitación.

  –No seas exagerado –volvió a reír ella, abriendo el armario–… Vamos a ver qué tengo por aquí. Ah, los documentos, aquí los tenemos. Bueno, voy a firmarlos de una vez, y así terminaremos con esa parte tan poco romántica de nuestra relación. ¿Te parece bien, querido?

  Reginald Howards no contestó.

  Se le ocurrió que la vida tiene extrañas jugadas.

  Durante casi un año, él había tenido a su disposición a aquella mujer, sabía que en cualquier momento podía haber hecho con ella absolutamente lo que le hubiera venido de gusto. Todo. En cambio, la firma de aquellos documentos, por lo mucho que significaban para él, desde el primer momento en que comenzó a tramarlos le había parecido como un sueño imposible de alcanzar.

  Y ahora se encontraba con que todo estaba al revés: iba a tener firmados los documentos, pero la mujer se le escapaba de entre las manos como si fuese humo. Por un instante, tuvo como un vago y lejanísimo presentimiento de que algo no estaba funcionando bien, y por tanto no podía salir bien, pero no prestó atención a este aviso de la subconsciencia humana, y se concentró en su esposa.

  Ella, sentada ante el bonito buró, estaba firmando los documentos, página a página. Cuando terminó, se volvió a mirar al petrificado Reginald.

  –Ya está. ¿Quieres comprobar…? ¿Qué te pasa?

  –Nada.

  Él se acercó, tomó los documentos, y comprobó las firmas de Camelia, que estaban correctas y correctamente ubicadas en los documentos, por supuesto. Cuando miró a la muchacha, ésta se puso en pie y le tendió la pluma. Reginald se sentó, y firmó a su vez, junto a la firma de su esposa. Guardó los documentos en el sobre.

  Camelia se estaba perfumando con elegante sobriedad; luego eligió la ropa para aquella mañana, y se vistió en un momento, desenvuelta, ligera, juvenil. Sacudió la corta cabellera, como una gatita, y rió cuando todavía algunas gotas de agua salpicaron a su alrededor, incluyendo a Reginald.

  –Hasta luego, querido.

  –Ni siquiera sé adónde vas.

  –Procuraré estar de vuelta para almorzar contigo…, si es que no tienes tú también tus propios planes. Un momento. Ahora que recuerdo… Convinimos que Georgia se marcharía de regreso a Londres con los documentos en cuanto yo los hubiera firmado, ¿no es así? Pues voy a llevárselos y a desearle buen viaje.

  –Puesto que ya os habéis hecho amigas no habría necesidad de que ella se fuese.

  –Ni hablar de eso. Georgia ya no tiene nada que hacer aquí, de modo que se va. Podemos ser todo lo amigas que haga falta, pero ella se va y yo me quedo. ¿Está claro?

  –Por supuesto.

  –Estupendo. Espero que pases una feliz mañana.

 

 

 

  9

 

  –Buenos días, Georgia. ¿Soy inoportuna?

  –Claro que no –aseguró la bella rubia, apartándose del umbral.

  Camelia entró en la habitación. La puerta del cuarto de baño estaba abierta, y, ciertamente, en esta ocasión no se oía el rumor de agua cayendo en la bañera. La cama sí estaba revuelta, pero cabía esperar que esta mañana no hubiera unos zapatos masculinos a un lado, sobre la alfombra.

  –¿Ocurre algo? –se interesó Georgia Masterson–. Yo diría que es muy temprano para ir por el mundo, considerando que estamos de vacaciones.

  –Mi marido y yo sí estamos de vacaciones –la miró con amable expresión Camelia–, pero no usted. Tendrá que regresar inmediatamente a Londres para darle curso a esta documentación. Al menos, eso es lo que entendí que estaba previsto.

  La secretaria se quedó mirando como aturdida el sobre que le tendía Camelia. Por fin, lo tomó, murmurando:

  –¿Son los documentos que autorizan la intervención con firma de Reginald en las actividades de todas las empresas Waverly-Evans?

  –Exactamente.

  –¿Los ha firmado usted ya? Quiero decir… ¿ya ha tenido tiempo de leerlos a su satisfacción?

  –No. La verdad es que no. Había pensado hacerlo esta mañana, pero tengo cosas mejores que hacer. Por otra parte, anoche sucedió algo importante en mi vida sentimental, algo que disipó unas dudas que tenía hace tiempo, y que me estaban haciendo concebir pensamientos… desagradables. Fíjese qué retorcidas podemos ser a veces las personas, Georgia: yo tenía la sospecha de que mi marido se estaba burlando de mí.

  –¡Eso no es posible!

  –¿El qué, no es posible? ¿Que yo tuviera pensamientos desagradables o que él se estuviera burlando de mí?

  –Yo diría que las dos cosas –sonrió Georgia.

  –Se equivoca. Anoche comprobé, por fortuna, que Reginald no ha estado burlándose de mí durante casi un año, y es por eso que he firmado los documentos sin leerlos. Pero las apariencias me habían hecho pensar que sí se estaba burlando de mí, y como consecuencia yo estaba muy enfadada y teniendo pensamientos desagradables, como ya le he dicho. Había llegado al extremo de planear apartar a Reginald del puesto directivo que ahora ocupa en mis empresas, y relegarlo a un puesto de empleado en una sucursal de ciertas minas en el Sur de Africa que en la actualidad son prácticamente improductivas. Como usted comprenderá, con un sueldo ridículo, sin más compañía que unos cuantos negros, y metido en un polvoriento poblado africano, el futuro de mi marido no se le presentaba nada envidiable. ¿No le parece?

  Georgia Masterson, que estaba lívida, asintió con la cabeza.

  –No –dijo con voz aguda–… No era nada envidiable, desde luego.

  –Pues ya ve si yo estaba dispuesta a ser mala con él: le habría dejado pudrirse en aquella mina. Claro, él podría haber renunciado al empleo e incluso haber pedido el divorcio, que yo le habría concedido con mucho gusto. Tampoco soy tan mala como para no dejarle un par de caminos de escapatoria.

  –Sí, ya… ya veo.

