ME ESTOY MURIENDO…

 AHORA QUE ME ESTOY MURIENDO

          (El reflejo del sol a los ojos del gato)

 

Ahora que me estoy muriendo, me acuerdo de mi gato.

Tuve un gato siamés, no muy hermoso, y que incluso era un anormal sexual, ya que el pobrecillo nació sin testículos. Le pusimos Pipo de nombre­, ignoro por qué, ya que bien pensado, es un nombre tonto y, por supuesto, carente de imaginación, cosa extraña en mí, que siempre pequé por exceso de ella.

Sí, me estoy muriendo, y en lugar de pensar en cosas im­portantes (¿?), me acuerdo de Pipo.  Cuando lo llevamos al veteri­nario para que lo castrase, dijo que no tenía testículos; al parecer se le habían quedado en el hueco inguinal, o algo así. Puesto que queríamos castrarlo,  la cosa nos resultó de pe­rilla. Y así, mi buen Pipo vivió con nosotros cinco años, sin que jamás nos diese una mala noche ni un mal día por maullidos de índole lujuriosa. 

Sólo cinco años, pobrecito Pipo.

Yo siempre he dicho que fue como si un hombre muriese a los veinticinco, o algo así. Una muerte prematura, ciertamente. Pero así son las cosas, y así era el hígado de mi amiguito: sólo aguantó cinco años.  Se vino a morir bajo mi cama, justo debajo de mis pies. Y hasta en eso fue discreto: esperó a que fuesen las dos de la madrugada, cuando yo ya había apa­gado la luz, después de leer más de lo acostumbrado. Pobrecillo, no pudo reprimir un débil maullido, un quejido de despedida hacia el amigo que él creía dormido.

Pero no; yo no estaba dormido, sino desvelado, pensando en mil cosas. Cuando oí el maullido, creí que habían sido imagina­ciones mías. Mas a los pocos segundos, me senté de repente en la cama, encendí la luz y llamé a mi amiguito, sin recibir respuesta. No sé por qué miré debajo de la cama, francamente. Pero sí sé que cuando lo vi allí, tendido en una postura en la que jamás antes lo había visto, lo pensé: mi amigo se está muriendo.

Lo tome en mis manos, lo retiré cuidadosamente, lo coloqué sobre la alfombra y lo acaricié. Debo confesar que hasta le pedí que no se muriese. Pero, como a toda criatura de Dios, a mi Pipo le había llegado su hora, y me abandonó.

Ahora, cuando yo estoy a punto de abandonar este mundo, me acuerdo de mi Pipo, de su discreción, de sus silencios infini­tos, de su compañía invisible, de su mansedumbre, de su amistad jamás exhibida. Ahora, cuando ya no hay luz en mis ojos, recuerdo con maravillosa claridad aquel día en que Pipo y yo iniciamos el juego que tanto nos divertía a los dos. Un día, mientras comía, moví el cuchillo casualmente de tal manera que el sol que entraba por la cristalera del balcón dio en la hoja, y fue a reflejarse en el techo. Allí, en el techo, hubo como un relámpago de luz, y en el acto Pipo alzó la cabeza. Se quedó mirando el reflejo del sol en el techo con una expresión que yo llamaba  de <gran cazador que nunca ha cazado ni siquiera una mosca>.

Yo moví el cuchillo, ahora con intención, y el reflejo de desplazó velozmente hacia el sofá. Pipo saltó también hacia el sofá, en persecución de aquel reflejo. Durante unos minutos me es­tuve riendo viendo saltar a Pipo  en vano intento de cazar el re­flejo que yo hacía deslizar arriba y abajo por la pared. Reía y le decía a mi amiguito: muchacho, muchacho, ¿no comprendes que eso no podrás cazarlo nunca, que no es real, que es solamente un refle­jo de algo que no está a tu alcance?

¡Pobre Pipo!

¿Cómo había de saber él esas cosas?

Sim­plemente, él veía algo, y por lo tanto ese algo era una realidad. Y así, intentaba cazar esa falsa realidad una y otra vez. Vano in­tento el de mí amiguito, el de querer cazar aquel reflejo del sol.

Y ahora, sí, ahora, solamente ahora que me estoy muriendo en este pozo de oscuridad, me doy cuenta de que mi inteligencia no fue nunca superior a la de Pipo…

—¿Qué, cómo está?

