DE AMORES Y AMORÍOS (3)

TOPMODEL

 

TOP MODEL

 

(Modelo de lujo)

 

 

Novela Romántica

 

 por

 

      ANGELA WINDSOR

 

 

TOP MODEL

 

  Todo su cuerpo parecía de seda blanca.

  Medía metro setenta y dos, pesaba cincuenta y cuatro kilos, y tenía un cuerpo bellísimo, uno de esos cuerpos realmente especiales que ni acusan la osamenta, ni, por supuesto, producen la menor sensación de tener un solo gramo de más.

  Era un cuerpo tan armonioso que parecía el dibujo idealizado de un pintor enamorado de su modelo.

  Los hombros eran suaves, el cuello esbelto, la garganta bellísima, el torso perfecto y ofreciendo la belleza de unos senos altos, turgentes y vibrantes, rematados por grandes y rosados pezones cuya amplia aréola oscura sugería pasiones de altísima sensualidad. Cuando ella caminaba, los senos se movían con una elegancia y una seducción arrebatadoras.

  La cintura era esbelta, móvil, grácil, flexible. Era el eje sobre el que oscilaba el bellísimo busto y accionaban las caderas esbeltas pero bien curvadas. Piernas preciosas, largas, de trazo delicado y sugerente.

  Incluso el ombligo resultaba encantador en aquel vientre liso pero no tenso, sugeridor de ternuras infinitas.

  Más abajo, el vello sexual, negrísimo, denso, esponjoso, rizado, hábilmente recortado por los lados para poder lucir toda clase de modelos de vestir o atuendos de baño o deporte de salón. Un vello atrevido, que a veces parecía permitir visiones prohibidas…

  Brazos que parecían de seda, manos delicadas y bellas, pies pequeños, sólidos y encantadores.

  El rostro era especial.

  Ovalado, de rasgos pronunciados en los pómulos en el más puro estilo eslavo. Boca un poco grande, de labios llenos, rojos, bien trazados. Barbilla un poco puntiaguda, con un hoyuelo vertical en el centro. Dentadura blanca, sana, impecable. Ojos negros, grandes, inteligentes, resplandecientes. Frente despejada. Cabellos negros, que llevaba cortos y rizados como en una graciosa corona.

  Mil formas de sonrisa, mil poses deliciosas, miles de miradas que parecían surgir de la noche que sugerían sus ojos. Mil posturas elegantes, sofisticadas, sugestivas, cautivadoras.

  Ella era una top model.

  Ella era perfecta.

  Sólo le faltaba corazón.

 

 

 1

 

  A primera hora de la madrugada, el Mercedes 600 se detuvo frente al lujoso edificio sito en la Avenue Kléber, de Paris, y el hombre que lo conducía apagó el motor e hizo intención de apearse, pero la mujer que se sentaba a su lado puso una mano en su brazo.

  –No te molestes, Martin, gracias.

  –No es molestia –la miró él, desconcertado.

  –Hace frío –sonrió la mujer–, y no vale la pena que salgas del coche para hacer algo que puedo hacer por mí misma. No es tan complicado abrir una portezuela.

  –Bueno –hizo él un esfuerzo por sonreír a su vez–, eso significa, en realidad, que no deseas que suba a tomar la última copa.

  Se quedaron mirándose fijamente. De pronto, rieron los dos, y ella aseguró:

  –Estoy un poco cansada, Martin, de verdad.

  –No es extraño –él acarició la mano de ella que todavía descansaba en su brazo–. Los éxitos resultan agotadores. No sólo por el trabajo previo realizado para conseguirlos, sino por la celebración del éxito. En cualquier caso, hace tiempo que entre nosotros sobran los cumplidos. Si no hay última copa, pues no hay última copa. Mañana será otro día.

  Ella le besó en la mejilla, muy cerca de los labios, y murmuró:

  –Buenas noches, Martin.

  –Feliz descanso, querida.

  Antoinette Delacroix abrió la portezuela, se apeó del vehículo, y en cuestión de segundos desapareció en el interior del edificio.

  Con la cabeza vuelta hacia éste, Martin Braun se pasó lentamente la punta de los dedos por el lugar de su rostro donde Antoinette le había besado.

  Luego, despacio, como si cada movimiento le resultara dificultoso, dio el encendido y arrancó.

  Las luces de la Avenue Kléber iluminaban a intervalos a Martin Braun en tonos pálidos. Un rostro atractivo, viril, de trazos firmes. Una cabellera espesa y castaña, con distinguidas canas en las sienes. Unas manos delgadas, de artista, apretando el volante con innecesaria tensión. A los cuarenta años de edad se supone que un hombre ya ha aprendido a controlarse, pero Martin Braun no siempre lo conseguía, cuando se trataba de Antoinette Delacroix.

  Decidió que prefería pensar en otra cosa. No tenía por qué obsesionarse con pensamientos que le causaran dolor, era mucho mejor pensar en cosas que, por el contrario, le causaran placer.

  El desfile de modelos en las Galerías Lafayette, de París, había sido un éxito, y, como siempre, muy buena parte de ese éxito se había debido a la presencia de Antoinette Delacroix en la pasarela.

  Cuando de desfiles de moda se trataba se podía recurrir a la vieja polémica de si era la modelo la que realzaba el vestido, o el vestido el que realzaba a la modelo, y, en muchos casos, dicha polémica podía estar justificada: una bella modelo podía dar categoría a un vestido mediocre, y un gran vestido podía embellecer a la mediocre modelo que lo luciera.  En el caso de Antoinette Delacroix, esta cuestión nunca se había suscitado desde que, hacía de esto ya bastante tiempo, comenzaran a publicarse fotografías suyas en las portadas de las grandes revistas como Elle, Vogue, Cosmopolitan, Women, Life, y otras muchas, y ello, ciertamente, a raíz de su primera aparición en las pasarelas cuando apenas había cumplido los veinte años.

  Tras destacar inmediatamente, Antoinette Delacroix se había mantenido siempre en un primer puesto indiscutible que la había convertido en la top model por excelencia.

  En resumen, Antoinette Delacroix era una reina cuyo trono estaba formado por las pasarelas de la moda en todo el mundo, por los reportajes de moda en las revistas más importantes del mundo, por los spots publicitarios de moda en ropa, perfumes y joyas que aparecían en las cadenas de televisión de todo el mundo…

  Para algunas personas introducidas en la profesión, el triunfo de la bella modelo era obra de su agente representante, el astuto, culto y refinado Martin Braun. Y esto era cierto, pero no de un modo absoluto. Sin la menor duda, Braun era un negociador inteligente y tenaz, y, en el aspecto financiero y de promoción profesional, se le podía conceder el noventa por ciento del éxito conseguido por la top model. Pero el propio Braun era el primero en reconocer que por muy sagaz, inteligente y osado que él hubiera sido en las negociaciones de los contratos para su pupila, no habría conseguido nada si Antoinette Delacroix no hubiera sido Antoinette Delacroix y no hubiera tenido los ojos, las facciones y el cuerpo de Antoinette Delacroix.

  –Es como ir a vender oro a centavo la libra –decía Martin Braun, riendo–: incluso el peor vendedor del mundo se hincharía de vender oro.

  –O sea –le replicaron una vez–, que la señorita Delacroix vale su peso en oro.

  –La señorita Delacroix no vale su peso en oro –dijo Martin Braun–. La señorita Delacroix, sencillamente, no tiene precio.

  El inicio de una fina lluvia otoñal alertó a Martin Braun. La lluvia engañaba la vista, y siempre había algún loco que consideraba que durante la madrugada las avenidas de Paris podían ser utilizadas como un circuito de competición automovilística. Más valía concentrarse plenamente en la conducción, no ya en la propia, sino en la de los demás…

  Sí, hacía frío en Paris.

  Por fortuna, Antoinette ya estaba recogida en su lujoso y confortable apartamento.

 

*   **   *

 

  Lujoso, confortable y excesivo.

  Un apartamento como aquel, para una sola persona, podía considerarse como un despilfarro. Casi doscientos cincuenta metros cuadrados repartidos en cuatro dormitorios dobles, tres baños, gran salón con chimenea, enorme cocina, terraza a la Avenue Kléber con vistas a la Place de l’Etoile a la izquierda, y los Jardines del Trocadero, el Palais de Chaillot y la Tour Eiffel a la derecha…, y, por supuesto, entre el palacio y la torre, el Sena, con las luces de esas embarcaciones que nunca faltan a toda hora.

  “–Cualquier día –se dijo una vez más Antoinette– dejaré este suntuoso y solemne apartamento y me iré a uno pequeñito y alegre, quizá en Montmartre.

  Sonrió al imaginarse la reacción de Martin ante este deseo suyo; se llevaría las manos a la cabeza, y exclamaría:

  –¡De ninguna manera! ¡Querida, tú no eres una corista del Folies, tú eres la mejor top model del mundo! ¡Qué pensarían si dejaras tu apartamento de la Avenue Kléber!

  Seguramente, reflexionó Antoinette, pensarían que la señorita Delacroix, la top model por excelencia, la reina de las pasarelas, estaba arruinada. Y no se hallarían muy lejos de la verdad quienes así pensaran… Desechó rápidamente estos pensamientos, y se dispuso a desvestirse.

  Sobre la mesita de noche, como siempre, vio el montoncito de recados telefónicos, cuidadosamente anotado cada uno en una hojita, y al lado la correspondencia recibida aquel día.

  Todo muy bien colocado allí por Camille, la doncella encargada del cuidado del apartamento durante el día. Camille llegaba a las diez de la mañana y se iba a las cinco de la tarde, muy orgullosa de su trabajo nada menos que para la famosa top model y en la prestigiosa Avenue Kléber.

 ¿Qué diría Camille si le propusiera seguir trabajando para ella, pero en un pequeño apartamento de Montmartre?

  Antoinette encogió los hombros, terminó de desvestirse, y se sentó en el borde de la cama.

  No le había mentido a Martin: estaba bastante cansada. Pero al mismo tiempo estaba demasiado tensa para dormir.

  Lo sabía de otras veces, de muchas otras veces como la presente, de muchas noches de trabajo, o de fiestas, o de cenas, o de celebraciones, o de tantas y tantas cosas que sucedían en su vida. Sabía que cuando llegaba a casa después de una jornada intensa, no tenía muchas alternativas: o tomaba un baño muy caliente para relajarse, o tomaba un par de pastillas sedantes, o intentaba relajarse leyendo.

  No tenía ganas de bañarse y detestaba los somníferos, de modo que optó por la lectura.

  Y una lectura nada complicada, por cierto: las anotaciones de los recados telefónicos. Había diecisiete en total, y ni uno solo de ellos merecía que ella se molestara en contestarlo.

  Es curioso cómo la gente se lanza a admirar a otras personas, ciegamente, convencidos además de que su admiración no sólo está absolutamente justificada, sino que es como un nexo de unión con la persona admirada: te admiro, luego esto nos une, somos amigos. Sucede lo mismo que con la televisión: quienes veían a Antoinette Delacroix en televisión creían que Antoinette Delacroix también los veía a ellos, que realmente miraba sus ojos y no a una cámara, y la saludaban por la calle o en el restaurante como si fuesen conocidos, e incluso viejos amigos.

  En la correspondencia había algunas facturas, publicidad, un par de cartas que no tuvo el menor interés en abrir, una revista mediocre de moda, y una carta cuyo matasellos revelaba que llegaba de las islas Hawai, concretamente de Honolulu, y que sí llamó su atención.

  Le dio la vuelta, leyó el nombre del remitente, y el corazón le dio un vuelco.

  Michael Waverly.

  Debajo del nombre constaba la dirección: 88, Ilaniwai Street, Honolulu, Hawai Islands.

  Michael Waverly.

  Todavía sin darse cuenta de que el sobre no era propiamente de carta normal, todavía sintiendo el corazón agitado, Antoinette rasgó el borde de aquél y extrajo la cartulina que contenía.

 

GEORGIA KIMBERLY y MICHAEL WAVERLY

le comunican su próximo enlace matrimonial

y tienen el placer de invitarle al mismo.

 

La ceremonia tendrá lugar

el próximo día 5 de diciembre

en el domicilio actual de la novia,

212, Paoakalani Avenue, Waikiki, Honolulu.

 

  En la misma tarjeta se incluía un teléfono para confirmar la asistencia.

  Pero no había nada más.

  No había una nota personal de Michael, nada, sólo la invitación.

  El corazón de Antoinette se fue aquietando, al mismo tiempo que su rostro iba perdiendo color.

  Nada.

  Ni unas líneas, ni un saludo, ni un recuerdo. La simple, escueta, fría invitación. Michael se casaba con otra mujer y se lo comunicaba, eso era todo. Me caso en Honolulu; si quieres venir, confírmalo por teléfono, y si no quieres venir me es indiferente.

 ¿No era esto lo que en realidad significaba el envío de la participación sin una sola palabra de comunicación personal, sin una sola palabra de comunicación… íntima?

  Antoinette se dejó caer en la cama, y cerró los ojos. Bien, tal vez ella no merecía más, después de todo.

  Los recuerdos acudieron, impetuosos, arrolladores. Se sintió como si realmente estuviera en Nueva York, viviendo su relación con Michael. Una relación que había comenzado de modo intrascendente y divertido. Ella estaba en el vestíbulo del Hilton, esperando a Martin Braun, cuando se le acercó aquel desconocido alto, atlético, rubio, de ojos grises y sonrisa de ejecutivo desconfiado.

  –Perdone –la interpeló–… Usted es Antoinette Delacroix,¿verdad?

  –Sí.

  Antoinette contestó con desgana, con indiferencia, incluso con aburrimiento.

  Había conocido miles de hombres como aquel, más guapos que aquel, más atléticos y atractivos que aquel, y todos decían lo mismo, se sabía la canción de memoria: <soy un gran admirador suyo, es usted más encantadora en persona que en fotografías, su elegancia es excepcional, etcétera, etcétera, etcétera>. Y todo esto, sin contar con los que cometían la vulgaridad de pedirle una foto o un autógrafo.

  Pero lo que dijo Michael Waverly fue:

  –Debería tomar un poco el sol: tendría un aspecto más natural.

  Sólo entonces miró Antoinette a los ojos al desconocido, por supuesto con toda la frialdad que pudo expresar.

  –Tendré en cuenta su consejo. Gracias.

  –Si tomara el sol –sonrió de nuevo Michael– incluso yo me enamoraría de usted.

  –Eso sería maravilloso –dijo Antoinette, con evidente sarcasmo.

  –Sin duda –asintió Michael–. Encantado de esta charla.

  Se alejo rápidamente, dejando estupefacta a Antoinette. Pero ésta comprendió a qué se debía la veloz retirada del desconocido cuando, apenas tres segundos más tarde, Martin aparecía ante ella, preguntando:

  –¿Quién es ese sujeto?

  –No tengo ni idea.

  Tres días más tarde, Antoinette coincidió en el ascensor con el desconocido, que indicó al botones un piso inferior al en que Antoinette se hallaba alojada en una suite. Se miraron, ella inexpresiva y él con cierta malicia. De repente, para sorpresa del botones, los dos se echaron a reír. Él tendió su mano.

  –Michael Waverly –dijo–: representante del sol y reclutador de adeptos.

  Antoinette aceptó su mano, riendo de nuevo. El ascensor llegó al piso indicado por Michael, pero éste no salió. Salió en el piso siguiente, con Antoinette, y la acompañó hasta la puerta de la suite. Tomó la llave de manos de la top model y abrió la puerta, colocándose a un lado y diciendo:

  –No entraría ahí ni por un millón de dólares.

  –Nadie le ha invitado a entrar –recordó Antoinette.

  –Aunque me lo pidiera de rodillas no entraría. No hay sol. Todo son tinieblas apenas disipadas por artefactos artificiales.

  Antoinette movió la cabeza, sonriendo.

  –¿A qué se dedica usted?  –se interesó– Seguro que además de representante del sol es vendedor de altos vuelos, o alto representante de una compañía de seguros, o…

  –Nada de eso. Lo que en realidad soy es buscador de fortuna.

  –Ah.¿Y cómo se busca la fortuna?

  –Se mira alrededor con mucha atención, y cuando aparece se la distingue enseguida. Entonces, rápidamente, se la atrapa y ya nunca se la deja escapar.

  –Ya –le miraba ella irónicamente–.¿De verdad no quiere usted entrar?

  –No. Pero tal vez quiera usted salir. Me gustaría invitarla a tomar el sol.¿Conoce Central Park?

  –Por supuesto.

  –Claro.¿Quién no conoce Central Park?  Bueno, podríamos ir una mañana a almorzar en el campo.

  –Almorzar en el campo –se pasmó Antoinette–… ¿Quiere decir ir al campo en coche, llevando una cesta con algunos bocadillos y cerveza o coca-cola…, y cosas así, y sentarse en la hierba a comer?   –Supongo que le parece una proposición deshonesta.