  –Por suerte, anoche mi marido me demostró que mis sospechas no eran ciertas, que él no se ha estado burlando de mí durante casi un año, sino que tenía sus motivos para no haber hecho el amor conmigo en todo este tiempo… ¿Verdad que esto la sorprende muchísimo, Georgia?

  –Pu–pues sí… Dios mío, eso que dice usted es terrible, Camelia.

  –No se lo puede imaginar –suspiró la fragante Camelia–. No sé si podría usted ponerse en mi lugar… ¿Se imagina en su noche de bodas, locamente enamorada de su marido, y que éste se vaya a la biblioteca a leer mientras usted le espera temblando de amor en el dormitorio que ha hecho decorar de forma exquisita en blanco y rosa para morir de amor en sus brazos?

  –No… No podría… imaginar una cosa así…

  –Pues a mí me ocurrió. Y desde aquella noche, Reginald ni me ha tocado. ¿Qué le parece?

  –Bu–bueno, realmente es… terrible, sí.

  –¿No es comprensible que después de tiempo y tiempo de esperar en vano sus abrazos yo me enfadase, sobre todo cuando me pareció evidente que él hacía el amor con otras mujeres? No soy ninguna tonta, ¿sabe? Cuando nos casamos yo tenía muy claro que mi fortuna no era del todo ajena a la decisión de Reginald de casarse conmigo. Soy feílla, pero de tonta no tengo un pelo, se lo aseguro, querida.

  –No creo que nadie pensara eso de usted, Camelia.

  –Ya lo creo que sí. Reginald lo pensó…, o me pareció a mí que lo pensaba. Porque si él, después de casarse conmigo y de hacerme feliz, y respetarme y ser dulce y amable conmigo, hubiese tenido alguna que otra aventurilla, yo lo habría comprendido. Es un hombre muy guapo y simpático, y es normal que conquiste mujeres hermosas… como usted, por ejemplo.

  –¡Camelia, no estará pensando que Reginald y yo…!

  –Claro que no, querida, ¡qué ocurrencia! –rió Camelia, palmeando cariñosamente una mano de Georgia– La he puesto como ejemplo de muchacha preciosa y encantadora, no de puta roba–maridos. Quede tranquila. Yo me refería a esas golfitas ocasionales que nunca faltan en el camino de los hombres guapos aunque éstos estén casados. Yo le habría tolerado esas cosillas a Reginald, porque estaba loca por él y prefería ser engañada de cuando en cuando que no tenerlo nunca para mí. Ahora no lo haría. Ahora, quien me quiera, si es que alguien me quiere, tendrá que quererme solamente a mí. Es que un año de sufrimiento hace aprender mucho, ¿sabe? Un año de reflexionar, de observar detenidamente a quienes te rodean, de sacar conclusiones, da mucho de sí. Si ahora un hombre se me acercase, se lo diría bien claramente. Si soy fea, querido, tienes dos opciones: o te aguantas o te buscas otra. Si te buscas otra, feliz viaje. Si te aguantas y permaneces conmigo tienes que hacerme el amor, y el amor sólo podrás hacérmelo cuando realmente me ames, aunque sea fea… No sé si me estoy explicando, Georgia.

  –Sí, sí. ¡Ya lo creo que sí!  –Estupendo –sonrió la señora Howards–. Bueno, para no cansarla más, le diré que estaba convencida de que Reginald se estaba burlando de mí, además de engañarme con diversas putitas de medio pelo. ¿Usted no habría pensado lo mismo viendo que él iba con otras mujeres mientras a usted le iba dando largas y ni siquiera la tocaba…, no le habría parecido que él se burlaba de usted decidido a no hacerle nunca el amor poniendo como pretexto ese cuento chino?

  –¿Qué cuento chino?

  –Pues ese, el de que no quería hacerme el amor porque se sentía comprado por mí como si fuese un objeto, y que sólo me haría el amor cuando se sintiese amado por mí… ¡Y yo lo estaba amando que me moría, Georgia! Pero él simulaba que no se lo creía, y así, al mismo tiempo que evitaba el “tremendo sacrificio” de acostarse conmigo, se divertía viendo mi sufrimiento de fea sin nadie que la quisiera.

  –Eso que usted está diciendo… es horrible, Camelia. ¡Es horrible!

  –¿Verdad que sí? ¿Verdad que un hombre que trata así a una mujer enamorada merece ser enviado a una polvorienta mina de Africa, o cualquier otra dura lección que se le dé? Pero como le digo, todo eso ya no es necesario… ¡Debía de ser yo la equivocada, y debía de ser cierto que él me amaba y sólo esperaba saberse amado por mí para hacerme el amor! Y por fin, anoche, sucedió: él me amó.

  –¿Quiere decir que anoche…?

  –Oh, sí. ¡Por fin fue mío! –Camelia sonreía con dulzura, pero de pronto quedó seria, como perpleja, como grandemente desconcertada–. Pero no sé… Esperaba otra cosa.

  –¿Otra cosa?

  –Sí. Bueno, supongo que todo irá mejorando, pero… ¡quedé tan decepcionada! Con su fachada y sus ínfulas de hombre pensé que sabría… provocar mayores complacencias. En fin, no me haga caso, querida. Las cosas se han arreglado entre Reginald y yo, por supuesto que irán mejorando hasta alcanzar grados exquisitos, y todo ha terminado bien. ¿Regresará usted esta misma mañana a Londres con los documentos, para darles el curso debido?

  –Sí. Yo… Bueno, como ya habíamos previsto toda la operación sé muy bien lo que tengo que hacer.

  –Estupendo. ¿Le importa que haga una llamada desde su teléfono?

  –Las que guste, no faltaría más.

  Camelia descolgó el auricular, y miró sonriente a Georgia, que todavía se hallaba desbordada por la locuacidad y la inesperada personalidad de la señora Howards. Tal vez fue por ello que tardó tres o cuatro segundos en darse cuenta de lo que significaba aquella sonrisa y aquella actitud de espera por parte de Camelia.

  –¡Oh! –exclamó– Voy al cuarto de baño, a preparar unas cosas.

  –Muchas gracias, querida –amplió su sonrisa Camelia.