—Ya ves… El médico dice que no pasa de esta noche.

—Pobre hombre… ¿Cuántos años tiene?

—Hace un mes cumplió noventa y cuatro.

—¡Caramba…! Bueno, ya está bien, ¿no? ¡Ya quisiera yo saber que voy a vivir noventa y cuatro años!

—Sí. Son años, desde luego…

—Qué delgado está… ¡Sólo tiene piel y huesos!

—Sí. En realidad, ya no es más que un vegetal.

Como me estoy muriendo, no creo que mi sonrisa haya llegado más allá de mi imaginación. ¡Un vegetal! Bueno, supongo que yo habré dicho algo parecido en alguna ocasión. Vemos a una persona que se está consumiendo en su lecho de muerte, que ni está vivo ni está muerto, y decimos eso de que ya sólo es un vegetal.

Pero no crea nadie que protesto por esta frase de mi bisnieto, no. Pobrecillo, sé que a su manera me quiere. Aunque só­lo sea por costumbre. A fin de cuentas, hasta que ya hubo rebasado cumplidamente sus veinte años de vida yo fui una presencia constante en su vida. Luego, las cosas cambiaron… Se casó, se dedicó a un trabajo que le obligaba a viajar, y cada vez nos hemos ido viendo menos. Y lo mismo ha pasado con mis hijos, y con mis nietos. Dicen que es la Ley de la Vida… Yo diría más bien que es la Pena de la vida.

Y no es que me queje de nada, no. Mi vida, en términos generales, ha sido amable. Hasta hace muy poco, ha sido una vida amable, y, de acuerdo a los términos de medición establecidos, se diría que incluso próspera e interesante. No he sido nunca un hom­bre estático. Tengo la convicción de que la mayor muestra de inteligencia se da con la inquietud. No la inquietud de un ser nervioso, sino la inquietud de una mente sana que nunca tiene suficiente, que cuando conoce ya todo lo que la rodea busca algo que amplíe su tesoro de conocimientos…

—Me parece que ya está muerto.

—No, todavía respira.

—A mí me parece que no. Y fíjate en los ojos, tan fijos y abiertos. Sin un parpadeo. Te digo que está muerto, hombre.

—No sé… Yo creo que no. Voy a avisar a mi padre.

—A quien tienes que avisar es a la funeraria.. Ya me dirás cuándo es el entierro.

—Sí… Bueno, no sé cómo irá esto, porque él no quería que lo enterrásemos en el panteón familiar. Quería que lo quemásemos, después de sacar de su cuerpo todo lo aprovechable, y que luego tirásemos las cenizas del resto al mar.

—Uno menos a visitar y llevarle flores. ¿Qué quiere decir eso de <todo lo aprovechable>?

—Pues los ojos, los riñones… En fin, todo. Hizo donación de todo su cuerpo.

—Pero… ¿puede servir de algo lo que se saque de una persona tan vieja?

—¡Y yo qué sé! Voy a avisar a mi padre.

—Voy contigo.

… su tesoro de conocimientos. Creo que lo más hermoso de la vida es conocer. Aunque no siempre pensé así, naturalmente. A fin de cuentas, no debo de haber sido ningún ser excepcional, des­pués de todo, puesto que he seguido las rutas marcadas. Cuando decimos que somos libres, no nos damos cuenta de la tontería tan grande que acabamos de lanzar al espacio. La tontería aumenta cuando añadimos: como las aves.

¡Libres como los pájaros…!

¿Acaso los pájaros son libres? Libres… ¿por qué? ¿Porque pueden volar de un lado a otro, sin barrera alguna? Esto no es del todo cierto, ya que los pájaros también tienen sus barreras y sus limitaciones. Y no tanta libertad como pensamos. Un pájaro es esclavo del clima, entre otras cosas. No es libre de volar adonde quiera, porque por ejemplo en invierno no volará hacia el norte, por mucho que lo desee. Sabe que si vuela hacia el norte, morirá de frío. Así pues, ya no es «comple­tamente libre», sino que tiene que aceptar determinadas limitaciones. Que las acepte a gusto o a disgusto ya es otra cosa, y ciertamente, no estoy al corriente de eso. Pero no son libres. No hay nadie li­bre. Nadie.