  Volvieron a reír los dos.

  Cuatro días más tarde, Antoinette llamó a Michael para decirle que tenía libre la mañana siguiente, y que estaba dispuesta a probar la experiencia de almorzar en el campo. Michael se encargó de todo: compró una cesta, encargó el almuerzo en una charcutería de la calle Cuarenta y Dos, y, en efecto, llevó coca-cola y cerveza, y no, como llegó a temer Antoinette, champán o cualquier otra bebida más sofisticada.

  Fue un éxito en todos los sentidos. Especialmente en el de tomar el sol, pues a su regreso al hotel la piel de Antoinette se veía peligrosamente enrojecida.

  Pero Michael también encontró solución a este problema que podía haber sido inquietante.

  Antoinette estaba ya en su suite, recién duchada y envuelta en un blanco albornoz, cuando sonó la llamada a la puerta. Fue a abrir, y se quedó mirando con gesto desconcertado a Michael, que le mostraba un pequeño frasco en la palma de la mano.

  –Complemento al servicio solar. Obsequio especial del astro rey para descongestionar pieles delicadas.

  –Eres muy amable por pensar en esto –se sorprendió gratamente Antoinette–. La verdad es que aunque me he duchado noto en la piel un calorcillo un poco excesivo.

  –Lo cual no te ocurriría si tomaras el sol con más frecuencia. En cualquier caso, esta crema obra maravillas. Sobre todo si es aplicada por manos expertas y afectuosas.

  –¿Por ejemplo?

  –Bueno, digamos que estoy acostumbrado al sol y a todo lo que con él se relaciona, y que si mis manos pudieran tocarte sólo podrían expresar… un gran y delicado afecto.

  Ella se quedó mirándolo profundamente unos segundos. Luego se apartó del umbral, con un gesto que no precisaba mayores aclaraciones. Cerró cuando él hubo entrado, y se dirigieron al dormitorio. Había luz en el cuarto de baño, cuya puerta estaba abierta, y estaba encendida una de las lamparitas de noche del dormitorio. Como consecuencia, la iluminación en éste era extraña.

  El ambiente era recogido, íntimo.

  –Me pones crema sólo en la espalda, cerca de los hombros –murmuró Antoinette–, y el resto lo haré yo.¿De acuerdo?

  –Por supuesto.

  Con toda naturalidad, la top model se quitó el albornoz, quedando completamente desnuda ante los ojos de Michael, que apenas mostraron alteración, tan sólo un parpadeo como el de quien se siente momentáneamente deslumbrado. Antoinette se tendió boca abajo en la cama, en silencio. Michael se sentó en el borde, se puso un poco de crema en las manos, y las deslizó suavemente por la parte alta de la espalda femenina.

  Antoinette había llevado durante aquel día un liviano jersey de hilo escotado en pecho y espalda, y verdaderamente el sol se había cebado en la fina piel, de modo que Michael aplicó la crema con todo cuidado.

  Sus manos se deslizaban por el cuerpo femenino como si estuviera acariciando delicada seda.

  En realidad, es lo que parecía la piel de Antoinette, que absorbió la crema. Michael deslizó una mano por la nuca femenina, otra hacia la parte baja de la espalda, donde, por cierto, el sol no había llegado en modo alguno. Su mano izquierda acarició son suavidad las encantadoras nalgas de la top model, tan carentes de señales solares como la espalda. Luego ambas manos presionaron en el centro de la espalda, pasaron a los costados, y desde aquí al borde externo de los pechos, que también fueron acariciados, con gestos delicados, suaves.

  Antoinette no se movía; parecía dormida.

  Ni siquiera dio señales de estar despierta ni de enterarse de lo que sucedía cuando Michael dejó de acariciarla, se puso en pie, y procedió a desnudarse.

  Cuando él estuvo completamente desnudo, se colocó de rodillas en la cama, junto a Antoinette, y le dio la vuelta con toda cuidado, dejándola cara al techo. Ella abrió entonces los ojos, y miró los de él. Michael se inclinó, la besó en el vientre, en los muslos, en el pecho, en los ojos, la boca, la garganta…, mientras las manos de ella buscaban la íntima caricia en el cuerpo de él.

  Se estaban besando profundamente en la boca cuando Antoinette Delacroix hizo un gesto de tracción con sus manos, y al mismo tiempo separó sus muslos.

  Sin dejar de besarla, Michael Waverly se fue colocando entre los palpitantes muslos femeninos. Encontró fácilmente el camino, y penetró en él lentamente, muy despacio, con gran suavidad, sumergiéndose en aquel cuerpo cálido, tierno y dulce.

  Antoinette Delacroix tuvo que apartar su boca de la de él para poder respirar. Emitió un hondo suspiro de placer, se abrazó al cuerpo del hombre, y se dejó llevar por las sensaciones más maravillosas de la vida…

  El recuerdo era tan intenso que ahora, tendida sola en la cama de su lujoso dormitorio, Antoinette Delacroix experimentó en su intimidad unas sensaciones de terrible ansiedad que casi parecía que fuesen a culminar en un placer tan completo como el recordado.

  La frustración al no ocurrir así la dejó deprimida y descentrada, con el pulso alterado. Fue al cuarto de baño, se colocó ante el tocador, y, ajena a su desnudez con la que tan familiarizada estaba, comenzó a desmaquillarse.

 ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a Michael?

  Pues, simplemente, desde que ella dio por terminada la relación, desde el día en que ella le dijo a él que estaba empezando a absorber demasiado su tiempo, su cuerpo y sus pensamientos, y que ni mucho menos era esto lo que ella quería, pues tenía planes de mayor amplitud para su propia vida que dedicarse al amor.

  Todavía recordaba la intensa palidez que apareció en el rostro de Michael Waverly, su mirada como súbitamente muerta, la crispación de su boca… Hacía de esto casi tres años.

  Tres años.

 ¿Ya habían transcurrido casi tres años desde que ella y Michael se fueran cada uno por su lado?

  Bueno, en realidad, dos años y cuatro meses. Le pareció que todo había sucedido como en otra vida, pero, al mismo tiempo, lo recordaba como si hubiera sucedido ayer. En realidad, todos sus amores los recordaba como si hubieran sucedido en otras vidas…, pero ayer mismo.

 ¡Qué curiosa sensación!

  Se quedó mirando en el espejo el rostro desmaquillado. Por un momento le pareció ver una arruga en alguna parte, pero cuando tras el sobresalto miró con gran atención en su busca, no la encontró.

  –Claro que no –se esforzó en sonreírse a sí misma–… ¡Cómo habría de tener arrugas a los treinta y un años!

  El pensamiento le hizo tanta gracia que, finalmente, se le pasó la depresión y se echó a reír.

 

 

 

  2

 

  Martin Braun había quedado lívido al ver la tarjeta, y durante unos segundos más de la cuenta sus párpados permanecieron bajos, ocultando la expresión de su mirada.

  Por fin, alzó ésta para posarla en Antoinette.

  –¿Y piensas ir a la boda?  –murmuró.

  –La verdad es que me hace gracia –asintió ella.

  –Yo diría que no se te ha perdido nada en Honolulu.

  –Claro que no. Pero precisamente, ayer terminamos el trabajo de Lafayette, y sabes muy bien que disponemos de un par de semanas libres. En París es otoño, llueve, hace frío, y, francamente, estoy un poco aburrida de esta ciudad.

  –¿Estás aburrida de París?  –exclamó Martin–. ¡Querida, París es tu ciudad! Naciste en París, vives en París, trabajas en París… ¡Y París es París!

  –Está bien –se impacientó Antoinette–, amo París, pero te recuerdo que trabajo en todo el mundo y vivo en todo el mundo. Y en estos momentos me atrae mucho pasar unos días en Hawai. Allí el otoño es más dulce que una primavera de París, el cielo está siempre azul, los mares son preciosos, las islas están llenas de flores…

  –Vamos, Antoinette –rió Martin–… ¡Eso es una tarjeta postal, no una realidad! En esas islas hay días sin sol, sopla el viento del interior de las islas y del mar, truena y llueve,¡y cuando llueve, llueve de verdad! Las Hawai ya no son el último paraíso del planeta, sino unas islas turísticas muy bien promocionadas. Y en cuanto a Honolulu es una ciudad como otra cualquiera, por muy exótica que quieran presentarla al turismo.

  –Las Hawai, y concretamente Honolulu, son lugares todavía encantadores –insistió Antoinette–. Y en cualquier caso yo no voy allí a hacer de turista papanatas, sino a asistir a la boda de un amigo que me ha invitado.

  –¿Un… amigo?

  –Un amigo. Uno de los pocos buenos amigos que he tenido.

  Martin Braun palideció y bajó la mirada.

  Antoinette titubeó, pero terminó por acercarse a él y echarle los brazos al cuello.

  –Martin, son cosas que pasan en la vida –murmuró dulcemente–. Hay personas que nunca aman, que son incapaces de amar, y hay personas que aman demasiado…, pero ni una cosa ni otra tiene demasiada importancia. Se ama, se deja de amar, y se sigue viviendo. Es muy simple. El amor es sólo una de tantas cosas que nos ocurren a los seres humanos, no significa nada decisivo en nuestras vidas.

  –Ya, ya sé cómo piensas en todo esto. Pero entonces… ¿qué necesidad tienes de ir a Honolulu?

  –¡Pero si te lo estoy diciendo…! Hemos terminado un trabajo agotador de varias semanas, hemos celebrado el éxito, tenemos dos semanas libres, aquí es otoño, hace frío y llueve, y en las Hawai todo debe de estar lleno de sol y de luz… Bueno, si lo que ocurre es que no quieres acompañarme sólo tienes que decírmelo. Si te lo he dicho ha sido porque creía que querrías venir conmigo, pero si prefieres quedarte en París…

  Se quedaron mirándose a los ojos, él muy serio, ella sonriente. Martin terminó por rodear la cintura de Antoinette, muy despacio, y apoyó sus manos en las tibias caderas, por encima del vaporoso salto de cama. Percibió el calor de la carne, su turgencia. La mirada del hombre bajó un instante hacia el pecho femenino, y distinguió, a través de las sutiles transparencias del tejido, la forma de los pechos.

  Cuando volvió a mirar los ojos de Antoinette, había en éstos un gesto de cautela, de expectación…, incluso de inquietud.

  Por un instante, las manos de Martin se crisparon en las caderas de la top model, pero las retiró enseguida y se apartó de ella casi bruscamente.

  –Te acompañaré –murmuró.

  –Estupendo. Y ahora, dime qué haces aquí tan temprano.

  –¿Temprano? ¡Es casi la una!

  –¡Cielos! ¿Cómo es posible que Camille me haya dejado dormir tanto?  Aunque ahora que pienso: ¿acaso tengo algo especial que hacer durante el día de hoy?

  –Pensé que querrías venir a almorzar al Bois de Boulogne.

  –¿Al Bois? ¡Qué extravagancia…! –rió Antoinette.

  –Podemos ir a cualquier otro sitio –refunfuñó Martin.

  –No, no… ¡Qué encantadora idea, ir a almorzar al Bois! ¿Podrás esperarme veinte minutos?

  –Lo intentaré –susurró Braun.

  Ella le sonrió, lo dejó en el saloncito, y fue al dormitorio. En el cuarto de baño anexo, Camille estaba terminando de prepararle el baño.

  –Camille, va a disponer de un par de semanas libres –dijo Antoinette–. El señor Braun y yo nos vamos a Honolulu.

  –¿Va a trabajar allí, señorita?

  –No. Es un viaje… de placer. De vacaciones.

  –¿Usted y el señor Braun solos? ¡Cuánto me alegro!

  –¿Sí? ¿Por qué?

  –Por nada –murmuró Camille, dirigiéndose hacia la puerta–… Por nada, por nada.

  Antoinette quedó sola, fruncido el ceño. Estuvo así unos segundos. Luego, como de mala gana, como resistiéndose, como quien hace algo de lo que con seguridad va a tener motivos para arrepentirse, fue volviendo lentamente la cabeza hacia el espejo, y miró su rostro, relajado por el descanso, por varias horas de sueño.

  Aun así, allá estaban, apenas visibles en su desmaquillado rostro, pero evidentes para ella, para sus ojos atentos, vigilantes, temerosos.

  Allá estaban.

  No habían sido imaginaciones de la noche anterior, no eran un sueño.

  Eran una realidad.

  Posiblemente, nadie más que ella las vería todavía durante un tiempo, pero ya estaban allí las primeras diminutas arruguitas, junto a los ojos escrutadores.

  De repente, tuvo miedo.

  No sabía cómo, se había gastado casi todo el muchísimo dinero que había ganado en diez años largos de éxito ininterrumpido. Tenía arrugas. Santo cielo, había cumplido ya treinta y un años, tenía el dinero justo para pasar una temporada no superior a un año, y, coincidiendo con el consumo total de su dinero, las arruguitas comenzarían a ser cada vez más evidentes, y entonces…

  Entonces, ya no sería la celebradísima y admiradísima top model, cada vez le sería más difícil contratarse para hacer pases de modelos y spots televisivos, los fotógrafos descubrirían enseguida sus arruguitas, y comenzarían a poner excusas para no ofrecerle sesiones… mientras buscaban jovencitas tersas y risueñas para sus insaciables cámaras.

  Pero quizá todavía estaba a tiempo de no perder el tren de la vida.

  Seguramente había perdido el tren del amor, pero no quería perder el tren de la vida confortable y lujosa a la que estaba acostumbrada.

  No le había dicho a Martin que la noche anterior, después de reírse de ella misma, había decidido hacer unas llamadas a Estados Unidos antes de acostarse. Gracias a esas llamadas a viejas amistades había conseguido noticias de última hora sobre Michael Waverly, aunque un poco confusas. Al parecer, Michael Waverly estaba en las Hawai hacía dos años, y allá había encontrado un buen camino para hacer fortuna. Tan bueno que hacía muy poco se había asociado con uno de los hombres más ricos de las Hawai, y al parecer su futuro era magnífico.

  Todavía, antes de que apareciesen del todo aquellas arruguitas, ella podía sacar partido de su grandioso encanto de top model.

  A costa de lo que fuese.

  –Y no te voy a avisar de mi llegada –susurró, mirándose todavía en el espejo–: simplemente, llegaré.

 

*     **     *

 

  Llegaron al Honolulu International Airport, en vuelo directo desde San Francisco, tres días después de que Antoinette recibiera la participación de boda.

  El viaje había resultado un poco pesado por lo precipitado y por los diferentes transbordos, pero Antoinette estaba entusiasmada, y su actitud era triunfante. 

  –¿Te das cuenta?  –había dicho repetidamente–. ¿No es como si estuviésemos en otro planeta? ¿No parece como si París y el otoño no existieran?

  Martin Braun no tuvo más remedio que permanecer callado, pues la top model tenía razón.

  El cielo estaba despejado, y ofrecía un azul nítido y refulgente de sol, de modo que cuando estuvieron cerca de las Hawai pudieron ir contemplando las islas de este a oeste a medida que se iban acercando a la de Ohau, cuya capital es Honolulu.

  Manchas de intenso verdor, tierras oscuras, las formas de los volcanes, resplandores de agua en el interior de las islas, y, sobre todo, en las hermosas playas adornadas por interminables filas de olas coronadas de espuma. Divisaron Hawai, y sobrevolaron Maui y Molokai antes de llegar, por fin, a Ohau. Cuando descendían sobre ésta, alcanzaron a divisar Kauai, la última, hacia el oeste, de las grandes islas del archipiélago polinesio.

  Era un día azul y de luz dorada, era un día que podía hacer pensar que los paraísos todavía existen.

  Esta impresión se desvanecía bastante en el aeropuerto, cuyo aspecto y bullicio no se diferenciaba demasiado del de San Francisco, salvo en la mayor cantidad de turistas, algunos realmente típicos y graciosos que iban de un lado a otro con los collares de flores de hibisco y saludándose unos a otros riendo y exclamando “¡aloha, aloha, aloha!”.

  –Estos sí que son unos auténticos papanatas –masculló Martin–. Voy a encargarme del equipaje… ¿Sigues sin querer avisar a Michael de tu llegada?

  –Ya te dije que quiero darle una sorpresa.

  –No será demasiado grande, pues si te ha invitado debe de esperar verte por aquí. Sólo tienes que hacer una llamada telefónica, Antoinette.

  –Que no.

  –Está bien.

  Veinticinco minutos más tarde, y próximo ya el mediodía, viajaban en un taxi por Lagoon Drive hacia la salida del aeropuerto.

  Pasaron junto a Keehi Lagoon Park, salieron a Nimitz Highway, y de nuevo pasaron junto a Keehi Lagoon Park, ahora por la parte norte, en dirección al centro de Honolulu. Tras recorrer parte de la ciudad divisando Sand Island a su derecha, llegaron a Aloha Tower Park, donde terminaba la autopista.