  Georgia entró en el cuarto de baño, y abrió el grifo del agua caliente, pero se acercó a la puerta, dispuesta a escuchar, o, al menos, a intentarlo. Camelia había pedido línea directa, y ahora estaba marcando un número.

  –¿Nico? –preguntó muy pronto, con voz apagada, pero clara.

  –. . .

  –Voy para ahí. Espero que hoy no tengas clientes para fotografiar en el estudio.

  –. . .

  Camelia rió gozosamente.

  –¡Más te vale, o te arañaré más que una gata furiosa!

  –. . .

  –No seas tonto. Prefiero hacerte otras cosas en lugar de arañarte… ¿Qué?

  –. . .

  –¡Ya veremos si cumples esa promesa! –rió de nuevo Camelia– Hasta ahora, mi amor.

  Georgia se apresuró a alejarse de la puerta. Se acercó a la bañera, en cuya agua caliente metió la mano. Se volvió al oír la voz de Camelia en la puerta.

  –Georgia, ya estoy. Gracias, querida.

  La rubia hizo un gesto de restar importancia al asunto, y se acercó a la puerta.

  –Llamaré yo ahora pidiendo un billete de avión para el primer vuelo que pueda tomar –dijo.

  –Espléndido. Bueno, ya supongo que ni siquiera es necesario que se lo pida, pero… me gustaría que lo que acabamos de hablar usted y yo quedase entre nosotras dos. Digamos que podría ser el secreto entre dos buenas amigas.

  –Claro que sí –aseguró Georgia, sonriendo–. Tuvo usted una idea magnífica al venir a Venecia: aquí se ha solucionado todo.

  –Sí, es verdad. Bien, hasta la vista muy pronto en Londres. Aunque no sé, quizá me retrase un poquito… ¡A fin de cuentas, voy a disfrutar de mi luna de miel en Venecia!

  Visiblemente feliz y emocionada, Camelia besó cariñosamente a Georgia en ambas mejillas, y abandonó la habitación.

  A la rubia le faltó tiempo para correr al teléfono y pedir comunicación con el apartamento de los señores Howards.

 

*     **     *

 

  Nico abrió la puerta de su apartamento en Campo Manin, y se quedó mirando atónito a Camelia, que lo miró de arriba a abajo y soltó una carcajada.

  –¿Es usted el famoso fotógrafo y escritor de arte Nicolo Bertuceli? –inquirió Camelia, de repente muy seria.

  –Pero… ¿qué haces aquí? –exclamó él.

  –¿Puedo entrar?

  –Camelia, ¡¿no ves cómo estoy?!

  Ella volvió a mirarlo de arriba a abajo. Nicolo llevaba por toda indumentaria el pantalón corto del pijama, estaba despeinado y con la cabellera húmeda, y tenía media cara afeitada y la otra llena de jabón.

  –Si algo así le ocurriese a una mujer, que la encontrasen a medio arreglar, sería una tragedia para ella –dijo Camelia–. Pero para un hombre, y más si es tan hermoso como tú, es un encanto más.

  –Caray –se pasmó el veneciano.

  Se echaron a reír los dos. Camelia entró por fin, y ella misma ajustó la puerta, diciendo:  –Me gustaría ser yo quien terminara de afeitarte.

  –Y a mí me gustaría saber qué pretendes realmente –movió la cabeza Nicolo–. Y desde luego podías haberme avisado que venías.

  –Ya te he avisado hace diez minutos, por teléfono, desde el hotel.

  –¿Me has avisado? –se desconcertó él–. ¡Pues debo de estar todavía más dormido de lo que creía! Me he despertado muy tarde esta mañana, porque anoche… ¿Seguro que me has llamado?

  –Calla, déjame pensar –frunció el ceño la joven británica–… ¡A ver si tenía el dedo pulsando el botón de modo que la comunicación no existía aunque alguien me oyera hablar y se lo creyera todo…! ¿Estás seguro de que no te he llamado?

  –Segurísimo.

  –Entonces, le he gastado una broma a alguien, y, en cuanto a ti, mi visita significa una agradable sorpresa… ¿O no te parece agradable?

  –Sí. Las dos cosas: sorpresa y agradable. Camelia, no entiendo nada. ¿Qué estás tramando?

  –¿Puedo afeitarte o no?

  –Me cortarás.

  –¿Y qué?

  Se miraban fijamente a los ojos. Desde las ventanas del apartamento, una al canal y dos a Plaza o Campo Manin, llegaba el resplandor de la luz solar, y uno al otro podían verse perfectamente las pupilas algo dilatadas, el colorido del iris, la blancura limpia de la córnea.

  Camelia se abrazó al cuello de Nico, y éste la abrazó por la cintura, y la estrechó fuertemente contra su desnudo pecho cuando sus labios alcanzaron los de ella, que se ofrecían tiernos y ávidos de recibir la caricia. Envueltos en resplandor solar, ajenos al inconfundible rumor veneciano, estuvieron besándose y acariciándose hasta que Camelia no pudo más y tuvo que tomar aire.

  –Oh, Dios mío –suspiró–… ¡Ya nunca podré prescindir de esto, Nico! ¡Nunca en la vida!

  –Me temo que ni tú ni yo viviremos demasiado –se lamentó él–: en cuanto tu marido se entere de esto nos matará a los dos.

  Camelia rió, y, con toda naturalidad, bajó el pantalón del pijama de Nico, que intentó evitarlo, aunque sin gran empeño. Ella le acarició dulcemente, y él la atrajo por los hombros y le susurró al oído:

  –Y si quien llega es mi mujer no sólo nos matará, sino que nos hará pedazos.

  –No importa –dijo Camelia.

  Se desnudó rápidamente, dejó su ropa tirada en cualquier sitio, terminó de quitarle los pantalones a Nico, y abrazándose a su cintura lo condujo hacia el cuarto de baño, por cuya pequeña ventana situada cerca del techo parecía colarse un incendio dorado.