Pero quizá se pueda ser feliz sin ser libre.

Mejor di­cho, se puede ser feliz sin saber que no se es libre. En mi caso concreto, he sido absurdamente feliz, si nos atenemos a los estándares de vida de ritual. Niño feliz, adolescente satisfecho, joven prometedor, adulto de gran proyección, maduro de gran solidez, an­ciano fácil para la convivencia…

—No, hombre… ¿No ves que aún respira?

—Me había parecido que no.

—Pues aún está vivo. Siempre fue muy fuerte.

—Y usted que lo diga. ¡Porque vivir noventa y cuatro años no lo consigue cualquiera!

—¿Crees que nos está oyendo, papá?

—¡Y yo qué sé! De todos modos, no preocuparos: mi abuelo siempre fue un tipo cojonudo. Si contáis un buen chiste todavía es capaz de reírse.

—¡Hombre, don…!

Mi nieto fue siempre un hombre inteligente. Como su abuela.

Es decir, como mi mujer, que pobrecilla hace ya años que me precedió. Me pregunto si me reuniré con ella, porque me decía a menudo que yo iría de cabeza al infierno. ¡Menuda bobada, el infierno…! He dicho que mi mujer era inteligente, pero eso no es exacto; diga­mos que era buena receptora de lo establecido. Si se establecía que en el bachillerato había que estudiar latín, francés y jolotapolo­gia, amén y bendito sea Dios, aunque no supiese ella (ni nadie) qué era la jolotapología. Lo que “sabía era que si decían que había que estudiarla, pues nada, a jolotapologarse y ser más jolotapológica que nadie. ¡Y vaya si aprendía bien la jolotapoligía! Pero de pensar, nada.

Ahora que me estoy muriendo, sé que todas las trabas sexuales que padecimos mi mujer y yo fueron una tomadura de pelo; es decir, que nos jorobaron a lo grande con mentiras cuya utilidad pa­ra alguien no se me ocurre. Ahora que, creyéndome sordo por ser viejo, he oído hablar a los jóvenes a mi alrededor, y he sabido que la cuestión sexual no tiene mayor importancia, me pregunto quién ganó qué privándonos a mi mujer y a mí (¡y a tantísimos más.!) de unas uniones más comple­tas y sinceras y de unos jolgorios picantes y divertidos. O quién gana qué ahora diciéndoles a los jóvenes que lo del sexo es pura filfa, y que uno puede utilizarlo tan ricamente igual que utiliza los oídos para oír y la boca para comer. Y a tal punto están llegando las cosas a este respecto, que  he llegado a la conclusión de que los sentidos corporales no son cinco, como siempre se ha dicho en la escuela, sino seis, a saber: vista, oído, olfato, gusto, sexo y tacto.

¿Y por qué no? 

¿Por qué se puede gozar del placer de un buen vino, de una agua fresca, de una manzana ma­dura, de una buena música, del roce de la seda, del olor de una rosa, de la maravilla visual de una puesta de sol…, y no se puede gozar del sexo? Puestas así las cosas, también nos podrían haber enseñado a mi mujer y a mí que gozar comiendo un buen filete de carne era pecado; o que lo era, y en grado supermortal, escuchar una sinfonía de Beethoven… En resumen, que todo lo que proporcionase placer, era pecado. ¡Santo Dios…, ¿por qué?!

A mi modo de ver, el mayor pecado que tiene el Hombre sobre su conciencia es el de no utilizar su verdadera inteligencia Quiero decir toda su verdadera inteligencia. Pero resulta que de eso tampoco tenemos la culpa las buenas personas como yo, que nos  hemos limitado a utilizarla hasta el límite que se nos ha permitido.

¿Cómo podría yo, pobre de mí, por ejemplo tocar el piano… si jamás hubiese visto tal instrumento? En cambio, si se me hubiera enseñado el violín, podría ser un virtuoso del violín. Lo que pregunto es: ¿por qué no dejarme ver el piano? ¿Por qué ocultarme su existencia?

Sí.

Ahora que me estoy muriendo pienso en estas y en otras cosas.