  Mientras el taxista bordeaba el pequeño parque por la recién enfilada Ala Moana Avenue, Antoinette contemplaba sonriente la Aloha Tower. Por supuesto, la conocía ya, pues había estado anteriormente en Honolulu, pero hacía de esto bastante tiempo. Sí, bastante tiempo…

  “–¡Cómo pasa el tiempo! –pensó, con no poca aprensión.

  Estuvo a punto de sacar el espejito del bolso para ver si destacaba en su rostro alguna arruguita que requiriese un hábil toque de maquillaje, pero rechazó en el acto la idea, pues se daba perfecta cuenta de que se estaba obsesionando, y esto no le interesaba en modo alguno. Lo que tenía que hacer era olvidar las arruguitas, no aprovechar cualquier momento para insistir en convencerse de que estaban allí.

  El taxi circulaba bien por Ala Moana Avenue. Pasaron frente a Ala Moana Park y Magic Island, y poco después frente al puerto de yates. Abandonaron Ala Moana al llegar a Kalia Road, donde en el número 2199 se hallaba el Halekulani Hotel, frente a una de las playas más famosas del mundo: Waikiki Beach.

  Eran las doce y media cuando Antoinette Delacroix se instalaba en la habitación que habían reservado desde París cuarenta y ocho horas antes. Junto a su habitación estaba la de Martin Braun, el cual pasó a buscarla cerca de la una, para ir a almorzar.

  –¿Todo bien?  –se interesó Martin.

  –Sí. He estado contemplando el mar desde la terraza… Decididamente, me gusta más Copacabana, de Rio, que Waikiki Beach.

 

 

 

 

  –Es más refinada, tal vez.

  –Y sin embargo –la mirada de Antoinette giró hacia el ventanal abierto a la terraza desde la cual había estado contemplando el mar–… Sin embargo, esta grandiosidad es muy hermosa.

  Martin asintió. Desde allí veía las interminables olas espumosas resplandecientes al sol, y sobre ellas, como siempre, muchos jóvenes practicando el surfing. Llegaba un denso olor a mar agitado. Los mares del sur…

  Cada sitio del mundo tiene su encanto peculiar. Unos más que otros, o quizá, simplemente, son diferentes encantos que hay que saber distinguir. Como en las personas: cada persona tiene su encanto propio, pero hay que saber verlo, encontrarlo, distinguirlo.

  –¿Cuándo piensas ir a ver a Michael?  –preguntó de pronto.

  –Esta misma tarde. Descansaré un poco después de almorzar, tomaré un baño, y hacia las cinco y media espero estar en la dirección que indica el sobre.

  –Ya he alquilado un coche por medio del hotel –dijo Martin–. Con toda seguridad lo tendremos a nuestra disposición dentro de un par de horas como máximo.

  –Bien. Pero iré en taxi a visitar a Michael –miró a los ojos a Braun y añadió, como si no tuviera importancia–… No es necesario que te molestes en acompañarme, Martin.

  Éste bajó la mirada, permaneció inmóvil y en silencio unos segundos, y luego, simplemente, se dirigió hacia la puerta de la habitación, que abrió para que pasara la top model.

 

*     **     *

 

  El taxi se detuvo justo enfrente del número 88 de Ilaniwai Street, que se hallaba relativamente cerca de Ala Moana Park. El edificio no era ni nuevo ni moderno, pero tenía un aspecto de cierto estilo, bien cuidado y con flores en las terrazas.

  Antoinette pagó al taxista y se apeó.

  Segundos después entraba en el vestíbulo del edificio, vio al conserje sentado tras un pequeño mostrador, y se acercó. El hombre, un nativo de aspecto simpático y despreocupado, se puso en pie, y Antoinette pensó que lo hacía más por mirarle las piernas que por cortesía. Decidió privarle del placer de ver sus grandes y bellos ojos, así que no se quitó las gafas de sol.

  –Vengo a visitar al señor Waverly –se expresó Antoinette con toda naturalidad en inglés–. ¿Qué apartamento…?

  –El señor Waverly apenas para aquí estas últimas semanas. Si desea dejarle algún recado con mucho gusto se lo transmitiré.

  –¿A qué hora suele regresar por la noche?

  –Si regresa, lo hace bastante tarde, pues yo ni me entero.¿Conoce usted al señor Waverly?

  –Desde luego.

  –Bueno, en ese caso sin duda sabe usted que el señor Waverly está a punto de casarse.

  –Naturalmente.

  –Tengo entendido que él y su esposa vivirán en la casa actual de ella, en la que están haciendo algunos arreglos. El señor Waverly pasa allí la mayor parte del tiempo que le deja libre su trabajo.

  –Entiendo. Muchas gracias.

  –¿Tiene la dirección?

  –Sí. Adiós.

  Antoinette salió del edificio, y poco después tomaba otro taxi, al que dio la dirección que constaba en la participación de boda. El taxista condujo por Ala Moana y luego por Kalakaua, la hermosa avenida que discurre frente a Waikiki Beach.

  Los cocoteros se recortaban en el cielo que se doraba al sol de la tarde. Las estructuras de los grandes y lujosos hoteles resplandecían con intensa blancura. Había indicadores sobre la ubicación del Honolulu Zoo, pero el taxi giró a la izquierda antes de llegar allí, y enfiló Paoakalani, calle que era transversal a Kalakaua, y que se iniciaba cerca de la playa.

  El 212 de Paoakalani estaba muy cerca del cruce con Kalakaua Avenue, y Antoinette Delacroix se sintió impresionada cuando el taxi se detuvo ante las verjas de hierro forjado, que se hallaban abiertas. Al fondo de un grandioso jardín, como rodeada de cocoteros, hibiscos, sol y brisa de mar, distinguió la casa, grande y blanca, de tejado ocre, con toldos listados de blanco y amarillo en las terrazas.

  –¿Se apea aquí o entramos?

  –Entre –murmuró Antoinette, quitándose las gafas para el sol.

  El taxi recorrió el camino asfaltado. A los lados había grandes macizos de hibiscos, pero también de <ilimas>, como era de rigor, pues si bien el hibisco es la flor oficial del Estado de Hawai, la <ilima> es la flor característica y distintiva de la isla de Ohau, y su color amarillo intenso contrasta con el rojo de los hibiscos.

  Antes de que el taxi se detuviera, Antoinette pudo ver, a un lado de la casa, la gran piscina de forma caprichosa y rodeada de parasoles clavados en el césped. Más allá distinguió el color de la tierra batida de un par de pistas de tenis.

  Antoinette pagó la carrera, y se apeó. Cuando el taxi se alejaba, una muchacha polinesia, guapísima y sonriente, salía de la casa. Llevaba un uniforme azul y una flor de hibisco en el pelo.

  –Buenas tardes, señorita –saludó alegremente. 

  –Buenas tardes.¿Está en casa el señor Waverly?

  –Ah, sí. Llegó de la plantación hace unos minutos. Sea tan amable de acompañarme.

  Entraron en la casa, y Antoinette Delacroix se percató enseguida de la sencillez y el buen gusto de la decoración. No había allí nada superfluo, todo era útil, todo era bello, todo tenía estilo. Era una casa amplia, confortable y con clase. Parecía como si estuviera expresamente pensado que la mayor parte del espacio fuese para las personas y para la luz que lo inundaba todo.

  Al parecer, era cierto que Michael Waverly, el buscador de fortuna, había encontrado ésta, al fin.

  La criada introdujo a Antoinette en una sala, y dijo:

  –Por favor, siéntese.¿A quién debo anunciar?

  –Pues –sonrió la top model– yo preferiría darle una buena sorpresa a Michael. Dígale, simplemente, que se trata de un amigo.

  –Un amigo –asintió la muchacha–. Muy bien.

  Salió, cerrando la doble puerta de la sala.

  Antoinette no se sentó. Prefirió acercarse al ventanal y contemplar el jardín. Allí todo era vital, como explosivo. Los jardines de París eran más bellos, más refinados, más sofisticados, pero menos vitales. Se alegraba de haber aceptado la invitación. Precisamente, necesitaba aires nuevos, vitales, explosivos…

  Apenas un par de minutos más tarde, la doble puerta de la sala se abrió, y Antoinette se volvió, sonriente. Al ver a Michael Waverly amplió su sonrisa y le dio su cariz más encantador, más cautivador. Michael Waverly entró con cierta precipitación, sonriendo y buscando con la mirada a la persona que quería darle una sorpresa. Al ver a Antoinette se detuvo en seco, palideció intensamente, y se quedó mirándola como alucinado.

  La top model captó perfectamente que, en efecto, acababa de darle una tremenda sorpresa a Michael Waverly. Se acercó a él y tras titubear le tendió la mano.

  –¿Cómo estás, Michael?  –murmuró.

  Él consiguió reaccionar. La lividez desapareció de su rostro, que quedó tenso, crispado. Aceptó la mano de Antoinette como realizando un esfuerzo.

  –Bien –dijo con voz apagada–.¿Y tú?

  –Estupendamente. Me alegro mucho de verte.

  –Gracias.

  Ella le miró maliciosamente.

  –Estás muy bien, Michael. Muy fuerte, muy moreno… Es evidente que te sienta bien este clima, y que te sigue gustando mucho el sol.

  –Sí.

  Michael no terminaba de reaccionar. Antoinette se sentó, y él lo hizo delante. La situación era muy embarazosa, y la top model se daba perfecta cuenta de ello, así que dijo:

  –Bueno, creo que deberías reaccionar –sonrió–. Comprendo que mi llegada sin avisar te haya sorprendido, pero ya estoy aquí, encantada de poder asistir a tu boda. ¿Tal vez debí telefonearte antes de venir a verte directamente?

  –¿Has venido a Honolulu para asistir a mi boda?

  –Claro. Recibí tu invitación, y…

  –¿Qué invitación?

  –La que me enviaste a París –se sorprendió la top model.

  –Yo no te he enviado ninguna invitación a París –murmuró Michael Waverly–. Ni a ningún otro sitio. Jamás lo habría hecho, porque uno de mis grandes deseos de la vida era no volver a verte jamás.

 

 

 

  3

 

  Antoinette Delacroix tuvo la súbita sensación de que su cuerpo quedaba congelado.

  Experimentó una honda e intensa sensación de frío, muy superior al desconcierto y a la incredulidad. En la sala quedó flotando un silencio que casi era tangible. Michael estaba de nuevo pálido, pero ahora menos que la top model.

  Por fin, ésta pudo reaccionar.

  –¿Tú no me has enviado una invitación a París?  –alentó apenas.

  –Ya te he dicho que no. Me hiciste mucho daño, Antoinette. Cuando nos separamos me dije que no quería verte nunca más en mi vida.

  Ella asintió. Abrió su bolso, sacó el sobre con la participación de boda, y se lo tendió a Michael, que lo tomó, leyó en el anverso el nombre y la dirección de la top model en París, el suyo en el reverso, y tras sacar la cartulina se quedó mirándola aturdido.

  –Como puedes ver –dijo fríamente Antoinette– he sido invitada a tu boda.

  –No por mí.

  –¿Por quién, entonces?

  –No tengo ni idea. Pero sea lo que sea lo que haya ocurrido se trata de un error, puedes estar bien segura.

  –De acuerdo –Antoinette se puso en pie, recuperó la invitación, y la guardó de nuevo en el bolso–. Siento haberte causado el disgusto de verme. Adiós.

  Antoinette se dirigió hacia la puerta. Michael se había puesto en pie, y estaba claro que no sabía qué hacer.

  La puerta se abrió antes de que la top model llegase a ella, y en el umbral apareció una muchacha rubia, de grandes ojos azules y sonrisa luminosa. Calzaba zapatillas deportivas, y vestía unos viejos tejanos y un polo blanco que destacaba el más que convincente volumen de sus senos. Irradiaba energía y alegría.

  –¡Ah! –exclamó divertida–. ¡Usted es la sorpresa! ¿Qué tal? Yo soy Georgia Kimberly.

  Le tendió la mano, y Antoinette la aceptó, murmurando:

  –Yo soy Antoinette Delacroix.

  –Ah, sí –Georgia hizo un visible esfuerzo para sostener su actitud alegre y abierta–… Sí, la reconozco. He visto tantas fotografías y spots de usted… Precisamente, hace unos días la vi por televisión en un noticiero.

  –Supongo que sería un breve reportaje de la moda presentada en Galerías Lafayette, de París.

  –En efecto, sí.¿Ha venido a Honolulu a tomarse un descanso, o a trabajar?

  La top model se quedó mirando con suma atención a Georgia Kimberly.

  Ésta era joven, bonita, alegre y vital. El cabello rubio, rizado y suelto le daba un aire muy juvenil. Tenía los ojos muy hermosos, y un cuerpo lleno, quizá incluso demasiado, sobre todo en el pecho, cuyo tamaño debía de resultar muy del agrado de muchos hombres. Bajo el fino tejido del polo veraniego se percibía el contorno de los pezones.

  Antoinette calculó que la muchacha no tenía ni siquiera veintitrés años, y se le ocurrió pensar de ella que era como una… bomba de sensualidad.

  La decisión de Antoinette fue súbita. Evidentemente perversa, pero no pudo evitar sentir como una especie de desafío por la presencia, la vitalidad, y el cálido encanto que desprendía el cuerpo de la muchacha que iba a casarse con Michael Waverly.

  –Bueno –rió sabiamente simpática la top model–, he venido expresamente a desearos toda la felicidad del mundo, correspondiendo a la invitación a vuestra boda que he recibido en París.

  La mirada de Georgia saltó hacia Michael, despidiendo intensos reflejos azules.

  Michael no acertó a decir nada. Habría sido muy sencillo decir que él no había enviado invitación alguna a Antoinette Delacroix, pero por un lado habría sido un desaire excesivamente descortés a la top model, y por otro lado pensó enseguida que, como fuese, lo cierto era que Antoinette había recibido una invitación a la boda. Faltaban algunos días para la celebración de ésta, y tiempo habría de resolver aquel increíble malentendido.

  –Eres muy amable –murmuró Georgia–… Algunas veces hemos hablado Michael y yo de ti. Me enteré de que en Nueva York habíais sido… buenos amigos, y, claro, sentí curiosidad.

  –¿Curiosidad? ¿En qué sentido?

  –Bueno, se supone que las personas como tú suelen ser un poquito diferentes a las demás. Quiero decir que al estar siempre tan asediadas, tan admiradas, a veces tienen que comportarse de un modo diferente, aunque sólo sea para protegerse.

  –Entiendo. ¿Te parezco diferente a las demás personas?

  –Pues no –rió Georgia–. Y me alegro, porque soy una admiradora tuya.¡Eres tan elegante y tan atractiva…!

  –Tú sí que eres amable –rió ahora Antoinette–. Y muy guapa, Georgia.

  –Sí, guapa sí soy, según parece –volvió a reír la prometida de Michael–, pero… Bueno, tal vez debería… sacrificarme lo suficiente para conseguir una figura más parecida a la tuya.

  –Estás muy bien como estás –intervino Michael, cuya creciente tensión era evidente–. Cada cuál es como es, cariño, y, esto aparte, Antoinette se ha dado perfecta cuenta de que eres encantadora.

  –Por supuesto que sí –asintió la top model–. Cielos, ¿a qué viene esto?  Me recuerdas a Marilyn Monroe, y no creo que eso sea como para sentirse descontenta.

  –¿De verdad?  –abrió mucho los ojos Georgia–. ¿A Marilyn Monroe? ¡Waaahoooo!

  El gesto de Michael se iba tornando más y más sombrío, pero, para su asombro y desconcierto, de pronto las dos mujeres se echaron a reír. Georgia se abrazó a él. Antoinette los miró como divertida, y dijo:

  –Bien, tengo entendido que estais muy ocupados, así que…

  –Te quedarás a cenar –dijo Georgia–. Y no admito negativas. Michael y yo nos arreglaremos un poco y nos reuniremos enseguida contigo. Mientras tanto, considérate en tu casa.

  –El caso es que había quedado con mi representante, para cenar juntos en el hotel. Recuerdas a Martin Braun, naturalmente, Michael.

  –Claro.

  –Llámalo por teléfono y discúlpate con él –dijo Georgia–. O dile que venga él también a cenar, como prefieras.

  –No debes presionar a Antoinette, cariño –dijo Michael–. Si ha quedado con su representante…

  –Oh, no hay problema –aseguró rápidamente la top model–. Nunca he tenido problemas con Martin. Le llamaré, y todo quedará solucionado en cuestión de segundos. ¡Me encantará cenar con vosotros!

  –Luego seguiremos charlando –dijo Georgia–. Estás en tu casa, Antoinette.

  Ésta sonrió. Quedó de nuevo sola en la sala, y en el acto su sonrisa desapareció.

 ¿Qué significaba aquello?

 ¿Era algún truco por parte de Michael?  Tal vez él quería que ella estuviera allí, por algo concreto, pero no quería que se supiera que era él quien la había invitado.