  Camelia vio la maquinilla de afeitar, y la cogió. Nicolo se sentó en el taburete, y ella se sentó sobre sus muslos, de cara a él. Comenzó a afeitarlo, y, en efecto, no tardó en producirle un pequeño corte. Como castigo, Nico la apartó un poco y la besó en el pecho… Ella continuó afeitándole, mientras él deslizaba sus manos por la espalda femenina, provocando estremecimientos de placer interminables. Camelia estaba temblando cuando terminó de afeitar a Nicolo, y éste tenía tres pequeños cortes en aquel lado de la cara. Las manos de la muchacha temblaban, y él se las cogió.

  –Tranquilízate –susurró.

  –Nico –pudo alentar apenas ella–… Nico…

  Él la comprendía perfectamente. Sabía lo que ella quería, y sabía que lo quería allí mismo, en aquel mismo instante, y sabía que no podía esperar más, de modo que se lo dio. Camelia emitió un gemido tremolante de gozo cuando se produjo el contacto, y se abrazó al cuello masculino, juntando su rostro al de Nico y manchándose de sangre una mejilla. Cuando llegó la impetuosa oleada de profundísimo placer, Camelia apretó sus labios contra el cuello de Nicolo Bertuceli, para evitar en lo posible expresar con sonidos su grandiosa gratificación, que se produjo al mismo tiempo que la de él. Luego, Camelia se relajó, dejó su rostro apoyado en el hombro de Nicolo, y suspiró fuertemente.

  Durante un minuto o más los dos permanecieron inmóviles, en silencio, rodeados de fuego dorado.

  Por fin, Camelia musitó:

  –Quiero mucho más. Pero te pagaré muy bien.

  Él la separó para poder mirarla a los ojos, y ella sostuvo su mirada. Por fin, Nicolo se puso en pie, manteniéndola abrazada; sin separarse su cuerpos ni un instante, llegaron al dormitorio, y cayeron en la cama.

  Camelia le besó en la boca, y preguntó:

  –¿Qué música vas a poner esta mañana? ¡Pero que sea de un músico italiano…!

  –¿No te gusta Chopin, o Mozart, o Beethoven…?

  –Sí, pero quiero que sea de un músico italiano.

  –¿Y veneciano además?

  –¡Oh, sí! ¡Veneciano, como mi amante…!

  –Lo tengo. Nació en Venecia el año 1678, y su música es conocida en todo el mundo…

 

*     **     *

 

    Oyeron la música cuando se detuvieron ante la puerta del apartamento cuya dirección constaba en el sobre que contenía las bonitas y artísticas fotografías de Camelia en su recorrido por la Plaza de San Marcos.

  Los dos identificaron enseguida la música y el autor: opus 13, <Il pastor fido>, de Antonio Vivaldi.

  Se quedaron mirando la puerta como si resultara incomprensible el hecho de que estuviera solamente ajustada, no cerrada completamente.

  Sólo tenían que empujarla, y se abriría.

  Fue Reginald quien lo hizo, con cuidado, todavía pensando que no podía ser, y que la puerta se detendría sujeta por una cadena o algún otro tipo de cierre. Pero no fue así. La puerta se fue abriendo más y más a medida que la empujaba, y pronto recibieron ambos de lleno la música del inimitable Vivaldi, que llegaba de alguna parte del apartamento.  Georgia señaló algo en el suelo, y Reginald lo recogió. Los dos reconocieron enseguida el vestido que Camelia llevaba puesto aquella mañana… Las prendas íntimas yacían también por el suelo.

  Reginald dejó caer el vestido, cambió una mirada con Georgia, y continuaron adentrándose en el apartamento.

  Vieron fotografías, recuadros de luz solar, el aparato del cual brotaba la música, libros, muebles, flores…

  De repente, oyeron la risa femenina, y los dos se detuvieron en seco; luego, guiados por aquella risa, continuaron caminando.

  Ya no oyeron más risas.

  Ahora oían unos gemidos que expresaban un ansia tremenda, y casi enseguida esa ansia se convirtió en un placer inaudito, exquisito…

  Cuando aparecieron los dos en la puerta del dormitorio, Nicolo y Camelia estaban en la cama, en pleno abrazo de amor. La escena impactó terriblemente en las pupilas de Reginald Howards y Georgia Masterson, que quedaron como clavados al suelo, los dos profundamente impresionados, y Reginald pálido como un cadáver.

  A pocos pasos de él, Reginald estaba viendo el rostro de su mujer apareciendo por un lado del hombro de otro hombre que la estaba amando. Y el rostro de Camelia reflejaba un placer, un éxtasis inexpresable con palabras. De repente, ella gritó, y sus bonitas manos parecieron clavarse, hundirse en la espalda del hombre… La expresión, el desarrollo, la culminación y el lento declive de aquel abrazo de amor mantuvo a Georgia y a Reginald petrificados, alucinados.

  Camelia abrió de pronto los ojos, y en ellos se reflejó el resplandor solar y una felicidad tan impresionante que Georgia no pudo evitar una exclamación.

  A su exclamación siguió la de Camelia, que desvió hacia la puerta su mirada hasta entonces perdida en goces interiores, en recuerdos de placer todavía latentes.

  –¡Nico! –gritó Camelia.

  En un instante, el veneciano estaba sentado en la cama y mirando con ojos desorbitados a Reginald y a Georgia. Junto a él y como protegiéndose con su cuerpo, Camelia miraba a su marido, cuya palidez era ya insuperable.

  –Oh, cielos… –gimió Camelia.

  Reginald Howards pudo reaccionar por fin. Los apuntó a los dos con un dedo que temblaba impulsado por la rabia, la humillación, la furia que estaba explotando en sus entrañas como una bomba.

  –Esto lo pagarás caro, Camelia –jadeó–… ¡De mí no se burla una fea frígida y estúpida como tú!

  –¿Con qué derecho ha entrado usted en mi casa? –intervino de pronto Nicolo, enfadado.

  Georgia soltó una carcajada que sorprendió a todos.

  –¡Esta sí que es buena! –exclamó– ¡Le atrapamos haciendo el amor con la mujer de otro hombre, y se pone usted a pedirnos explicaciones!

  Nico salió de la cama con gesto agresivo, buscó sus pantalones del pijama, recordó que habían quedado tirados en el suelo del recibidor, y, no encontrando nada que ponerse, cogió una almohada. Camelia rió, salió a su vez de la cama, y se colocó junto a Nicolo, que por fin señaló hacia fuera.  –Salgan de aquí inmediatamente.