Los pensamientos pasan por mi mente con la velocidad de la inteligencia, que es superior a la de la luz. Y digo esto porque lo he comprobado. Yo puedo pensar en alguna escena de mi niñez, y en una fracción de segundo pensar en algo sucedido hace una semana, que fue cuando comencé a sentirme mal. En una fracción de segundo mi inteligencia ha recorrido ochenta y tantos años. En cambio, la luz no puede dar este salto: para recorrer ochenta y siete años-luz necesita ochenta y siete años. Creo que me he hecho un lío, pero yo me entiendo, y a fin de cuentas, no tengo que dar cuentas a nadie de las tonterías que piense en mis últimos minutos, horas o días de vida.

Ahora que me estoy muriendo puedo pensar en lo que quiera, sin que nadie me moleste, y sin que nadie me discuta. Aunque no sé si me gusta esto de pensar sólo para mí, y no poder decirle a al­guien lo que he pensado. Creo que los pensamientos son para ser difundidos.­ Si no, ¿de qué sirve el pensamiento? Y ahora que recuerdo, pensar fue siempre mi mayor placer. Recuerdo bien que durante mis primeros años, no pensaba demasiado. Hacía cosas, pero no pensaba. Ya habían pensado los demás por mí, se habían molestado en decidir lo que yo y todos teníamos que hacer, qué era bueno, qué era malo y qué era conveniente, qué teníamos que aprender y cómo debíamos vi­vir. Es por vuestro bien, debían de decirnos.

Y quizás era cierto, porque no puedo decir que las cosas me hayan ido mal.

Como decía antes, me casé con una mujer inteligen­te (dentro de los baremos convencionales, como ya se habrá comprendido), así que podíamos hablar de muchas cosas. También era muy hermosa. Tenía la piel blanca y fi­na, sin vello (bueno, muy poquito y rubio…), y los ojos muy grandes y limpios; recuerdo ahora que cuando ya estábamos casados, me confesó que durante nuestro noviazgo en muchas ocasiones se había echado zumo de limón en los ojos, para que le brillasen más. Y supongo que el limón no debe de ser malo para los ojos, porque ella siempre tuvo una vista excelente. A decir ver­dad, los dos tuvimos siempre una salud increíble, y así pudimos ir gozando de la vida, que se nos fue presentando fácil. No tuve la menor dificultad en ejercer mi carrera, tenía buenos amigos, mi po­sición económica y social era de las mejores, tuve hijos de cuya inteligencia y bondad me enorgullezco todavía, y estos hijos míos tuvieron hijos a su vez, y éstos también han tenido hijos… Tengo tras de mí muchas personas que quizá me recordarán con agrado, y no pocas que lo harán con una sonrisa de cariño. No importa que digan que parezco un vegetal, cosa que, por otra parte, puede ser verdad, aunque en todo caso, un vegetal seco.

Es curioso esto de los vegetales, cuando se secan.

Unos días antes, a veces sólo unas horas, han estado tan frescos, tan tersos, tan bonitos. Incluso una simple lechuga es bonita. A mí, de los vegetales, el  que me hace más gracia es el rábano, y el caso es que no sé por qué. La mayoría de las personas dice que los vegetales no sienten, ni viven, pero naturalmente están equivocadas, porque si no sintiesen ni muriesen, estarían siempre igual, como una piedra, y, en cambio, se mueren y se pudren.

Y ésta es otra: las piedras…

¿De dónde sacamos nosotros que las piedras no tienen vida?

Porque a lo mejor, todo lo que ocurre con las piedras es que tienen una vida diferente a la nuestra, y ya está. Quizá yo estaba preparado para vivir sólo noventa y cuatro años, y una piedra pueda vivir noventa y cuatro millones de años. Ésa es la única diferencia. Pequeña diferencia­ porque, a fin de cuentas, una vez se está en el umbral de la muerte, haber vivido noventa y cuatro años o noventa y cuatro millones de años, ya no tiene importancia. Y no te digo nada cuando ya estás muerto. Entonces sí que, amigo, nada ha servido de nada.