 ¿Qué podía estar tramando Michael?

  Para empezar, una cosa sí parecía clara: Georgia Kimberly era guapa y encantadora, sin duda alguna, pero no era… refinada. Era una chica hermosa, alegre, vital y sencilla, pero Michael Waverly era más culto, más distinguido. Eran diferentes. Ella era hermana de uno de los hombres más ricos de las Hawai, pero el dinero no lo es todo, a menos que alguien sea un buscador de fortuna y decida que no hay mejor fortuna que una buena boda con una chica hermosa, alegre, ingenua, sencilla… y millonaria.

 ¿Era gracias a aquella inminente boda que Michael Waverly había conseguido asociarse a uno de los hombres más ricos de las Hawai?

  Si era así, si la cuestión estaba en el dinero, ella no podría competir con Georgia Kimberly. Pero si para atraerse a un hombre sólo se disponía de las armas naturales de una mujer… Sonriendo de nuevo, Antoinette volvió a colocarse ante el ventanal, y se dedicó a pensar mientras contemplaba el jardín distraídamente.

  Tres o cuatro minutos más tarde apareció el Land Rover, cuyo conductor lo detuvo frente a la casa, paró el motor, y saltó ágilmente fuera del vehículo. Recogió de éste una bolsa de lona, y se encaminó hacia la puerta de la casa.

  Era alto, atlético, musculoso, y estaba muy bronceado. Sus cabellos eran un tanto largos y suavemente ondulados, negros, pero con abundancia de canas en las sienes. Vestía pantalones tejanos, una camisa deportiva, y calzaba gruesas zapatillas sucias de barro.

  Por un momento, Antoinette pensó que podía ser el hermano de Georgia, pero desechó enseguida la idea, pues aquel hombre tenía más de cuarenta años, es decir, por lo menos veinte más que Georgia, y le pareció demasiada diferencia de edad entre hermanos.

  Justo en aquel instante, el recién llegado miró hacia el ventanal desde el cual le estaba observando Antoinette.

  Ésta sintió como si recibiera en pleno rostro el duro impacto de la mirada del desconocido. Sus ojos eran negros, alargados, y armonizaban extraordinariamente con sus facciones angulosas, duras, recias. Era el rostro de un hombre de carácter, eran los ojos de una persona que no se limita a mirar, sino que ve.

  Antoinette recibió tan profunda impresión que quedó como paralizada mientras el recién llegado seguía caminando hacia la puerta de la casa.

  Apenas medio minuto más tarde, la puerta de la sala se abrió. Antoinette se volvió entonces, y sintió un vacío tremendo en el estómago al ver entrar al desconocido.

  –Hola –sonrió éste, mostrando unos blancos dientes de sólida estructura–. Malaua me ha dicho que tenemos una invitada a cenar, pero que la habían dejado sola, así que vengo a hacerle compañía. Soy Raymond Kimberly, hermano de Georgia.

  Le tendió la mano. Antoinette alargó la suya, y cuando recibió el apretón miró la del hombre. Casi se asustó al verla, enorme, poderosa, con manchas de tierra.

  –Yo soy Antoinette Delacroix –acertó a decir–. Soy amiga de Michael.

  –Ah, magnífico. Pero usted no vive en Honolulu,¿verdad?  La conocería, si así fuese. Conozco a todo el mundo en las Hawai.

  –Acabo de llegar de París, que es donde resido.

  –Caray, qué bonito –sonrió Raymond Kimberly–… ¡París! Hace tiempo y tiempo que tengo ganas de darme una vuelta por allí, pero el maldito trabajo me tiene prisionero. Tal vez cambien un poco las cosas, ahora que Michael ha aceptado asociarse a mí para trabajar de firme… ¿Estará mucho tiempo en Honolulu?

  –Por lo menos hasta que se celebre la boda, a la cual he sido invitada. Michael y yo somos viejos amigos.

  –No será muy viejos.¿Quiere tomar un aperitivo?

  –No, gracias.

  –Puedo ofrecerle incluso champán –sonrió de nuevo Kimberly.

  –¿De veras?

  –Pero no francés –frunció el ceño–… Se nos terminó hace un par de meses, y se me olvidó por completo reponerlo. De todos modos, el champán de California puede beberse sin riesgo de indigestiones ni repugnancias diversas. ¿Sí?

  –De acuerdo –rió la top model.

  Kimberly asintió, y salió de la sala, regresando enseguida. Se plantó de nuevo delante de Antoinette, y se quedó mirándola especulativamente. Por fin, movió la cabeza como quien se da por vencido, y dijo:

  –Tengo la impresión de que nos hemos visto antes, pero no logro recordar cuándo y dónde. Y mejor que no nos hayamos conocido antes.

  –¿Por qué?  –se sorprendió Antoinette.

  –Si la hubiese conocido antes, y ahora no la recordase, significaría que o me estaba volviendo tonto o convirtiendo en un viejo chocho, porque sólo un tonto o un viejo chocho podrían justificar no recordarla. Por tanto, prefiero no haberla conocido antes.

  Antoinette Delacroix soltó una carcajada. Kimberly frunció el ceño.

  –Y sin embargo, insisto en que…

  –No se caliente más la cabeza –volvió a reír ella–. Seguramente me ha visto en alguna revista, o en la televisión. Soy modelo, y suelo aparecer en reportajes de moda.

  Raymond Kimberly frunció el ceño, y estuvo así unos segundos. Luego alzó un dedo, con el gesto de quien recuerda algo y pide atención. Se acercó a una mesita baja en cuya doble superficie inferior había algunas revistas y periódicos, y separó las primeras.

  La bella polinesia que Antoinette ya conocía entró en la sala, portando una bandeja con varias copas y una botella de champán dentro de una heladora especial. Miró interrogante a Kimberly, pero como éste se hallaba absorto buscando en las páginas de una de las revistas, descorchó ella la botella y sirvió en dos copas.

  –Aquí está, en efecto –dijo de pronto Kimberly, acercándose con la revista doblada por las páginas interiores; se detuvo ante Antoinette y miró las fotos, miró a la top model, de nuevo las fotos–… Está usted igual de encantadora en traje de baño que vestida de calle. Su rostro es casi tan exótico como el de Malaua.

  La joven polinesia rió, azorada, y abandonó rápidamente la sala. Kimberly tendió una copa a Antoinette, que permanecía silenciosa. Él alzó una ceja.

  –¿He dicho algo que la ha molestado?

  –No.

  –¿De verdad?  Algunas veces soy un poco… inoportuno, por decirlo de alguna manera. Además, mi intención era hacerle un cumplido.

  –Así lo he interpretado.

  –Menos mal. Pero los hay mejores,¿verdad?

  –Sí –casi rió Antoinette–, los hay mejores.

  –Podríamos hacer una cosa: yo le hago de guía en las Hawai, le enseño cosas de aquí, y usted me enseña a hacer cumplidos. Luego, cuando yo vaya a París, podemos desarrollar la segunda lección, o sea, usted me guía por París y sigue enseñándome a decir cosas… adecuadas.

  –Salud –rió Antoinette, alzando su copa.

  –Por cien años –asintió él.

  Bebieron un sorbo, y luego Antoinette volvió a reír.

  –Me parece –comentó– que dentro de cien años ninguno de nosotros tendrá demasiada salud.

  –Nunca se sabe.¿Le gusta volar en helicóptero?

  –No me atrae especialmente. Pero si es conveniente o necesario puedo adaptarme. En ocasiones he hecho de modelo en reportajes verdaderamente curiosos, pues hay guionistas que siempre encuentran el modo de complicar lo sencillo.

  –Creo que la entiendo. Y dando por supuesto que usted me acepta como guía, podríamos empezar mañana mismo, visitando mi factoría del otro lado de la isla, cerca de Haleiwa, en el Waialua District.¿Conoce la isla?

  –No. He estado antes un par de veces en Honolulu, y conozco un poco la ciudad, eso es todo. Suelo desenvolverme más en ciudades que en… campiñas, por decirlo de algún modo.

  –Claro. A mí me ocurre todo lo contrario –Raymond Kimberly sonrió una vez más–. Se diría que ambos podemos salir muy beneficiados si nos relacionamos: yo puedo aprender cosas de las ciudades y usted de la… campiña.

  –¿Se las está dando de rústico, señor Kimberly?

  –Un poco –guiñó él un ojo–. Pero eso es fácil en presencia de usted. Intimida un poco,¿sabe?  Uno se siente un poco… como un bicharraco junto a un ave del paraíso.

  Se quedaron mirándose. En aquel momento entraron en la sala Michael y Georgia, arreglados para la cena, y ambos saludaron a Raymond, que tras corresponderles miró con atención a Michael, miró luego muy despaciosamente a Antoinette, y dijo:

  –Ya no está sola. Si me disculpa, soy yo quien va ahora a arreglarse un poco. Podremos seguir la conversación durante la cena.

  –Encantada.

  Kimberly dejó la copa sobre la bandeja, dio un cachetito cariñoso a Georgia, y abandonó la sala.

  –Es un hombre… notable –murmuró Antoinette.

  –Es un hombre fuerte y duro –dijo enseguida Michael–. De los que se han hecho a sí mismos. A los quince años era empleado de una plantación de piña, y hoy es uno de los más ricos propietarios de plantaciones de fruta de las islas. Nos vamos a asociar, y formaremos la <Kimberly & Waverly>, que ya se empieza a conocer como la <K & W>.

  –Os deseo suerte… y fortuna –le miró con cierta burla Antoinette–. Lo que me ha sorprendido es la diferencia de edad entre él y Georgia.

  –Somos hermanastros –explicó la muchacha–. El padre de Raymond se casó con mi madre cuando Raymond tenía casi veinte años y dirigía ya una pequeña plantación que habían adquirido entre ambos. Luego, mi madre y mi padrastro fallecieron en un accidente, y Raymond y yo quedamos solos. Yo tenía tres años.

  –Una situación difícil para ti…, y para Raymond.

  –Él siempre resuelve todos los problemas –dijo Georgia–. Sea lo que sea que ocurra en la vida, Raymond lo afronta y lo soluciona. Incluso cuidar de una niña de tres años. Todos quienes conocen y tratan a mi hermano saben que él nunca les fallará.

  –¿Te sirvo champán, cariño?  –ofreció Michael a su prometida.

 

*     **     *

 

  Michael detuvo el coche en el reducido estacionamiento del Halekulani Hotel, y Antoinette se quedó mirándolo, pues sabía que si él había detenido el coche allí era porque quería decirle algo; algo que no había querido comentar durante el recorrido desde la casa de los Kimberly.

  –Gracias por traerme –dijo la top model.

  –Me venía de paso. 

  –Sí, lo sé. Antes de ir a casa de tu prometida fui a tu apartamento, así que sé dónde está… Celebro que hayas encontrado la fortuna que buscabas, Michael.

  –Sé lo que estás pensando. Sé lo que has estado pensando durante la cena, y en todo momento. Pero estás equivocada. Llevo dos años trabajando muy duramente al servicio de Raymond, hasta el punto de que él me ha ofrecido asociarme y formar una nueva firma de más altos vuelos, la <K & W>. Todo lo que voy a tener me lo he ganado, Antoinette.

  –Seamos sinceros –dijo la top model–: ¿quieres decir que Raymond Kimberly te habría ofrecido asociarte a él si no fueras a casarte con su hermanita adorada? Lo he estado estudiando durante la cena. Sí, es un hombre duro y fuerte, pero ama a esa regordita rubia con toda su alma, por ella se dejaría hacer trizas. De manera que si ella quiere al guapo y distinguido Michael Waverly, él le facilita a Michael Waverly todo lo necesario para subir como la espuma y hacer feliz a la niña de sus ojos. ¿No es así, Michael?

  –Sí, es verdad. Si Georgia y yo no nos casáramos, no creo que Raymond me hiciera socio de lo que, a fin de cuentas, es una creación suya. Él necesita ayuda, necesita un hombre inteligente, culto, hábil negociador y que tenga iniciativas, para poder delegar en él muchas cuestiones con plena confianza, y descansar un poco; pero podría contratar a ese hombre, fuese yo u otro como yo, sin necesidad de asociarlo. Si lo hace es por Georgia. Sé lo mucho que me beneficia mi boda con Georgia. Pero quiero que sepas que la amo verdaderamente, y que me casaría con ella aunque no estuviese de por medio la empresa de su hermano.

  –Oh, Michael, por favor…

  Michael Waverly estaba pálido. Asió casi rudamente a la top model por un brazo.

  –Antoinette, no sé qué estás tramando, pero sea lo que sea, olvídalo. No vuelvas a lastimarme, o te pesará.

  –¿Me estás amenazando? –exclamó incrédulamente Antoinette.

  –No sé qué ha ocurrido con esa invitación, no se me ocurre cómo ha podido llegar a tus manos. Pero sí se me ocurre una cosa: regresa mañana mismo a París y olvida que existo. No toleraré que ocurra nada ni siquiera mínimamente desagradable en mi vida y en la de Georgia.¿Me has comprendido?

  El gesto de la top model era frío, distante, mientras miraba con fijeza los alterados ojos masculinos.

  Por fin, se desasió de la mano que apretaba su brazo, abrió la portezuela del coche, se apeó con elegante gesto, y se dirigió hacia la entrada del hotel, como olvidada completamente de que en el mundo existiera alguien llamado Michael Waverly.

  No hacía ni diez segundos que había entrado en su habitación cuando sonó la llamada en la puerta de ésta. Inquirió quién era, y pareció regresar de otro mundo cuando oyó la voz de Martin Braun identificándose.

  Abrió, de mala gana. Martin no le dio opción: simplemente, entró en la pequeña sala de recibo, y cerró la puerta.

  –¿Te encuentras bien?  –inquirió enseguida.

  –Sí, desde luego.

  –Temía que te hubiese ocurrido algo.

  –Nada en absoluto. Para ver a Michael tuve que ir a casa de la novia, y allí conocí a la muchacha, a su hermano… Me invitaron a cenar, luego hemos charlado un rato de París, de mi trabajo, de plantaciones de piñas, y finalmente Michael me ha traído en su coche. Como ves, nada del otro mundo.

  –He estado esperándote para cenar, tal como quedamos.

  –Te olvidé completamente, lo siento.

  Martin Braun palideció.

  –Me olvidaste completamente –murmuró.

  –Sí. Supongo que has cenado.

  –No, no he cenado. Ya te he dicho que te he estado esperando.

  –Lo siento de veras.

  El rostro de Martin había sobrepasado la palidez, mostraba una lividez cadavérica.

  –¿Lo sientes?  –susurró.

  –Claro. Bueno, mañana ya…

  –No va a haber mañana, Antoinette.

  –¿Qué dices?

  –He estado pensando mientras te esperaba. Pero no sólo hoy. Llevo mucho tiempo esperándote y pensando, y me he convencido, por fin, de que es inútil esperarte y esperar nada de ti que demuestre unos sentimentos mínimos. De manera que ya no más mañanas, ya no más olvidos. Nunca más voy a esperarte sin saber dónde estás y qué estas haciendo… No es sólo por lo de esta noche.¿Realmente no pensaste en hacer una simple llamada al pobre Martin? Me olvidaste completamente. Dios…, ¡me olvidaste completamente! Yo te estaba esperando como si fuese lo más importante de mi vida, como siempre, y tú me olvidaste completamente. Me has estado olvidando completamente durante años. Me has estado tratando como a un muñeco sin corazón durante años.¿Tampoco te has dado cuenta de que me he estado muriendo de amor por ti mientras tú… jugabas al sexo con otros hombres?  Dime una cosa, Antoinette:¿me has tenido en cuenta alguna vez para algo, me has considerado alguna vez como algo más que como tu representante, se te ha ocurrido alguna vez que yo era una persona con sentimientos?

  –Espero que mañana estés más calmado –dijo la top model con tono de fastidio–. Y ahora, si no te importa…

  Quiso abrir la puerta, pero él se lo impidió.

  –No quieres entenderlo,¿verdad? –continuó, mirándola fijamente–. Como lo que oyes no te gusta, no quieres entenderlo. Sólo quieres atender y entender lo que a ti te gusta o te conviene. Por tanto, lo que yo te estoy diciendo esta noche no lo quieres entender. Bueno, es muy simple, querida: regreso a París, y cuando tú regreses te estará esperando mi abogado para dejar legalmente formalizada nuestra separación… comercial. Ya no soy tu agente. Ya no soy tu amigo. Ya no soy tu enamorado eterno. Ya no existo para ti para nada.

  –Procuraré hacerme a la idea –dijo Antoinette, no sin cierta sorna–. Ahora, si no tienes nada más que decirme, buenas noches.

  Martin Braun se quedó mirando con terrible fijeza a la top model. De pronto, la asió por un brazo, y de un empujón la introdujo en el dormitorio. Todavía no había tenido ella tiempo de reaccionar cuando de un tirón él había rasgado su ropa, y de otro tirón la arrancó casi completamente.