  –Déjalos, Nico –dijo Camelia–. Ya no tiene remedio, han descubierto mi secreto, ya saben que tengo un amante en Venecia. No compliquemos más las cosas.

  –¿Complicadas? –jadeó Reginald–. ¿Crees que tienes complicadas las cosas? ¡Pues espera la que te viene encima! Voy a regresar inmediatamente a Londres con Georgia, y te aseguro que no voy a perder el tiempo. ¡Tus dos torpezas van a costarte muy caras, Camelia! ¡Las consecuencias de tener un amante en Venecia no van a ser nada en comparación a las consecuencias de haber firmado esos documentos…! ¡Te voy a aniquilar! Vámonos, Georgia.

  Los dos salieron rápidamente del dormitorio. Camelia y Nicolo oyeron la puerta del apartamento al ser cerrada con violencia. Nico miró a Camelia.

  –Según parece –murmuró– cerraste mal la puerta.

  –Sí –admitió Camelia con aire cándido–, eso parece. Claro que si hubiera sabido que mi marido podía aparecer por aquí me habría asegurado de que quedaba bien cerrada.

  –¿De veras?

  –¿Acaso se te ocurre la extraña idea de que yo puedo ser tan diabólica de planear que mi marido me encuentre gozando como una loca en los brazos de mi amante veneciano? ¡Ha sido una afrenta terrible a su honor y a su orgullo de guapo sin escrúpulos! Ya lo has oído: me va a aniquilar.

  –¿Qué ha querido decir?

  –Pues supongo –sonrió como una niña la señora Howards– que por un lado pedirá el divorcio diciendo a quien quiera escucharlo que soy una esposa infiel, algo así como una zorrita caliente, y que por otro lado, aprovechando los documentos que hemos firmado me arruinará y se quedará él con todo lo que desde hace varias generaciones es de los Waverly-Evans.

  –Mal asunto –dijo Nicolo Bertuceli–, porque si él consigue eso quedarás arruinada, y entonces no podrás pagar mis servicios de amante. Y en cierto modo lo sentiría, porque de estúpida no tienes nada, y de frígida menos.

  –¿Y de fea?

  –Bueno –frunció el ceño Nico–, sólo se trata de acostumbrarse a tu cara, y si uno lo consigue no lo pasa del todo mal.

  –¡Tú sí que eres un estúpido, Nicolo Bertuceli! –se enfadó Camelia.

  –Nadie es perfecto –sonrió él, abrazándola y besándola en la boca–. Veamos: ¿qué te gustaría hacer ahora?

  –Esa sí es una pregunta estúpida.

  –Quiero decir, después.

  –Me voy a tomar las cosas con filosofía: mientras mi marido me desacredita y me arruina yo me gastaré mis últimas liras en pasar una encantadora luna de miel con mi amante en Venecia…

 

 

  10

 

  –Sí, es cierto –admitió Sir Arnold Cunningham–, Camelia tiene un amante en Venecia, pero las cosas no son exactamente como usted las ha pintado.

  –¿No? –inquirió fríamente Reginald Howards–. ¿Pues cómo son? 

  –Diferentes –dijo Sir Arnold, todavía con más frialdad–. Bastante diferentes. Por ejemplo, usted llegó a decirle a Camelia que ella sólo piensa en procurarse caprichos y goces, sin responsabilidad en nada, ni siquiera para amar de verdad a nadie, y eso es, simplemente, una despreciable mentira y una gigantesca tontería. Ella está afrontando muchas responsabilidades desde que heredó sus empresas, y lo ha estado haciendo muy bien y con gran sacrificio personal, y en cuanto a amar, usted no tiene ni idea de lo que Camelia es capaz de ofrecer en ese sentido.

  –Parece que está usted muy al corriente del pensamiento y del sentimiento de Camelia –intervino Georgia, que se hallaba presente.

  El veterano abogado la miró con tal indiferencia que Georgia Masterson se sintió de repente como si fuese un trasto inútil, por completo innecesario para nada y para nadie en la vida.

  Se hallaban los tres en el despacho profesional de sir Arnold Cunningham, donde éste los había recibido. Un despacho impresionante por sí mismo, debido al sobrio lujo patente en todos los detalles, pero todavía más impresionante por la personalidad de Cunningham, uno de los abogados de más prestigio del Reino Unido. De unos sesenta años, distinguido, alto, distante, atractivo, correcto, elegante, absolutamente británico y dueño de la situación, sir Arnold podía permitirse el capricho de mirar a la hermosa y espléndida rubia como si ésta fuese poco más que una cucaracha.

  –Señorita Masterson –dijo con toda cortesía sir Arnold–, usted es solamente la secretaria del señor Howards, y como tal debe limitarse a tomar notas, si es que su jefe así se lo ha ordenado, pero no es quién para intervenir con sus opiniones personales en la cuestión. Por lo demás, ni siquiera tendría que estar aquí. De todos modos, contestaré a su impertinencia: en efecto, estoy muy al corriente del pensamiento y del sentimiento de Camelia, no sólo porque soy su abogado y el de toda la familia Waverly-Evans desde hace muchísimo tiempo, sino porque también en lo personal existen excelentes relaciones entre Camelia y yo, casi diría que entrañablemente familiares. La conozco desde que nació, sé cómo es y cómo piensa y cómo ama, y, además, ella me ha hablado de este asunto, para que en su debido momento yo pudiera atenderlo como se merece. ¿Me ha comprendido usted?

  Georgia no acertó a replicar. Pero sí lo hizo Reginald, cada vez más irritado.

  –¿A qué se refiere usted al decir que Camelia le ha hablado de este asunto para que pudiera atenderlo como se merece? ¿Quiere decir que ella ya ha tomado sus medidas para hacer frente a las consecuencias de su infidelidad?

  –Las medidas que ha tomado Camelia están todas encaminadas a protegerse de un rufián como usted. Ella se casó muy enamorada, pero usted la despreció, se burló de ella de un modo brutal. Usted fue tan absurdamente cruel que incluso ella, que estaba ciega de amor, tuvo que darse cuenta de su cinismo. A usted le habría bastado ser amable y mínimamente cariñoso para tener toda su vida a Camelia en el bolsillo, como suele decirse. Pero evidentemente es usted demasiado estúpido incluso para una cosa tan sencilla.