Y por eso, seguramente, he recordado a mi amiguito Pipo.­

Sí, porque pensando, pensando, supongo que estaba haciendo algo así como el arqueo de mi vida, contándola moneda a moneda. Con mi facultad para el recuerdo, subo y bajo, voy y vengo en el espacio y en el tiempo, recuerdo cosas de hace setenta años y cosas de hace setenta minutos. Todo entra en el arqueo: lo bueno y lo malo. Todo. Incluso al comerciante más avispado le endosan cualquier día una moneda o un billete falso, pero también eso forma parte de sus pose­siones y de su vida: aquí tenemos doscientas mil cincuenta pesetas con cincuenta céntimos, y un billete falso de mil pesetas. Suma y sigue el mes que viene. A lo mejor, le hemos vendido el billete fal­so a un coleccionista y nos ha dado por él diez mil pesetas, con lo que hemos hecho un buen negocio. Cosas veredes…

Y me pregunto: muy bien, te estás muriendo, seguramente no pasas de esta noche, pareces un vegetal…, ¿y qué has hecho en la vida?

He hecho muchas cosas, y creo que ninguna mala. Bueno, pequeñas picardías, pero no creo que un ser de la bondad y la omni­potencia de Dios me vaya a tener en cuenta esas cosillas. Incluso espero que le hagan gracia. Lo que no le debe de estar haciendo nin­guna gracia al buen Dios es que los hombres hayan atrofiado a los hombres. Porque cuanto más reflexiono en lo que ha sido mi vida, más me pregunto: <¿Y qué? ¿De qué ha servido todo?> En el momento de ha­cer las cosas, muchas de ellas me han parecido importantísimas, desde luego. Por ejemplo, obtener mi título universitario, casarme, tener hijos, ejercer­ mi carrera… De niño, recuerdo que para mí era importantísimo que el sacristán me dejase tocar la campana de iglesia de mi pueblo. Incluso en cierta ocasión fue importante para mí una chica de la que ahora no hay manera que recuerde ni siquiera el nombre; es decir, ¡olvidé su nombre hace ya tanto tiempo…!

He conocido a personas magníficas que no tenían estudios, y a canallas disfraza­dos con sombrero de copa. He conocido pobres que reían, y ricos que nunca estaban contentos. He visto gente de gran barriga y rostro colorado, y documentales de personas flacas, desnutridas hasta el borde mismo de la muerte…, y que sonríen al saberse enfocados por la cámara. He amado y me han amado, he sufrido en ocasiones y, po­siblemente, haya hecho sufrir a otros. Me he irritado, he gritado, me han gustado los trajes impecables y los zapatos anchos. Siempre me las arreglé para comer bien, y para tener amigos con los que conversar de cuestiones  “importantes” con inteligencia y buen gusto. Al menos, eso creo.

¡He tenido tantas cosas…!

Menos mi inteligencia verdadera, porque ésa la sofocó alguien algún día. En determinado momento, la mente humana dejó de recibir la auténtica información y fue recibiendo otra que a mí me recuerda una casete. Sí, es como si hubiesen vaciado mi cerebro de su auténtico contenido y de sus conocimientos, y me hubiesen puesto una casete donde ya estaba grabado todo el programa de mi vida, a cuyo término llego sin saber nada de nada sobre la verdad.

Por eso recuerdo a mi amiguito Pipo…

Porque ahora, ahora que me estoy muriendo, comprendo que mi vida ha sido toda ella, desde el principio, desde el mismo momento en que fui conce­bido en el vientre de mi madre, como un reflejo de la auténtica vi­da a la que tenía derecho. Alguien se la llevó, me la estafó, y de cuando en cuando, movía un cuchillo, para que en su hoja se reflejase mi verdadera vida, y yo viese… eso, el reflejo. Como Pipo, que veía el reflejo del sol y creía que era algo auténtico, así ha sido mi vida, como el reflejo del sol a los ojos del gato que tanto quise, y que quizás estaba más cerca de la verdad que yo, pues no sabiendo lo que los demás querían que supiese, quizá sabía lo que tenía que saber… Incluso pienso que como nadie se molestó en borrar conocimientos y certidumbres de la mente de los gatos, éstos viven y mueren sabiendo la verdad, y yo no. Yo sólo vivo un reflejo de lo que podría haber sido la auténtica vida que podía crear quien lo creó todo. He sido engañado, pero no sé por quién ni para qué, con exactitud.

Y ahora que me estoy muriendo, quisiera sab

 

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