  Antoinette quiso gritar, pero la boca de Martin cayó sobre la suya con una ferocidad inaudita.

  Más que un beso fue como un mordisco furioso que se convirtió en una mordaza sofocante.

  Martin la derribó sobre la cama, y, sin dejar de besarla, con una mano la sujetaba mientras con la otra terminaba de arrancarle la ropa. Antoinette apenas podía moverse, por más que lo intentaba, y de repente, pocos segundos más tarde, más incrédula que asustada, se dio cuenta de que Martin Braun la estaba violando.

  Con un esfuerzo desesperado, liberó su boca de la de Martin, y jadeó:

  –No…¡No!

  –Puedes gritar cuanto quieras –jadeó también él–… A mí no me importa que el mundo se entere de lo que está pasando aquí…, de modo… que grita cuanto quieras.

  –Martin, no… ¡Oh, Dios, no, por favor, Martin, no…!

  Intentó zafarse del hombre, pero él la agarró por las muñecas y le puso las manos junto al rostro, dominándola con su fuerza. Como en una pesadilla, Antoinette vio sobre el suyo el rostro de Martin, lívido, desencajado, como roto.

  Él empujó con fuerza, y Antoinette abrió la boca para proferir un fuerte grito, pero el grito no salió de su pecho. Se mordió los labios cuando de nuevo Martin avanzó en la penetración, de modo inexorable.

  La top model cerró los ojos.

  Por un instante, se produjo en su mente el pensamiento de que no estaba sucediendo nada, de que aquello era solamente una idea desquiciada, o una pesadilla, pero la presión del hombre aumentó cuando él se dejó caer sobre su pecho desnudo, y ella oyó con toda nitidez su suspiro junto a su oído derecho.

  Sentía la presión rítmica sobre su cuerpo, seguía oyendo el suspiro del hombre junto a su oído.

  Notó las manos de él clavándose en su carne, sintió la tensión del cuerpo masculino, percibió el fuerte y largo estremecimiento, oyó el jadeo que explotó, experimentó toda aquella fuerza que, de repente, pareció romperse en mil pedazos dentro de su cuerpo…, en lo más íntimo de su cuerpo de seda.

  Luego, hubo como una eternidad de paz y de silencio, de una quietud aterradora. El peso del hombre seguía sobre su cuerpo, pero ya no ocurría nada, era como si hubiera estado sometida a una espantosa tormenta que, de pronto, había cesado.

  No supo cuándo, el peso del hombre se retiró, y sintió en su interior un súbito vacío, y frío. Sin abrir los ojos, se puso de costado, se encogió cuanto pudo, y se quedó quieta, quieta, quieta… No le gustaba lo que había pasado, no le gustaba aquel mundo, no era cierto que hubiera ocurrido nada que a ella no le gustase, todo iba bien, sí, todo iba bien, no había ocurrido nada, nada, nada…

  Como si llegase de muy, muy lejos, oyó la voz de Martin Braun, temblorosa:

  –Ya lo ves: has convertido mi gran amor en una mierda. Alguna vez, aunque sólo hubiera sido por afecto, podrías haberme dado una migaja de amor, algo de calor, algo de ternura…, pero nunca quisiste pensar en mí como persona, y menos, como hombre, y mi amor se ha ido pudriendo hasta convertirse en una simple mierda. Eso es lo que has hecho siempre con todo… Todo lo hermoso que se te ha ofrecido lo has convertido en mierda, de un modo u otro. Lo que he hecho ha sido peor para mí que para ti, pero tenía que hacerlo, para que lo entiendas. Es mi último sacrificio por ti, Antoinette, y sé que me va a costar despreciarme a mí mismo el resto de mi vida. Y lo malo es que ni siquiera tengo la esperanza de que lo entiendas.

  Dejó de oír la voz.

  Qué silencio.

  Un silencio tan espeso que oía los ruidos de su cuerpo, el latir de su corazón. Sentía la sensación de la violación, pero se dijo que era algo que ocurría en otro sitio, en otro cuerpo. Por supuesto, esto no le había ocurrido a ella, claro que no.

  Oyó el chasquido de la puerta de la habitación al cerrarse.

  Qué silencio.

  Qué soledad.

  Se encogió más, y comenzó a llorar con gran desconsuelo, silenciosa y copiosamente, como la niña que acaba de ser castigada severa y cruelmente.

 

 

 

  4

 

  Las oficinas de la flamante firma <K & W> se hallaban en el piso doce de un bello edificio blanco y azul sito en el 3600 de Kapiolani Boulevard, y desde los dos despachos principales, ambos con terraza, se divisaba Waikiki Beach perdiéndose en el curvado horizonte. Un poco a la izquierda, el verdor de las instalaciones del Ala Wai Golf Course, y el centelleo de las aguas en Ala Wai Canal.

  Desde la terraza del que sería su despacho, Raymond Kimberly contemplaba todo esto como absorto. Los grandes tiestos que la adornarían estaban colocados juntos a un lado, esperando su definitiva ubicación. En el despacho, cajas con documentos, máquinas de oficina y ficheros también esperaban la colocación en su lugar definitivo.

  No había prisa especial.

  Él sabía hacer muy bien las cosas, se tomaba su tiempo, lo prevenía todo, así que todo iría bien. Todo.

  –¿Raymond?

  Se volvió al oir la voz de Stella, su secretaria personal desde hacía casi veinte años. La había oído moverse por el despacho, pero no había prestado atención especial; el rumor de la presencia de Stella Graves cerca de él formaba parte de su vida.

  Se volvió hacia ella, sonriendo. Stella era guapísima. Tenía algo más de cuarenta años, dos hijos formidables, un marido que estaba loco por ella, y laboralmente era fiel en cuerpo y alma a Raymond Kimberly, el hombre que la había ayudado a conseguir todo lo que tenía en la vida, empezando por la felicidad.

  –¿Sí? –inquirió Raymond.

  –Una preciosa y encantadora criatura pregunta por ti. Le he dado a entender que estás muy ocupado, pero supongo que la recibirás: es la modelo.

  –Hazla entrar. Y a partir de ahora no estoy para nada ni para nadie.

  Stella Graves asintió, y fue en busca de la visitante. Cuando introdujo a ésta en el despacho, Raymond acudía a su encuentro, tendiendo la mano y mostrando en el rostro una ceñuda sonrisa.

  –¿Qué tal? ¡Por fin volvemos a vernos!

  –He estado muy ocupada –murmuró Antoinette, aceptando aquel apretón cálido y vigoroso.

  –Sí, ya –Stella salió del despacho, cerrando la puerta y dejándolos solos–… No podías atender ninguna llamada. Es lo que me dijeron cuando te llamé al hotel, y por eso no he insistido en estos dos días. Yo soy muy respetuoso con las personas ocupadas.

  Mientras hablaba había colocado uno de los sillones cerca de la salida a la terraza.

  Antoinette se sentó, y sonrió al ver que ante su vista quedaban, en la lejanía, las azules tonalidades de Waikiki Beach. Raymond colocó otro sillón dando frente al suyo, y se sentó. Antoinette también se dio perfecta cuenta de que de este modo Raymond Kimberly quedaba de espaldas a la luz del exterior, y ella completamente de frente, de modo que él podía verla a la perfección.

  Pero no estaba lo suficientemente cerca para distinguir ninguna arruguita.

  –He tenido pequeños problemas que atender –dijo Antoinette–, pero creo haberlos resuelto ya.

  –Lo celebro. De todos modos, si puedo ayudarte en algo…

  –No, gracias. En realidad, venía a preguntarte si tu ofrecimiento de hacerme de guía sigue en pie.

  –Naturalmente.

  –Quiero decir que supongo que tienes mucho trabajo, y además todo esto de la boda. Quizá deberíamos dejarlo para otra ocasión.

  –¿Qué otra ocasión?

  –Cuando yo vuelva alguna vez a Honolulu.

  Raymond se quedó mirándola con una fijeza quieta y serena. Antoinette veía su cabeza como envuelta en la luminosidad del exterior, y los ojos le parecieron dos puntos de negrura recóndita e insondable.

  Por fin, Raymond dijo:

  –Eso podría ser dentro de un año. O de diez.

  –Sí… Claro.

  –O nunca.

  –Sí. Es posible que nunca en mi vida vuelva a Honolulu.

  –No me interesa el trato.

  –¿Qué quieres decir?

  –Yo estoy planeando ir a pasar un par de semanas a París la próxima primavera, y para entonces me interesará tener allí alguien que esté en deuda conmigo, para que me guíe por la ciudad y me oriente en su vida romántica. De modo que haré lo que sea necesario para que estés en deuda conmigo.

  –No me gustan las deudas –sonrió la top model.

  –Digamos, entonces, que cuando yo llegue a París me gustaría que me recibieses con un collar de flores y me recordases con simpatía.

  Antoinette se echó a reír.

  –¡En París nadie recibe a nadie con collares de flores!

  –¡Pero cómo…!¿Acaso no es la ciudad más romántica del mundo?

  –Me temo que ya no. Bueno, en realidad… el romanticismo depende de las personas, no de la ciudad.

  –¿Y no hay personas románticas en París?

  –Yo diría que ya no quedan muchas.

  –¿Ni siquiera tú?

  Antoinette no contestó. Raymond quedó esperando la respuesta, pero no se produjo. Se miraban fijamente a los ojos, y eso fue todo hasta que él reaccionó y se puso en pie.

  –¿Tienes libre el día?  –inquirió.

  –Por eso estoy aquí. Recordando tu ofrecimiento, y lo bien que estuvimos juntos la otra noche, pensé que podríamos vernos hoy, así que te he llamado a tu casa y allí me han dado esta dirección; y como está cerca de mi hotel he preferido venir en lugar de llamar por teléfono.

  –Excelente idea.

  –Pero Raymond, de verdad, si estás ocupado con todo esto de la boda y de las nuevas oficinas…

  –No soy un hombre codicioso –la interrumpió él–, pero me gusta ser un hombre rico. Sobre todo, porque puedo comprar tiempo para mí y delegar en otras personas que hagan el trabajo para el cual las he contratado, tales como arreglar una casa, preparar una ceremonia, organizar unas oficinas, recolectar bananas y piñas, encargarse del envasado y del envío a los clientes… Digamos que me siento un poco como Dios, pero en pequeño.

  –¡Qué dices! –rió Antoinette.

  –Bueno, Él descansó después de seis días de trabajo,¿no es así?  Yo empiezo a tomarme un descanso después de veinticinco años largos de duro trabajo.¿Dirías que me merezco ese descanso?

  –Nadie podría dudarlo.

  –Entonces, dejemos que mi familia, mis amigos y mis empleados se ocupen de su trabajo –sonrió con cierta malicia mirándola fijamente–…, y yo me ocuparé del mío.

  –¿Yo soy tu trabajo?

  –No –terminó por reír Raymond–. Mi trabajo de hoy consiste en visitar unas plantaciones para dar ciertas instrucciones a mis empleados. Pero puedo convertir ese trabajo en un placer.¿Te gustaría acompañarme?

  –Sí.

  Raymond le tendió una mano, ella la tomó, y se puso en pie. Él la atrajo suavemente, y Antoinette no opuso resistencia alguna, dejó que su cuerpo llegase hasta el del hombre. El contacto de ambos cuerpos fue suave pero del todo perceptible. Raymond Kimberly miró los ojos de la top model, tan negros como los suyos, y luego miró sus labios, llenos y de un rojo sonrosado, como luminosos, como flores tiernas…

  Raymond bajó el rostro, y besó los labios de Antoinette, que no se movió.

  Fue un beso lento y sencillo, sólo con los labios, mientras los pechos de ambos permanecían en contacto.

  Raymond llevaba sólo una ligera camisa de manga corta, y Antoinette una blusa no menos ligera y un sujetador tan liviano y reducido que el calor de sus senos parecía empaparlo. Los senos de ella eran turgentes y tiernos; el pecho de él era musculoso y duro. Pero el calor de ambos era idéntico, era el calor de dos cuerpos humanos alterados por emociones y sensaciones.  Por fin, él se apartó, y miró de nuevo los ojos de ella, que a su vez le contemplaban expectantes.

  Raymond Kimberly sonrió, tomó de un brazo a la top model, y se dirigieron ambos hacia la puerta.

 

*     **     *

 

  No estaba impresionada por la grandiosidad del mar, sino por su proximidad.

  Había volado cientos de veces de un lado a otro del mundo, pero nunca en helicóptero a aquella velocidad y a menos de veinte metros de la superficie del agua.

  El aparato, cuya velocidad superaba los cien kilómetros por hora, parecía siempre a punto de hendir las aguas, de unirse a ellas en un impacto que habría de resultar suave e inofensivo, como caer sobre un montón de algodón azul…

  De cuando en cuando, Raymond la miraba y le sonreía. Habían ido a la casa de él, en Paoakalani Avenue, donde en la parte de atrás tenía siempre disponible el helicóptero para sus desplazamientos por las islas.

  –Es lo más práctico –aseguró Raymond–. Tengo plantaciones en varias islas, y si tuviera que ir con el yate, e incluso con la lancha, nunca tendría tiempo de nada. En cuanto a lo de recurrir a las líneas regulares locales, como la Aloha Airlines y otras, ni soñarlo: al cabo del año me resultarían caras, y además sus horarios no siempre se acomodan a mis necesidades.

  Había unos cien kilómetros entre Honolulu y la isla Lanai, que se hallaba al este de Ohau y al sur de Molokai. En Lanai, la <K & W> tenía una hermosa plantación de piñas, que Raymond mostró a Antoinette sobrevolándola.

  Cuando llegaron a los barracones de los trabajadores y las máquinas, Raymond aterrizó, y dejando a Antoinette en el helicóptero, saltó de éste, para conversar con media docena de hombres que acudieron a su encuentro.

  Cinco minutos después, reemprendían el vuelo, hacia el nordeste, y muy pronto estuvieron sobrevolando la isla de Maui, donde la <K & W> tenía una plantación de bananas.

  –Está en Makawao, cerca del Haleakala Crater, un viejo volcán dormido donde sucedió la gran historia de amor de las Hawai –dijo Raymond, mientras volaban por encima de plantaciones magníficamente cuidadas.

  –¿Qué gran historia de amor?  –exclamó Antoinette.

  –¿No conoces la gran historia de amor de las Hawai? ¡Pero si la conoce todo el mundo!

  –Pues yo debo de ser de otro mundo –rió ella–… ¿Qué sucedió en ese volcán?

  –Una criatura encantadora murió de amor.

  Antoinette se quedó mirando a Raymond, que parecía prestar toda su atención a los mandos y a la ruta.

  Bajo ellos se deslizaban los colores verde y pardo de la isla, y, de cuando en cuando, el centelleo de agua corriente. El mar estaba omnipresente, a veces visible de modo diáfano, a veces formando un nebuloso anillo azulgris que impresionaba profundamente a la top model.

  Muy lejos, unas enormes nubes blanquísimas, como de nata, adquirían tonalidades rojas de sol. Por la tarde, aunque Antoinette no lo sabía todavía, el color rojo cambiaría por un gris azulado que sugeriría lluvias sin fin…, y que podían convertirse en realidad del modo más impensado, produciendo la sensación de que el cielo había abierto unas compuertas enormes.

  –¿Te gustaría ver el cráter? –propuso de pronto Raymond.

  –No sé… Creo que sí. ¿Podemos llegar a él en helicóptero?

  –Hagamos primero lo que tenemos que hacer.

  Llegaron a la plantación de bananas de Makawao, donde Raymond de nuevo impartió instrucciones a sus empleados, cargó unas muestras de frutas en el helicóptero, llenó de combustible el depósito del aparato, y, finalmente, ante la insistencia del jefe de la plantación, él y Antoinette almorzaron allí.

  Para Antoinette era un mundo nuevo.

  Los hombres la miraban, y ella sabía perfectamente lo que pensaban, pero los ignoró. Sabía que los hombres eran iguales en todo el mundo. Cuando podían hacerlo, lo hacían, viniera o no a cuento, era así de simple: si podían tener a la mujer, la tenían, y punto.

  En determinado momento, el recuerdo y la sensación intensísima de la violación la estremecieron tan fuertemente que Raymond Kimberly la miró entre intrigado y preocupado. Ella consiguió sonreír y alejar el recuerdo.

  Quería olvidar aquello.

  No quería recordarlo nunca, nunca, nunca.

  Había pasado los dos últimos días encerrada en su habitación del hotel, pensando, repasando su vida, y había decidido lo que quería y lo que no quería.

  Había analizado el pasado y vislumbrado el futuro, y éste se le había aparecido de un modo muy poco halagüeño profesional y económicamente. Tenía que ser realista. Y puesto que los hombres eran como eran, ella había decidido lo que quería para su futuro.

  Eran cerca de las tres de la tarde cuando Raymond y la top model reemprendieron el viaje. El trabajo de él ya estaba cumplido por aquel día, de modo que disponían del resto del tiempo sin ningún condicionante.