  –¡No tiene usted derecho a insultarme! –enrojeció Reginald. 

  –Demándeme por ello –sonrió el abogado–. Y hablando de demandas: ¿sabe que mi firma le ha demandado a usted, en nombre de las empresas Waverly-Evans, por diversas apropiaciones indebidas dentro de la Waverly-Evans y sobre todo por el último intento de estafa?

  –¿Estafa? ¡Usted está loco!

  –Señor Howards, es usted un cretino. Pudo tenerlo todo, empezando por el tesoro que representa ser amado por una criatura tan dulce y pura como es Camelia, y cambió esa fortuna por la mierda de una pocilga.

  –¿De qué está hablando? –intervino de nuevo Georgia, que recordó de pronto la desconcertante actitud y el insólito comportamiento de la señora Howards en Venecia.

  –Estoy hablando de los pequeños desfalcos que el señor Howards ha estado cometiendo en la empresa convencido de que incluso el contable jefe, el ordenador central y su programa de contabilidad eran tan tontos e inútiles que no se iban a enterar. Estoy hablando de las imbéciles diversiones que el señor Howards se ha estado pagando con esos hurtos de miseria risible. Estoy hablando de los documentos que hace dos días presentaron ustedes para que fuesen legalizados y registrados. Esos documentos, bajo el disfraz de una autorización de Camelia para las firmas del señor Howards en actividades de sus empresas, esconden el intento de estafa por parte de éste contra las empresas Waverly-Evans.

  –Usted está loco –insistió Reginald–… ¡Esos documentos fueron preparados por usted!

  –En efecto –sonrió de nuevo el abogado.

  Reginald y Georgia quedaron como si acabaran de darles un mazazo en la cabeza. Ella fue la primera en reaccionar.

  –¿Quiere decir… que todos los arreglos y cambios que usted hizo en los documentos… fueron para que pareciese que Reginald trataba de estafar a las empresas de Camelia?

  –Así es. Él trataba de engañar y estafar a Camelia, y yo simulé que me creía sus estúpidas mentiras, y fui arreglando los textos de los documentos de tal modo que ahora, en manos de cualquier tribunal, sólo servirían para demostrar que el señor Reginald Howards ha pretendido prácticamente robarle sus empresas a Camelia Waverly-Evans. Ella ya quería divorciarse, señor Howards, pero cuando vio el primer borrador del documento que usted preparó, y yo le dije lo que significaba, nos pusimos de acuerdo para que usted mismo se pusiera la soga al cuello. Vea si es usted engreído además de estúpido que se creyó capaz de engañar a un experto en contabilidad que dispone de un ordenador y un programa fabulosos, a una muchacha enamorada, e incluso a un abogado como yo, viejo, experto, corrido y escarmentado en todos los terrenos y en todas las artimañas legales y que dirige uno de los bufetes más importantes de Europa. Créame, no he conocido a nadie tan bobo como usted.

  –Lo negaré –jadeó Reginald–… ¡Lo negaré todo!

  –¿Negará usted la existencia y el contenido de unos documentos que tienen su propia firma y la de su esposa? –se pasmó cómicamente el abogado–. ¿Y pretenderá que un juez británico le crea?

  Reginald tragó saliva, y murmuró:

–Hablaré con Camelia. Iré a Venecia para decirle…

–Perderá usted el tiempo. Ella está muy ocupada en Venecia disfrutando de la vida y del amor de su amante. Precisamente ayer por la tarde estuve conversando con Camelia en el aeropuerto Marco Polo, y ella dejó bien claro que no quiere volver a verlo a usted nunca más en su vida.

  –¿Vio usted ayer a Camelia en Venecia?

  –Fue un viaje relámpago. De aeropuerto a aeropuerto. Fui allá, conversé con ella, y regresé… con una cinta magnetofónica para usted, si es que quiere escucharla.

  Georgia y Reginald estaban como hipnotizados. Sir Arnold interpretó su silencio como afirmación, y colocó la casete en un pequeño aparato reproductor, del que brotó enseguida la inconfundible voz de Camelia Waverly-Evans:

 

      <<–A estas alturas espero que sir Arnold ya te habrá dado la lección que mereces, y que hayas entendido que vas a ir a parar a la cárcel. Debería decir que lo siento, pero no es así, y a mí no me gusta mentir. No lo siento, Reginald, no lo siento en absoluto. Vine a Venecia huyendo de ti, porque ya no podía soportar más tu cinismo y crueldad. No vine en busca de ningún amante, como seguramente tú pensarás, pues eres un miserable, ni vine en busca tan siquiera de una sórdida aventura sexual que pudiera de alguna manera calmar mis naturales ansias de mujer joven y viva.

      Pero cuando vi a Nico, todos mis esquemas saltaron hechos añicos. Mejor dicho: cuando vi los ojos de Nico. Tan sólo con ver sus ojos comprendí que en la vida, afortunadamente, hay personas muy diferentes a ti. Nico es un veneciano alegre, trapisondista, divertido, un artista honesto y entusiasta que va buscando su camino mientras goza de todas las satisfacciones que la vida pone ante él. Es claro que ha tenido sus muchas aventurillas con turistas de todos los pelajes, pero no es un embustero, y, mucho menos, no es un canalla hipócrita como tú.

      Yo miré sus ojos, y él miró los míos, y yo SUPE entonces que él era de verdad un artista que sabe ver lo que otras personas no ven. Él me enseñó a mirar simplemente mirándome a mí.

      “En los ojos de las personas –me dijo– está reflejada su alma. En realidad, los ojos de la persona lo expresan todo sobre esa persona, no importa del color que sean y la belleza aparente que haya en ellos. En cualquier caso, yo diría que los tuyos son de color violeta.”

      Él vio mi interior como si fuese un cuadro expuesto a la luz del sol.

      Él vio en mis ojos, sólo con una mirada, lo que tú nunca has visto en tanto tiempo. Él vio mi cara tan poco agraciada, pero miró a través de ella, vio lo que hay dentro de mí, lo que yo puedo ofrecer, y no lo dudó ni un instante: decidió quedarse conmigo.

      Y yo con él.

      No vine a Venecia en busca de aventuras de lecho. Vine en busca de un poco de paz, de un poco de serenidad para afrontar tu última canallada, con la que pretendías apoderarte de mi patrimonio, de todo lo que desde hace generaciones ha sido el fruto del trabajo de los Waverly-Evans. Y mientras yo estaba en Venecia, sola y angustiada, tú seguías divirtiéndote con Georgia Masterson y con las otras desdichadas que sacian tus apetitos.

      No vine a Venecia en busca de amantes, ni nada parecido.

      Pero cuando conocí a Nico, cuando él me miró, cuando yo le miré, comprendí que en Venecia se iba a decidir el resto de mi vida, y ten por cierto que no vacilé ni un instante. Había tenido la suerte de encontrar <al hombre>, al hombre de verdad para mi vida, y te aseguro que no se me escapará. Haré TODO lo que sea necesario para retenerlo junto a mí toda la vida. Él es un artista, y yo soy una empresaria. Es una combinación extraña, pero perfectamente compatible. Sólo es necesario amarse, comprenderse, ayudarse, apoyarse, enriquecerse el uno al otro, y entonces todo tiene que ir de maravilla.

      Sobre todo, en el amor.

      ¿Sabes, Reginald, que eres un desastre haciendo el amor?

      Te permití que me lo hicieras aquella noche y una sola vez porque sabía que tú no deseabas realmente hacerlo, y quise que te sintieras humillado por tener que hacerlo para tenerme contenta y que firmase los documentos. Fue una experiencia ni siquiera repugnante, fue… desconcertante. ¿De verdad es eso lo que ofreces a Georgia y a las otras? ¿Ese simple y primitivo acto tan poco imaginativo y delicado con el que a mí ni siquiera me motivaste y con el que obtuviste migajas de placer incomparables al que Nico sabe obtener de mi cuerpo, de mi mente, de mis labios, de mi alma..?

      Dios bendito, Reginald, eres un pobre desdichado, eres como un vulgar globo pintado con una cara bonita pero que puede ser pinchado en cualquier momento y no quedar nada de él. Os imagino a Georgia y a ti haciendo el amor, o lo que sea que hagais, y os veo como dos animalitos tontos frotando vuestros cuerpos sin sentimientos. Ni siquiera sabes hacer el acto sexual puro y simple. No sirves ni para gigoló. Tal vez les sirvas para algo a Georgia y a otras muñecas bobaliconas como ella, pero no a mí, porque yo puedo ser fea, es cierto, pero soy una mujer, y lo que por tanto necesito es un hombre. Un hombre de verdad, por el que ha valido la pena esperar.

      Te lo pido por favor, Reginald: olvídame.>>

 

  La grabación terminó, y sir Arnold, que había estado como distraído, miró con implacable displicencia a Reginald y a Georgia.

  –Espero haberle convencido, señor Howards, de que las cosas, en efecto, son bastante diferentes a como usted creía. Por supuesto, si tiene algo más que decir yo estoy dispuesto a escucharle.

  Reginald permaneció sombríamente silencioso, pero Georgia preguntó, con voz tensa: 

  –¿Qué va a pasar ahora?

  –Usted se quedará sin empleo, y el señor Howards irá a parar a la cárcel por unos cuantos años; cosa que no debe preocuparles a niguno de los dos, pues son jóvenes, y pueden soportar estos pequeños contratiempos. Mientras tanto, claro está, mi bufete se encargará de tramitar el divorcio entre mi representada y un presidiario. Será una cosa rápida y sin problemas para nosotros.

  –Pero… esos documentos… podrían ser retirados, ¿no es así?

  –Desde luego. Y en ese caso el señor Howards no tendría nada que temer. Pero me consta que Camelia no tiene la menor intención de detener ese proceso que podemos definir como… justiciero y vengativo.

  –Ella no puede ser tan cruel –murmuró Reginald.

  –Ya lo creo que puede –le miró de nuevo con frialdad el abogado–. Las personas tan cruelmente lastimadas son temibles cuando se revuelven contra sus verdugos, puede tenerlo por bien seguro. Sin embargo…

  No dijo más. Georgia y Reginald se quedaron mirándolo anhelantes. Por fin, Georgia se impacientó.

  –¿Sí? –inquirió– ¿Sin embargo…?

  –Bueno, yo podría sugerirle a Camelia que retirase los documentos a cambio de un par de… compensaciones por parte del señor Howards. Una de ellas, que dimita formalmente de su cargo en las empresas, sin más explicaciones, ni compensaciones, ni finiquitos, ni nada parecido. ¿Haría usted eso, señor Howards?

  –Sí… Sí, desde luego.

  –Magnífico.

  –¿Y la otra compensación?

  –Que acepte usted la demanda de divorcio que le interpondrá Camelia por adulterio, que acepte todas las culpas, y que como compensación económica le pase a Camelia la suma de treinta mil libras anuales.

  –Pero… pero si hago eso apenas me quedará para vivir…, suponiendo que encuentre un empleo lo bastante bueno.

  –No se subestime, señor Howards –sonrió el abogado–: un hombre tan guapo como usted seguro que pronto encontrará otra… colocación digna de sus méritos.

  –Ella no necesita para nada ese dinero –dijo Georgia.

  –No es para ella. Camelia lo empleará en ayuda a personas necesitadas, quizá becas a jóvenes artistas, y cosas por el estilo. Lo va a convertir a usted en un mecenas, señor Howards.

  El sarcasmo del viejo abogado no podía ser más evidente. Pero Reginald Howards no necesitaba ser ni la mitad de listo de lo que era para saber que aquel era el precio de su libertad. O lo pagaba completo, o iba a la cárcel, donde recibiría la notificación de divorcio de la mujer de la que se había estado burlando durante un año.

  –Es muy propio de ella –sonrió de pronto–… Acepto, desde luego. Pero dígale a Camelia que ojalá ella y su amante se ahoguen en cualquiera de esos malditos y apestosos canales de Venecia.