  El helicóptero volaba ya dentro de los límites del Hawai National Park, en el cual se hallaba el Haleakala Crater, a casi tres mil cuatrocientos metros de altitud sobre el nivel del mar. La tierra era oscura y áspera. El sol parecía más cerca, y sus cegadores destellos habían obligado a Antoinette a ponerse las gafas de cristales oscuros.

  Hubo un momento en que, finalmente, la top model tuvo la sensación de que se hallaba en algún extraño mundo que era el principio de todas las cosas. Sólo la visión de algunos vehículos en las carreteras que discurrían por la ladera sur del extinto volcán le recordó que se hallaba en el siglo XX y en una de las islas más turísticas del mundo.

  Por fin, Raymond posó el helicóptero en el borde mismo del Haleakala Crater, a escasa distancia de donde se iniciaba la sima de lava endurecida.  Durante unos segundos, después de que cesó el ruido del motor del helicóptero y el de su gran hélice terminando de girar, los dos permanecieron inmóviles y en silencio.

  –¿Qué criatura murió de amor aquí? –murmuró Antoinette.

  –Se llamaba Walaiama, y era una jovencísima virgen que apenas había terminado de ser mujer. Vivía en un poblado de la costa, al norte de la isla, donde ahora está la localidad de Keanae. En el poblado vivía también Keliolo, un apuesto joven del cual Walaiama estaba enamorada de toda la vida. En el poblado, naturalmente, había otros jóvenes como Keliolo, y también otras muchachitas como Walaiama, y era normal que cuando unos y otras alcanzaban la pubertad, hicieran el amor libremente…

  –¿Qué quieres decir?

  –Pues que podían hacer el amor cuando quisieran y con quien quisieran.

  –Ah.¿Así de sencillo?

  –Así de sencillo. El amor no es complicado: lo complicamos las personas con nuestras pretensiones de controlarlo y reglamentarlo. Es absurdo poner reglamentos a una actividad que es tan natural.

  –No parece nada descabellado –rió Antoinette.

  –Eso era lo natural y normal, y todos lo aceptaban. Simplemente era así, y así lo hacían. Sin embargo, Walaiama era diferente…, o digamos que sentía diferente. Ella sólo amaba a Keliolo, y, por tanto, cuando llegó a la edad del amor, sólo quería hacer el amor con Keliolo. La primera vez que sangró, apenas tuvo paciencia para esperar que terminase la regla, y entonces corrió en busca de Keliolo y se entregó a él. Durante toda la noche estuvo haciendo el amor con Keliolo. Por fin, éste se durmió, feliz y agotado. Walaiama sabía que al día siguiente, o al otro, o fuese cual fuese el día, pero pronto, sería requerida por otros hombres para hacer el amor. Y sabía también que no podría estar negándose siempre, que tarde o temprano otro hombre la penetraría y se gozaría en su cuerpo mientras ella sólo tendría pensamientos y sentimientos para Keliolo. De modo que, antes de que amaneciera, se alejó del poblado en dirección al viejo Haleakala, que ya llevaba mucho tiempo dormido. Cuando llegó aquí, a la cumbre, empezaba a anochecer, y Walaiama tenía los pies ensangrentados. Descendió hacia el interior del cráter, y ya no salió.

  La top model miró vivamente a Raymond, esperando la continuación del relato, pero él permaneció silencioso, ausente la mirada.

  –¿Raymond? –susurró Antoinette.

  –¿Sí? –la miró él.

  –¿Qué pasó? ¿Cómo termina la historia de amor?

  Raymond asintió.

  –Durante mucho tiempo –continuó en un murmullo– la gente del poblado estuvo buscando a Walaiama, pero terminaron por desistir, convencidos de que había ido a nadar al mar de madrugada y se había ahogado, o bien un tiburón la había devorado. Mucho tiempo después, un grupo de jóvenes subieron al volcán, y, para su sorpresa, vieron a poca distancia de la boca un arbusto de flores. Nunca había habido flores en el volcán, nunca. Descendieron para convencerse, y en efecto, allá estaba el arbusto de flores, creciendo en la lava donde se había consumido el cuerpo de Walaiama, del cual apenas quedaban restos del esqueleto.

  La historia, evidentemente, había terminado.

  El sol resplandecía de modo cegador.

  De repente, Antoinette preguntó:

  –¿Y todavía hay flores en el interior del volcán?

  –Tal vez. ¿Te gustaría echar un vistazo?

  –¡Ya lo creo que sí!

  Raymond saltó del aparato, lo rodeó, y ayudó a Antoinette a bajar. Ella se estremeció, pues el aire era fresco a aquella altura. Caminaron tomados de la mano por el amplio borde del cráter, hacia el centro.

  Pronto llegaron a un punto desde el cual se veía la profunda sima, con forma de embudo desigual, descendiendo en pendiente no demasiado pronunciada. El panorama era áspero, seco, amedrentador. Un vaharada de calor ascendía como desde las mismísimas entrañas de la Tierra.

  –¿Seguro que está extinto? –preguntó como en broma Antoinette.

  –Nadie podría asegurar eso. Lo que sí puedo decirte es que el viejo Haleakala lleva más de trescientos años dormido.

  –O sea, que podría… despertar.

  –En cualquier momento –asintió Raymond.

  –Me parece que no es así –rió la top model.

  –Yo no me apostaría ni un dólar.

  Antoinette volvió a mirar hacia abajo.

  –No veo flores en parte alguna –murmuró–. Pero quizá si miramos más detenidamente encontremos algún arbusto.¿Crees que puede resultar peligroso descender un poco?

  –Es un riesgo innecesario, simplemente.

  –Me gustaría… sentir el silencio y el calor del sol recogido en el interior de un volcán dormido. Raymond, por favor, bajemos aunque sólo sea una docena de metros.¡Por favor!

  Él le tendió la mano, e iniciaron cuidadosamente el descenso. Dentro de aquel lecho de vieja lava, el calor se concentraba, y la top model acertó a pensar, por un momento, que se estaba metiendo en una cazuela. Sólo que el calor no provenía del interior del volcán, sino del sol. Arriba, en la boca del cráter, la temperatura era fresca debido a la altura, pero dentro del volcán el calor era considerable.

  Habían descendido apenas diez metros con todas las precauciones, siempre tomados de la mano, y ya ambos sudaban copiosamente, no sólo por el calor, sino también por la tensión del descenso. A medida que descendían se veía que el descenso no era tan peligroso como parecía desde arriba, pero habría sido una temeridad descuidarse.

  Raymond se detuvo, e hizo un gesto dando a entender que no iban a descender más.

  Antoinette miró un instante su blusa empapada en sudor, y luego, con toda naturalidad, se la quitó haciendo lo mismo acto seguido con el sujetador, quedando desnuda de cintura para arriba. Raymond ni siquiera parpadeó. Se quitó la camisa, que estaba tan empapada como la blusa de Antoinette, y la dejó sobre el ardiente suelo.

  Por encima de ellos el cielo era como un espejo azul desvaído y cegador. Raymond tenía la mirada fija en los hermosos pechos femeninos relucientes de sudor; alzó lentamente la mirada hasta los ojos de la top model. Antoinette cerró los ojos, y aspiró hondo. Él se acercó, la abrazó por la cintura, y la besó en la boca.

  Esta vez no fue un beso simple, de labios con labios solamente.

  El hombre introdujo la lengua, en busca del íntimo contacto, y ella lo aceptó, con ansia. Cuando una mano de él acarició uno de sus pechos, suspiró fuertemente por la nariz, alzó los brazos, y rodeó con ellos el cuello masculino.

  Raymond deslizó la otra mano por la espalda de Antoinette, resbalando en el sudor, y apretó más su bajo vientre contra el de ella, que correspondió del mismo modo.

  El beso se eternizaba.

  Las caricias de él en la carne de ella se tornaban más y más exigentes.

  Raymond dejó de besar la boca que tan completamente se le había entregado, y deslizó la suya hacia una oreja de Antoinette.

  –Vamos al helicóptero –susurró.

  –No –rechazó ella–… Aquí.

  Por un instante, pareció que él no comprendiese.

  Pero ella disipó sus dudas: se quitó toda la ropa, ofreciendo toda la espléndida belleza de su cuerpo al sol y a la mirada y las manos del hombre, que la acariciaron de arriba a abajo, lentamente. Ella buscó de nuevo el beso, y acarició a Raymond, que se estremeció al sentir sus finos dedos ansiosos y exigentes. A su vez, sin dejar de besar a Antoinette, terminó también de desnudarse. Se sentó sobre la ropa de ambos, que formaba un pequeño montón, y la atrajo a ella. Antoinette no necesitó indicaciones para sentarse sobre el bajo vientre de Raymond Kimberly, con una pierna a cada lado de la cintura masculina, de modo que cuando descendió, lentamente, se apoderó del hombre, conduciéndolo hacia su interior, emitiendo gemidos tenues de placer que se convirtieron en un fuerte suspiro cuando lo tuvo completamente.

  Se abrazó a él, apretando el rostro masculino contra sus pechos palpitantes.

  –Raymond –jadeó–… Raymond, me habría… muerto si esto… no hubiera sucedido entre nosotros…

  Gritó cuando él besó y mordisqueó sus pechos.

  Y grito de nuevo, envuelta en fuego solar y empapada en sudor cuando sintió plenamente que el hombre la estaba llevando hacia la cima del placer más intenso de la vida.

  Y todavía gritó más fuertemente cuando alcanzaron los dos juntos la definitiva cúspide de aquel placer inimitable.

 

 

 

  5

 

  En realidad, no había tenido muchos amantes.

  No se podía decir que cuatro hombres fuesen demasiados en la vida de una mujer como ella, joven y bellísima, libre, viajando por todo el mundo, famosa, con dinero, frecuentando los más refinados y liberados ambientes y conociendo personas interesantes de todas clases.  Y hombres.

  Muchos hombres, todos los cuales, indefectiblemente, buscaban siempre lo mismo: acostarse con la hermosa y famosa top model Antoinette Delacroix, disfrutar de aquel cuerpo espléndido, de aquella belleza fuera de serie.

  No, cuatro hombres no eran demasiados.

  Había habido algunos más con los que tuvo un inicio de romance, que consistió en besos y caricias durante algunas salidas nocturnas, pero sin llegar más allá, pues se dio cuenta a tiempo de que no tenían la talla suficiente para que ella se sintiera tratada realmente como la mujer de estilo y fuerza que era. Eran guapos muñecos que buscaban sólo eso, la superficialidad de unas cuantas expansiones en la cama y nada más.

  Pero cuatro de ellos habían accedido a su intimidad.

  Y los recordaba perfectamente: el tenista sueco Eric Londstrom, el escritor español Diego Villena, y el actor canadiense Adam Mackenzie. El último, Michael Waverly, era el que mejor recordaba, lo que le parecía lógico, no sólo porque lo hubiera visto hacía apenas cuatro días, sino porque era el que más cercano estaba en el tiempo.

  Lo que más le sorprendía era que, en realidad, recordaba los nombres y las sensaciones, pero no las caras.

  Sí, recordaba a Michael porque lo había visto cuatro días atrás allí mismo, en Honolulu, pero la verdad es que apenas recordaba los rostros de los otros tres. En ocasiones incluso pensaba que aquello nunca había sucedido en la realidad, sino que habían sido sueños apasionados de ella. Sueños muy lejanos.

  –¿No estás abusando de tu fuerza? –reía mientras esquivaba el abrazo de Eric–¡Recuerda que mañana tienes partido!

  –Ven aquí –decía él–. Puedes causarme mucha fatiga si tengo que perseguirte por la pista, pero ninguna fatiga si hacemos el amor.

  Estaban en la villa que el tenista había alquilado en Mónaco cuando participó en el último trofeo del principado, y al cual había asistido Antoinette, que a la sazón se hallaba en Marsella filmando una serie de spots para la publicidad en televisión de una línea de perfumes.

  Tras conocerse en Mónaco durante la celebración del trofeo, se separaron como buenos amigos “que habían simpatizado mucho”. Muy poco después, y cuando tras la filmación de los spots en Marsella, Antoinette se hallaba en Niza participando en el pase de modelos <Costa Azul>, apareció el tenista justo el día del pase, que era cuando terminaba todo.

  Antoinette lo vio desde la pasarela, y le envió una discreta pero muy especial sonrisa. Tan sólo tres horas más tarde, ella y Eric estaban haciendo apasionadamente el amor en el chalé de Mónaco; y durante dos meses, este fue su punto de reunión, al que acudían en cuanto ambos coincidían en sus momentos libres, aunque tuvieran que viajar mil kilómetros.

  Fueron tres meses muy especiales.

  Ella hacía el amor con desespero, casi violentamente, empujada por una pasión que sentía que nunca se había de agotar, y convencida de que, en realidad, la fuerza de Eric podía soportarlo todo. Y era cierto: el poderío masculino, en el aspecto sexual, estaba fuera de toda duda.

  Tenía incluso demasiado.  Una noche en que Antoinette se hallaba en Cannes, donde tenía que pernoctar, tuvo la romántica idea de trasladarse a Mónaco, distante unos sesenta kilómetros, y pasar la noche en el chalé, del cual naturalmente tenía llave. La idea era permanecer sola aquella noche, rememorando los encuentros amorosos con Eric, sus vigorosos y gratificantes abrazos que a veces le habían parecido acometidas de oso.

  Encontró a su oso en la cama, retozando deliciosa, encantadora y delicadamente… con otro guapo tenista. Los dos hombres se sentaron en la cama de un salto, y se quedaron mirando con expresión desorbitada a la top model, que no daba crédito a sus ojos.

  Por fin, reaccionó, sonrió, y dijo amablemente:

  –Perdón, me he equivocado de chalé. No conozco de nada a ninguno de ustedes.

  Dejó caer la llave en el suelo, salió del dormitorio, abandonó el chalé, y regresó a Cannes.

  Apenas un año más tarde conoció a Diego Villena, y supo enseguida que era un hombre especial. Lo conoció en Roma, donde él estaba pasando una temporada por simple gusto de disfrutar de la capital italiana.

  La primera vez que lo vio, él se hallaba sentado en la terraza de un bar cerca del Coliseo. Ella iba con dos compañeras de trabajo. Se sentaron las tres alrededor de una mesa cercana a la de Villena, reparando enseguida en que era un hombre atractivo y sugerente. Pronto se dieron cuenta de que las miraba con frecuencia y luego se inclinaba sobre un bloc en el que dibujaba algo.

  –Me parece que nos están haciendo un retrato –comentó Hilda.

  –Seguro que sí –dijo Stephanie–, porque ese hombre tiene aspecto de artista. Sus manos son muy bonitas.

  –Pues yo no quiero que me hagan caricaturas –dijo Antoinette.

  No admitió entonces que lo que realmente deseaba era acercarse al supuesto pintor, y ver de cerca sus manos y sus ojos. Se acercó a él con cierto gesto hostil, se plantó ante su mesa, y dijo, en italiano:

  –Señor, sea tan amable de dejar de tomarnos como modelo, y entrégueme esa hoja.

  Él alzó la cabeza y la miró directa y fijamente, con una expresión divertida y amable. Sus ojos eran pardos, limpios, perspicaces y no poco irónicos. Eran unos ojos que, como diría Antoinette tan sólo una semana más tarde, “se le clavaron en el alma”.

  –No hablo muy bien el italiano todavía –dijo, en un francés casi perfecto–, pero sí el francés, mademoiselle. Y me parece que usted es francesa.¿Acierto? 

  –Por supuesto –dijo Antoinette, que todavía no se daba cuenta de la guasa de él–. Le decía…

  –Sí, más o menos la he entendido. Pero debo decirle que no soy dibujante o pintor, sino escritor, y que estaba escribiendo unos versos de amor que usted me ha inspirado.¿Va a cometer la crueldad de prohibirme escribir versos de amor?

  –Pu–pues no sé… No. Claro que no.

  –Es usted muy amable.¿Le gustaría escuchar los versos?

  –Me parece que sí –sonrió Antoinette. 

  –Entonces, si es tan amable de darme su número de teléfono, tendré mucho gusto en llamarla cuando estén terminados, y por supuesto será un placer para mí leérselos, ya sea en francés, en inglés o en español.

  Antoinette soltó una carcajada, dio media vuelta, y regresó a su mesa. Cuando, después de tomar un café con sus amigas, se marchó, dejó anotado su número de teléfono en una servilleta.

  Diego Villena la llamó aquella misma noche, ella le citó, él le leyó los versos en francés, dejándola bastante emocionada e incluso conmocionada, y luego, tras besarla suavemente en la boca, susurró:

  –Hay algo mucho más hermoso que escribir versos de amor.

  –¿Y es…?

  –Hacer el amor.