  –Le pasaré su recado con mucho gusto –dijo amablemente sir Arnold–, pero dudo mucho que Camelia le haga el menor caso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

F   I   N   A   L

 

  Camelia colgó el auricular, y fue a la cocina, donde Nico estaba terminando de preparar una enorme pizza. El fotógrafo la miró enfadado.

  –No sé cómo he aceptado esta tontería. Con el dinero que me estás pagando estos días por ser tu amante podría haberte invitado a cenar en el mejor restaurante de Venecia.

  –Pero yo tengo el capricho de cenar los dos solos esta noche, aquí, y precisamente una pizza hecha por ti. Y como yo soy quien paga, tienes que obedecer. Los gigolós obedecen a sus amantes, ¿no es así?

  –Pero no es obligatorio cocinar –refunfuñó Nico–… ¿Quién era?

  –Sir Arnold Cunningham, desde Londres. Como el otro día en el Marco Polo le dije que había dejado el hotel y que me había instalado aquí contigo, le di tu número de teléfono. Me ha llamado para decirme que Reginald ha conseguido lo que se proponía, y que en estos momentos, tal como nos temíamos, estoy arruinada.

  –¿Eso quiere decir que se te ha terminado el dinero y que ya no podrás seguir manteniendo un amante de mi categoría?

  –Eso me temo.

  –Estupendo. Lo digo porque como ya no tengo que obedecerte voy a enviar al fondo del canal esta maldita pizza y nos iremos a cenar por ahí. Y como ahora soy yo quien paga, tú a obedecer. Venga, vístete.

  –Nicolo: ¿qué piensas hacer respecto a nosotros?

  –Si te portas bien te permitiré quedarte aquí hasta que encuentres un trabajo, o decidas volver a Londres. Incluso puedo hacerte un préstamo por si decides iniciar algún negocio en Venecia. Según parece, de negocios entiendes bastante.

  –Menos que tú de fotografía y arte –rió Camelia–. ¿De dónde vas a sacar el dinero para hacerme ese préstamo?

  –Del que tú me has estado pagando por acostarme contigo. Lo tengo todo escondido debajo del colchón.

  –Venga, Nico, no digas tonterías…

  Nicolo tomó a Camelia de una mano, y la llevó hasta el dormitorio, donde alzó el colchón de la cama y dejó al descubierto los puñados de billetes tirados allí de cualquier manera.

  La muchacha se echó a reír, exclamando:

  –¡Me preguntaba qué estabas haciendo con este dinero! ¡Qué ocurrencia, ponerlo debajo de un colchón!

  –De este modo tú seguías disfrutando de él aun después de dármelo.

  Camelia volvió a reír, y se abrazó a la cintura del fotógrafo.

  –Eres tan imaginativo, tan delicado, tan… amable, amado Nicolo… ¿Qué voy a hacer en el futuro sin ti?

  –Tu futuro no tiene por qué ser sin mí.

  –Pero si no puedo pagarte…

  –Déjate ya de tonterías, ¿quieres? Tú sabes perfectamente que he estado quedándome el dinero que me dabas porque no quería admitir que hacía el amor contigo porque yo también lo deseaba. Pero ahí lo tienes, y ahora que eres pobre como yo, puedo decírtelo: estoy loco por ti, Camelia.

  –Pero… ¿qué haremos con tu mujer… y con tus hijos?

  –Los iré a visitar de cuando en cuando.

  –¡No existe ninguna señora de Nicolo Bertuceli! –exclamó Camelia–. ¡Y menos aún existen tres niños de ese matrimonio inexistente! Si existieran, tú no estarías haciendo lo que estás haciendo ni diciendo lo que estás diciendo. Tú no, Nico. Tú puedes divertirte, pero nunca harás ciertas cosas… Esto lo sé porque tú me has enseñado a ver en los ojos de las personas, y he visto lo que hay en los tuyos… Y además, me he estado enterando por ahí, y sé que eso de la fotografía es un truco que utilizais los sinvergüenzas como tú para quitaros de encima a las turistas que después de una relación pasajera se ponen pesadas… Les enseñáis la foto, les decís que sois padres de tres niños, y cuando ellas huyen despavoridas os echáis a reír. ¡Eres un golfo de mucho cuidado, Nicolo Bertuceli!

  –Era –corrigió Nico–. Camelia, quédate conmigo para siempre. Los dos juntos conseguiremos todo lo que queramos, y nos amaremos tanto que llegaremos hasta el mismísimo cielo. Si quieres, iremos de Venecia a Londres y de Londres a Venecia, repartiremos el tiempo, el trabajo y las noches de frío… Pero quédate conmigo.

  –Tengo algo que decirte, Nico. Aquella noche que mi marido estuvo en el hotel, hicimos el amor. Lo hice por primera, última y única vez en nuestra vida de casados. Pero espera… No fue hacer el amor, fue… una cosa extraña, triste y absurda que olvidaré en cuanto tú digas que no importa.

  –Bueno –murmuró él–, yo también he hecho de las mías en Venecia, te lo aseguro…

  –Pero no después de conocerme, no después de amarnos, no después de abrazarme a mí, ¿verdad? En cambio, yo, lo hice con Reginald después de haber estado contigo. ¡Dios mío, fue… una cosa estúpida, una venganza idiota, una… cosa repugnante!

  –Hablando de cosas repugnantes: ¿tiramos la pizza al canal y nos vamos a cenar y luego a pasear en góndola? Llamaré a Carlo y le diré que esta noche prepare bien su góndola, pues vamos a hacer el amor en ella…

  –Nico: ¿no te importa? ¿No te importa lo de aquella noche con Reginald?

  –Sólo me importa por lo que pueda lastimarte a ti –la abrazó él–. Por lo demás, te ayudaré a olvidarlo en menos que se piensa. ¿Alguna cosa más?

  –Sí. Te he mentido en lo de la llamada de sir Arnold: sigo siendo riquísima, tengo tanto dinero que nunca podré gastarlo.

  –Estupendo –sonrió Nicolo, empujándola hacia la cama–… Así podrás seguir manteniendo como se merece a tu amante en Venecia.

 

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