  Ella se quedó mirándolo. Él volvió a besarla, y comenzó a desnudarla despacio y con suma delicadeza. Cuando se abrazaron en la cama, y Antoinette lo recibió plenamente, se sintió como si la vida empezase en aquel instante. Diego hacía el amor de maravilla, era refinado, atento, delicado, y tan considerado que después de aquella primera noche de placer infinito siempre le hacía proposiciones insólitas para complacerla.

  –¿Deseas algo especial? ¿Te gustaría que hiciéramos alguna… fantasía desorbitada?

  Apenas tres meses más tarde, estando Diego todavía en Roma, y hallándose ella en Viena, él la llamó por teléfono:

  –Me marcho de Roma dentro de tres días. Voy a pasar los próximos tres meses en un pequeño pueblo de España, escribiendo el libro que he estado preparando. ¿Quieres venir conmigo?

  –¿Quieres decir… pasar tres meses en un pequeño pueblo de España, mientras tú te dedicas a escribir?

  –Sí.

  –No deseo hacer semejante cosa, Diego.

  –Yo voy a pasar allí los tres próximos meses. Te voy a enviar mi dirección, para que al menos nos veamos cuando tengas algún día libre y decidas visitarme.

  –Está bien.

  No le visitó ni una sola vez.

  Se interesó por el pueblo, supo que estaba en la sierra cerca de la ciudad de Toledo, que no había allí nada de lo que ella estaba acostumbrada a tener a su alrededor, y que, además, hacía mucho frío. Cuando transcurrieron los tres meses, pensó que Diego la buscaría a ella, pero esto jamás sucedió. Casi diez meses después vio su novela en las librerías de tres países, y eso fue todo.

  Con Adam Mackenzie todo fue mucho más simple, y hasta extraño. Se conocieron en Quebec, en una cena que clausuraba, cómo no, una presentación de modelos para primavera en la que había participado Antoinette.

  En dicha cena, la top model se encontró sentada frente a un hombre alto, sólido, de mirada dulce y tímida que la miraba como a hurtadillas. Durante la cena, Antoinette conversó con sus vecinos de mesa, pero no cambió ni una sola palabra con el que tenía enfrente, y que seguía mirándola como si temiera que ella se lo prohibiera.

  Cuando regresó a su hotel, Antoinette se encontró pensando en el tímido, atractivo, dulce y extraño personaje que había cenado frente a ella. Estaba tan absorta pensando en él, y sentía tan extraño placer recordándolo, que estuvo tentada de no abrir la puerta de la suite cuando sonó la llamada. Tras titubear, se puso la bata de seda sobre el pijama del mismo tejido, y fue a abrir la puerta.

  Se alegró enseguida de haberlo hecho.

  Ante ella estaba el hombre tímido, mirándola fascinado. Tenía en una mano un pequeño ramo de flores.

  –Señorita Delacroix, soy Adam Mackenkie.

  –Ah.

  –Ya sé que usted no me conoce. Mi nombre todavía no suena, pero sonará en el mundo de la moda. De momento estoy aprendiendo. He tomado parte en el diseño de los modelos que usted ha presentado esta noche, pero eso no lo sabe nadie más que la dirección de la firma… Bueno, no me atrevía a decírselo delante de tanta gente, pero ha estado usted encantadora, como siempre, y deseo que sepa que algún día diseñaré modelos especialmente para usted.

  Le entregó el ramito de flores.

  Antoinette miró las flores, miró los ojos de Adam, y se apartó de la puerta, murmurando:

  –Pase, señor Mackenzie.

  –Mejor que no –rechazó él.

  –¿Por qué?

  –Es que estoy locamente enamorado de usted.

  –Sí –asintió ella–, eso me ha parecido. Pero no veo que sea un problema su loco enamoramiento.

   –Es que los locos solemos hacer locuras.

  –¿Por ejemplo?  –sonrió ella.

  –No sé. Mil barbaridades.

  Parecía verdaderamente dispuesto a marcharse. Antoinette le agarró por una mano, y lo atrajo hacia el interior de la suite.

  Cuando, después de besarse y acariciarse largamente, él la tendió en la cama y la penetró, la top model pensó que nunca le habían hecho el amor con tanta delicadeza.

  Durante el mes y pico que Antoinette estuvo en aquella parte de Canadá y por el nordeste de Estados Unidos, se encontraron con frecuencia, acudiendo uno al encuentro del otro. Hasta que de repente, una tarde, cuando ella llamó a Adam para citarlo en Chicago, él le dijo que no deseaba volver a encontrarse con ella.

  –¿Qué dices? –creyó haber oído mal Antoinette.

  –Lo siento.

  –Pero…¿qué ocurre? ¿Qué ha pasado?

  –Es mejor que lo olvidemos todo. Adiós, Antoinette.

  Ella colgó sin pedir más explicaciones y sin contestar a la última despedida.

  Y, por supuesto, jamás volvió a llamarlo, a pesar de los deseos que tenía de saber qué había ocurrido. Pero muy bien:¿un hombre no quería estar más con ella?  Él se lo perdía. El mundo está lleno de hombres… Y la prueba la tuvo en que no tardó mucho en conocer a Michael Waverly en Nueva York.

  Sí, el mundo está lleno de hombres. Ella podía chascar dos dedos y enseguida aparecerían cientos de hombres dispuestos a amarla intensa y apasionadamente. Ella chascaba dos dedos y ya tenía un hombre. ¡Era tan absurdamente fácil…!

  De donde se desprendía que, en realidad, el elemento hombre no era, precisamente, el más estimable en su vida, en la vida de la modelo Antoinette Delacroix.

  Era curioso que pensara en todo esto mientras estaba en aquel pequeño camastro haciendo el amor con Raymond Kimberly.

  Estaba abrazada a él, sintiendo todo su peso sobre su cuerpo y todo el vigor y el calor de su masculinidad llenándola plenamente.

  Ya no sudaban.

  Estaban ambos desnudos, haciendo de nuevo el amor, pero de modo menos… violento, menos salvaje, aunque no menos apasionado, no menos anhelante, sobre todo por parte de él, que la apretaba y la poseía como si pretendiera hacerla suya para la eternidad.

  Apenas hacía veinte minutos que se habían despedido del resto de asistantes al luau, la clásica y simpática fiesta Hawaiana a la que Raymond la había llevado después de hacer el amor por segunda vez en el volcán.

  El lugar se hallaba en la isla de Oahu, a la que habían volado como persiguiendo el sol, para descender en un punto de la costa de Kaneohe Bay, muy cerca de los Coral Garden.

  Era un poblado de vacaciones para turistas, de modo que encontraron allí todos los tópicos que pudieran esperarse, empezando por la mesa baja adornada con flores, la cena a base de frutas y pescados además de <Pollo Luau>, la música y las bailarinas y bailarines isleños, y terminando por los collares de flores variadas entre las que destacaban los hibiscos.

  El director del poblado era –cómo no– amigo de Raymond Kimberly, le había proporcionado lugar en el luau aun sin estar en la lista de participantes de aquella noche, y le había cedido su propio alojamiento, un pequeño bungalow ubicado a menos de veinte metros de la playa. Esto aparte, ya un poco avanzada la noche, había conseguido que –a petición de Raymond– los músicos tocaran viejas piezas musicales de Honolulu, como <Hawaian Promenade>, <Pineapples, White Sand and Coconuts>, <Stars over Hawai>, y para terminar de armonizar con el ambiente, <Hawaian Moon>.

  Y era ahora, mientras en la distancia sonaba <Luna de Hawai> y la resplandeciente luz de la luna penetraba por las dos ventanas encaradas al mar, cuando Antoinette, abrazada a Raymond en aquel pequeño camastro, sentía la confusión de lejanos recuerdos que la estaban turbando de un modo intenso y extraño.

  Era la tercera vez que hacían el amor aquel día, y ella sabía que la noche junto a Raymond Kimberly iba a ser larga y agitada. Bien estaba. Mejor dicho, era perfecto para sus planes: después de aquella noche de amor que ella iba a proporcionarle a Raymond Kimberly, éste no podría olvidarla de ninguna manera.

  Y de eso se trataba, de conquistarlo, de hacerlo suyo, de someterlo a su cuerpo, a su belleza, al placer que ella podía proporcionarle… Pero para lograr esto, debía alejar otros pensamientos de su mente, estar más dispuesta y atenta a las exigencias de aquel hombre y no recordar a otros hombres.

 ¡Qué peligrosa inoportunidad pensar en otros hombres mientras Raymond la estaba amando!

  Inoportunidad e imprudencia.  Tenía que concentrarse en él, tenía que complacerlo a él, no pensar en otros… Tenía que pensar en él solamente.

  Recordó de pronto la segunda vez en el volcán, cuando apenas había tenido tiempo de recuperar el aliento tras la primera. Ella se había dejado caer de espaldas sobre la empapada ropa de ambos, y él estuvo mirándola en silencio hasta que, de repente, y sorprendiéndola realmente, se tendió sobre ella, que le miró como alarmada.

  Él sonrió, la besó en la boca, y, simplemente, la penetró, sin dejar que el peso de su cuerpo la aplastase. Antoinette había quedado quieta y tensa, pero pronto suavizó la actitud de su cuerpo y la tensión de sus labios.

  Cuando él dejó de besarla, Antoinette echó la cabeza más hacia atrás, y se quedó mirando el refulgente cielo.

  Era todo lo que veía, el cielo.

  Mientras tanto, su cuerpo experimentaba sacudidas, sensaciones profundas, estremecimientos insólitos, e incluso, pese al calor, sintió un largo escalofrío que erizó su fino vello.

  Cerró de pronto los ojos, no supo en qué momento, no habría podido decir si hacía un segundo o una hora que él la estaba poseyendo, y emitió aquel gemido entrecortado que ella oyó como si no lo estuviese profiriendo ella, como si le llegase de alguna lejana y desconocida parte del mundo.

  De repente, se dio cuenta de que los recuerdos de sus entregas en el volcán a aquel rústico isleño estaban dando el resultado apetecido, pues se encontró abrazada a él fuertemente, clavándole las uñas en la espalda.

  Esto estaba mejor, esto tenía que gustarle a él.

  En efecto.

  Supo lo que estaba ocurriendo en el cuerpo de él y lo que iba a ocurrir enseguida como si se tratase de su propio cuerpo. Lo sintió llegar arrolladoramente. Acercó su boca al oído masculino y jadeó:

  –Te estoy… esperando…, amor mío.

  Cuando él llegó, Antoinette perdió el mundo de vista.

  El ímpetu masculino fue tan absolutamente arrollador que a la top model le pareció que dejaba de sonar la música, y que incluso la luna se apagaba.

 

*     **     *

 

  Durante la noche, él la despertó dos veces por el sencillo y tierno procedimiento de hacerle el amor con gran delicadeza. Fueron dos placeres como dos sueños.

  La luna seguía allí, evidentemente se había encendido de nuevo. En el frescor de la noche, Antoinette pensó que era de agradecer el contacto con el cálido cuerpo de Raymond. Las dos veces lo recibió tan suavemente como él llegaba, con besos y caricias, para terminar jadeando de placer cuando sentía y sabía que él llegaba ansiosamente.

  De madrugada, Antoinette despertó, y de momento, simplemente, oyó el rumor del mar.

  Luego, al girar hacia su izquierda en el estrecho camastro, vio junto a ella a Raymond Kimberly, dormido.

  Había en el ambiente la lividez dorada del día naciente, y el rostro de él parecía hecho con láminas de oro.

  Suavemente, Antoinette empujó a Raymond, hasta que consiguió colocarlo cara al techo. Entonces se tendió sobre él, boca abajo. Él abrió los ojos entonces, le tomó el rostro entre las manos, y lo alzó para mirar sus ojos. La besó en los labios. Antoinette se movió hasta conseguir el contacto, que llevó hasta lo más profundo, y luego se abrazó a Raymond Kimberly, que le pasó las manos por la espalda.

  –Nunca me dejes marchar –le susurró ella al oído, con voz trémula.

 

 

 

  6

 

  Antoinette acudió sonriente a abrir la puerta de su habitación en el Halekulani Hotel.

  Y no era una simple sonrisa, sino una dulce expresión de mujer entregada. Ella y Raymond habían quedado citados a las cinco de la tarde, y eran solamente las cuatro y veinte, pero ella estaba preparada.

  Preparada para todo.

  Quería hacerlo todo tan bien que él no tuviera ninguna duda respecto a lo delicioso que resultaba estar con ella.

  Por toda indumentaria llevaba una braguita de color azul celeste, y, con simpática picardía, había decidido “ocultar” sus pechos con dos flores de hibisco que estaban sujetas a la aréola por un trocito de esparadrapo que quedaba oculto por la roja flor que reposaba justo sobre el respectivo pezón.

  Sabía que su cuerpo espléndido era un regalo a la vista de cualquier hombre, un estímulo sensual invencible. Y sabía que aquella clase de juegos, aquellas bromas llenas de picardía, encantaban a los hombres

  Ella y Raymond habían quedado en salir a dar un paseo por Honolulu, tomar una copa, y luego cenar juntos, pero ella había decidido que antes de todo eso a él le sentaría muy bien en todos los sentidos una estimulante sesión de sexo y erotismo pícaro, simpático y refinado… Y estaba tan absolutamente segura de que quien llamaba no podía ser otro que Raymond Kimberly que abrió la puerta sin preguntar la personalidad del visitante, y sonriendo de aquel modo que, lisa y llanamente, era una invitación a hacer el amor y diversas diabluras.

  Se quedó petrificada por el asombro, por el desconcierto.

  No era Raymond Kimberly quien había llamado a la puerta, sino Michael Waverly, que la miró de arriba a abajo y luego fijamente a los ojos. Tenía en una mano un ramito de flores diminutas, que depositó en la pequeña consola del recibidor, sin dejar de mirar codiciosamente a Antoinette.

  –Siempre tan encantadora –murmuró.

  Ella titubeó. Enseguida cruzó los brazos sobre el pecho, y se encogió un poco. Michael entró en la habitación y cerró la puerta, moviendo la cabeza hacia el pasillo.

  –Puede pasar alguien y ver lo que no debe ver. Quiero decir que supongo que no estás “vestida” así para que te vea cualquiera.

  Antoinette reaccionó. Retiró los brazos de sobre su pecho, y alzó la barbilla.

  –¿Qué haces aquí?  –preguntó fríamente.

  –He venido a admirarte.

  –¿Sí?  Pues date prisa, porque Raymond va a llegar de un momento a otro.

  –De un momento a otro, no. Sé que la hora de vuestro encuentro es a las cinco, o sea, dentro de –miró su reloj de pulsera–… cuarenta minutos. Tenemos tiempo.

  –Tiempo…¿de qué?

  –De recordar aquellos hermosos momentos.

  –¿Qué estás tratando de decir?

  Michael sonrió. Se acercó a Antoinette, la asió por los brazos, y la atrajo. Posó su boca en la de ella, que permaneció inmóvil y como si fuese de piedra. Michael la apartó, la miró a los ojos, y luego, con suavidad, retiró las dos flores de hibisco, dejando totalmente desnudos con tan simple gesto los pechos de la top model.

  –Estás más hermosa que nunca –susurró.

  –Michael, ¿te has vuelto loco?  Por el amor de Dios,¿qué estás haciendo?  Mejor dicho: ¿qué estás tratando de hacer?

  Él torció el gesto.

  –Pasado mañana me caso. Hubiera preferido no verte nunca más, que no estuvieras aquí, pero el hecho cierto es que estás aquí, y desde que llegaste no he podido apartarte de mi pensamiento y de mi deseo. Quiero que hagamos el amor por última vez.

  –¡Oh, Michael…! ¡No, por favor!

  –¿Por qué no? Sólo de trata de que los dos pasemos un ratito agradable, no hay que darle ninguna trascendencia especial, es… un simple goce sexual.

  –¡Me dijiste que estabas verdaderamente enamorado de Georgia!

  –¿Qué importa eso ahora?

  –¡No hables así!

  –Cariño, sólo se trata de que tú y yo nos metamos en la cama unos minutos, hagamos el amor, y yo me vaya antes de que llegue Raymond. ¿No te gustaría hacerlo? ¿No te gustaría recordar aquellos tiempos de Nueva York?

  Se acercó y le puso las manos sobre los pechos. Antoinette se encogió un poco, pero no retrocedió, se limitó a mirarle fijamente a los ojos. Él quiso volver a besarla en la boca, pero Antoinette volvió la cabeza, y los labios masculinos se posaron en una mejilla.

  –Lo último que habría esperado de ti es que fueses un cerdo –murmuró ella.

  –Los cerdos también tienen caprichos y sexo –Michael deslizó una mano desde el seno hacia el bajo vientre de la top model–… Todos los seres vivientes tienen caprichos y todos gustan del sexo. Vamos, no te hagas la virtuosa. Sé que te gusta hacerlo. ¿Por qué no conmigo, que soy… personal conocido?  Sólo se trata de recordar placeres comunes. ¿Te quitas la braguita o te la arranco?

  Ella no contestó, y él cumplió su amenaza, arrancando de un tirón la diminuta y delicada prenda, que quedó rasgada entre sus dedos.

  Antoinette retrocedió entonces dos pasos, y dijo:

  –Si vuelves a tocarme soy capaz de matarte.

  ¡Oh, vamos…!

  –Michael: da un paso más hacia mí, vuelve a poner tus manos sobre mi cuerpo, y te aseguro que encontraré el lugar y el modo de matarte.

  –No digas tonterías. Voy a…

  –¡No quiero que me toques! –se crispó la voz de la top model, casi alcanzando el histerismo–. ¡Maldito seas, no quiero que me toques, no quiero que me toque nadie que yo no quiera que me toque! ¿Qué os habéis creído que es mi cuerpo? ¡Estoy harta de todos vosotros, estoy harta de serviros de placer, estoy harta de vuestras miradas de sucios canallas intrusos en mi vida y en mi cuerpo! ¡No vuelvas a tocarme, maldito seas!

  Michael Waverly se había detenido, y miraba especulativamente a la top model. De pronto alzó las manos en gesto de paz, y sonrió.

  –Tranquila, tranquila. En realidad, he venido a decirte que Raymond no podrá reunirse contigo hoy, a ninguna hora. Pensó en llamarte por teléfono para decírtelo, pero le pareció demasiado frío, y me rogó que pasara a decírtelo y a entregarte estas flores de ladera de volcán –le entregó el ramito tras recogerlo de encima de la consola–. No creas que son fáciles de conseguir, ni siquiera en Honolulu.

  Antoinette tomó las flores, dio la vuelta, y entró en el dormitorio. Dejó las flores en la cabecera de la cama, se puso la bata, y se volvió hacia la puerta del dormitorio, hasta donde la había seguido Michael, que seguía contemplándola intensamente.

  –¿Dónde está Raymond?  –inquirió la top model.

  –Ha tenido que hacer un viaje relámpago a San Francisco. Regresará mañana.

  –Está bien. Adiós.

  Michael Waverly asintió, y estuvo unos segundos como pensativo. Por fin, murmuró:

  –¿Qué es exactamente lo que te propones?

  –No sé de qué hablas.

  –Antoinette, yo no te invité a asistir a mi boda. Y si yo no te invité,¿quién habría de invitarte?  No sé cómo has conseguido esa invitación, pero sé que estás tramando algo, y quiero que sepas que te estaré vigilando.

  –¿Para acostarte conmigo en cuanto tengas ocasión?  –dijo ella, con frío sarcasmo.

  –Las Hawai son unas islas simpáticas, y lo que pasa en una de ellas se sabe pronto en las otras…, si perteneces al círculo privilegiado en el que yo me he introducido. ¿Sabes de qué te estoy hablando?

  –No.

  –Cualquier cosa que tú hagas, ya sea sola o acompañada, yo tengo medios de saberlo rápidamente. Por ejemplo, si tú asistes a un luau, si pasas una noche en un bungalow, si visitas un volcán o una playa aparentemente solitaria…, yo siempre tengo medios de saberlo.

  –O sea, que nos has estado espiando a Raymond y a mí.

  –No necesito espiar. Raymond tampoco necesita espiar para saber todo lo que pasa en las islas. Las noticias nos llegan como por medio de un mágico tam–tam a todos los que formamos parte de este círculo social especial de las islas. Antoinette: ¿qué estás tramando? ¿Qué pretendes conseguir acostándote con Raymond?

  –Pretendo conseguir lo que ya consigo: me he enamorado de él.

  –Eso es imposible –replicó fríamente Michael.

  –¿Imposible? ¿Por qué?  Es un hombre atractivo, educado, inteligente, encantador…, y muy apasionado. –La top model sonrió con simpática malicia–. ¿Por qué te parece imposible que me haya enamorado de él?

  –Porque tú eres incapaz de enamorarte.

  –¿Cómo puedes decir eso? –exclamó Antoinette–. ¡¿Cómo puedes decir semejante cosa, precisamente tú, después de lo que pasó entre nosotros y…? !

  –Lo que pasó entre nosotros tú lo interrumpiste de pronto, fríamente, por motivos egoístas, con una crueldad que todavía me estremece –dijo Michael, con voz tensa.

  –Otras veces ha sido al revés –murmuró ella–… Otras veces he sido ya la que ha tenido que sufrir la ruptura. Y sin que me dieran explicaciones, mientras que yo sí te las di a ti.

  –¿Quieres decir que puesto que a ti te habían hecho sufrir no tenía importancia que tú hicieras sufrir a otras personas?

  –No lo pensé así, tan… pérfidamente. Michael, no quería continuar, eso es todo. Pero no digas que yo fui o soy incapaz de enamorarme, tú sabes muy bien que…

  –Antoinette –la interrumpió Michael, muy serio–: pasado mañana me caso. Ven a la boda, ya que has conseguido esa invitación y parece que tienes especial empeño en hacerlo. Pero escucha bien esto: no permitiré que lastimes a nadie de ninguna manera, así que será mejor para todos que después de la boda desaparezcas, pues si no lo haces yo conseguiré que lo lamentes amargamente.

  Sin darle tiempo a replicar, y ni siquiera a reaccionar, Michael Waverly dio la vuelta, salió del dormitorio, y acto seguido de la habitación.

  Cuando Antoinette reaccionó, susurró:

  –Tú sí que vas a lamentar haber venido aquí a desafiarme…

  Aquella noche la llamó por teléfono Raymond Kimberly desde San Francisco.

 

*     **     *

 

  Él la vio incluso antes de que ella alzase el brazo para saludarle. Llevaba solamente un maletín de viaje, de modo que, simplemente, abandonó la zona de llegada, se reunió con ella en aquel lado del vestíbulo del Honolulu International Airport, y la besó en los labios.

  –Tenía la esperanza de que vinieras a esperarme –dijo Raymond–. Bueno, más que una esperanza era un deseo tan fuerte que por fuerza tenía que cumplirse.

  –¿Todo ha ido bien?  –rió Antoinette.

  –Si te refieres al viaje y a los negocios, espléndidamente, como siempre. Vamos a pasar por tu hotel camino de casa. Quiero que recojas lo que necesites para mañana, y que pases la noche en casa.

  –No… No, Raymond. Por favor.

  –¿Por qué no?  No creas que se trata de que esta noche pretendo visitarte en tu cuarto de invitada. No será por falta de ganas, desde luego, pero no se trata de eso: simplemente, te será más cómodo si ya estás allí, podrás ayudar a Georgia a vestirse, le darás consejos sabios…

  –¿Consejos sabios? ¿Sobre qué, por ejemplo?

  –Bueno… Sobre el amor y el sexo, y todo eso. Es bueno que una jovencita reciba esa clase de consejos antes de casarse.

  –¡Desde luego! –rió maliciosamente la top model–. Pero….¿realmente crees que Georgia los necesita? Vamos, Raymond, no creerás que tu hermana es una niña que no sabe lo que tiene que saber.

  –¿Quieres decir que ella y Michael ya han hecho el amor?

  –Raymond, por favor…

  –Pues a lo mejor sí que lo han hecho –se detuvo Raymond, muy serio y pensativo–. Yo me creo que Georgia sigue siendo mi pequeña hermanita que no se duerme si no me ve sentado junto a su camita, pero tal vez sí que ha crecido, y… ¡Esto es terrible!

  Antoinette, que lo miraba pasmada, terminó por captar la broma, y se echaron a reír los dos. Raymond le pasó un brazo por los hombros, caminando ambos hacia la salida.

  –De todos modos, los buenos y sabios consejos nunca están de más –insistió él.

  –No quiero pasar la noche en tu casa, Raymond.

  –Está bien, pero dime el motivo.

  La top model titubeó, mas optó por decirlo:

  –Anoche, cuando me llamaste desde San Francisco, no quise decírtelo para no turbarte mientras atendías tus negocios, pero por la tarde había tenido un… Bueno, un pequeño enfrentamiento con Michael, cuando él vino al hotel a darme tu recado.

  Raymond se detuvo en seco, y se encaró con la top model.

  –¿Qué ocurrió?  –murmuró.

  Antoinette explicó lo sucedido. Raymond Kimberly se limitó a escuchar, sin hacer un solo comentario, absolutamente inexpresivo el rostro. Cuando ella terminó, todavía estuvo unos segundos en silencio antes de preguntar:

  –¿Por qué cree Michael que tienes intención de lastimar a alguien?

  –Es evidente que cree que no estoy siendo sincera.

  –Pero se equivoca,¿no es cierto?

  –Desde luego. 

  –Entonces,¿qué piensas hacer?

  –Tal vez él tenga razón, y lo mejor para todos sería que me fuese después de la boda.

  –¿Realmente lo crees así?

  –No –tragó saliva ella–. Pero no quiero… ocasionar complicaciones o disgustos, Raymond. Mira, yo creo que Michael está muy enamorado de Georgia, y que tuvo un mal momento, eso es todo, pero…

  –¿Te parecería mal dejar en mis manos este asunto?

  –No. Pero no quisiera…

  –Yo me hago cargo. Ahora, vamos a pasar por tu hotel para recoger lo que necesites para mañana.

  Antoinette se dio por vencida.

  Salieron del aeropuerto, tomaron un taxi, y veinticinco minutos más tarde el vehículo se detenía en el estacionamiento del hotel. Subieron ambos a la habitación de Antoinette, que seleccionó su vestuario para el día siguiente y lo colocó en la maleta pequeña, mientras Raymond la observaba en silencio, de pie ante el ventanal con vistas a Waikiki Beach.

  Tras cerrar la maleta y colocarla sobre una butaca, Antoinette reparó en la humedad que aparecía bajo el brazo en la blusa que llevaba puesta, y volvió a colocarse ante el armario. De pronto giró la cabeza hacia Raymond, rió quedamente, y dijo:

  –¿Por qué no miras el mar? ¡La vista es preciosa!

  Raymond asintió, y se volvió de espaldas.

  Antoinette se desnudó rápidamente, eligió otra blusa y otra falda, titubeó, y tras cargar con la ropa limpia se dispuso a entrar en el cuarto de baño… Raymond estaba junto a ella, y antes de que tuviera tiempo tan siquiera de sobresaltarse la abrazó y la besó. Ella correspondió al beso, pero en cuanto pudo apartó su boca y dijo:

  –Raymond, sólo quería cambiarme de…

  Él la volvió a besar.

  Y mientras la besaba, la empujaba hacia la cama. Cayeron sobre ésta, y Raymond deslizó su boca hacia la garganta y los senos femeninos. Antoinette hundió sus finos dedos entre los cabellos del hombre, y susurró:

  –Oh, Raymond…

  Él alzó la cabeza y la miró a los ojos.

  –¿No quieres?

  ¡Oh, sí! Bueno –rió quedamente–, quiero decir que sí, pero este no es momento de…

  –Antoinette, si no lo deseas, simplemente dilo.

  Ella suspiró profundamente, cogió una mano del hombre, y se acarició con ella. Luego, procedió a desabrochar el cinturón de los pantalones de Raymond Kimberly. Un par de minutos más tarde volvía a suspirar profundamente y se abrazaba al cuello de él, susurrándole junto al oído:

  –Claro que quiero, tonto… Siempre, siempre quiero…

  Emitió un contenido grito de placer cuando lo recibió, se abrazó con más fuerza al cuello masculino, y se dejó llevar por aquellas poderosas olas que ya conocía.

 

*     **     *

 

  Georgia y Michael estaban en la sala cuando Antoinette y Raymond llegaron a la casa, en la que la actividad era ya visible.

  El vestíbulo estaba siendo adornado con flores, y en la sala Georgia estaba precisamente dando instrucciones a dos empleados de la floristería respecto a cómo quería que completasen los adornos florales por la mañana. Al ver a Antoinette, la hermosa Georgia lanzó un grito de alegría.

  –¡Tienes que ayudarme! –exclamó–. ¡Oh, Dios mío, menos mal que has venido…! Hola, Raymond.

  –¿Te das cuenta?  –sonrió éste, mirando a Antoinette–. Ya te dije que mi pequeña Georgia estaba necesitando ayuda.

  –¡Para esto y para otras muchas cosas! –aseguró Georgia–. ¡Cielos, nunca creí que una cosa tan sencilla como es casarse fuese tan complicada!¡Y todo lo complicado está apareciendo en el último día y en el último momento!

  Se echaron a reír todos, y Raymond besó a Georgia en la frente. Cuando explicó que Antoinette iba a quedarse aquella noche en uno de los cuartos para invitados, Georgia mostró sobradamente su contento y su alivio, y enseguida acaparó la ayuda de la top model.

  Raymond miró a Michael, cuya expresión era un tanto hermética, quizá algo tensa.

  –Vamos un momento al despacho, Michael. Quiero consultarte algo sobre el asunto de San Francisco.

  Los dos salieron de la sala, cruzaron el florido vestíbulo, y segundos después entraban en el despacho, cuya puerta cerró Raymond. Éste fue a sentarse a la mesa, de espaldas al ventanal desde el cual se veía la piscina, cerca de la cual se había montado la pérgola donde se realizaría la ceremonia. Michael, que se había sentado en uno de los sillones colocados frente a la mesa, lo miraba fijamente.

  Raymond no se andó con rodeos.

  –Explícame qué pasó ayer, cuando fuiste a darle mi recado a Antoinette en su hotel.

  Michael asintió, y lo explicó todo, sin inmutarse. Los dos hombres se miraban fijamente, pero sin hostilidad alguna.

  –Eso es exactamente lo que Antoinette me ha explicado que sucedió –dijo Raymond, cuando Michael hubo terminado.

  –Ella te lo ha explicado porque sabe que de todos modos tú habrías de saberlo por mí.

  –O sea, que tú me lo habrías explicado todo.

  –Sí.

  –En ese caso, sin duda podrás decirme por qué lo hiciste.

  –Raymond, ella está mintiendo. Yo no le envié ninguna invitación a la boda. No sé de dónde la ha sacado ni qué pretende, pero sé que está tramando algo que nos lastimará a todos.

  –¿Por ejemplo?

  –Por ejemplo, creo que ella va por ti. Se me ha ocurrido que quizá vino inicialmente por mí, pero al conocerte a ti debió de considerar que eres una… pieza más valiosa. Quiere conquistarte, por supuesto para obtener beneficios ella, sean de una clase o de otra. Esa mujer no tiene corazón, Raymond.

  –Pero tiene sexo. Y tú lo querías ayer.

  –No. Si ella hubiera accedido yo me habría marchado sin haber hecho nada. Sólo quería que ella hubiera aceptado acostarse conmigo para poder demostrarte que ella no te ama realmente, que está… saliendo contigo por sus conveniencias, no por amor, y que si le viene de gusto no respeta nada.  –¿Realmente no te habrías dado el gusto de acostarte con ella?  Michael, todos sabemos que hace un tiempo, en Nueva York, tú y Antoinette…

  –Escucha, sólo hace dos años que nos conocemos tú y yo, precisamente a raíz de que yo viniera a las islas escapando de Nueva York y de ella. Yo creo que dos años es tiempo suficiente para que tú sepas que yo no soy un maldito hijoputa embustero.

  –Eso significa, simplemente, que de verdad amas a Georgia y que quieres hacerla feliz y ser feliz con ella.

  –Maldita sea,¿con qué derecho o con qué base piensas de mí que soy un puerco que está engañando a una criatura tan adorable como Georgia? ¿Crees que sólo busco tu dinero y tu posición en las islas? ¿Crees que soy un maldito gigoló?  Si crees algo así es que eres un imbécil que no ha sabido ver el corazón de tu hermana, que vale más que todos tus asquerosos dólares. Yo he visto ese corazón, y, además, no necesito hacer desgraciada a una persona tan dulce como Georgia para ganarme bien la vida,¿sabes?

  –Te has disparado sin necesidad –sonrió Raymond–. Sólo te he preguntado si realmente no te habrías acostado con Antoinette si ella hubiera aceptado.

  –Mi respuesta es no. Amo a Georgia. Estoy loco por Georgia. ¿Me he explicado?

  –Sí. Quiero que dejes este asunto en mis manos, Michael. Mañana os casáis, os vais de luna de miel, y os olvidáis de todo menos de vosotros mismos.

  –¿Qué piensas hacer? Quiero decir con respecto a Antoinette.

  –Nada. Dejaré que sea ella la que haga lo que tenga que hacer.

  –Antoinette te está mintiendo. Si sigues adelante con ella saldrás muy lastimado.

  Raymond Kimberly frunció levemente el ceño, y murmuró:

  –Deja que yo resuelva el problema.

 

 

 

  7

 

  La boda se celebró a las seis de la tarde.

  Había no menos de doscientos invitados, que habían acudido de todas partes de las Hawai, y algunos de San Francisco y de Nueva York. En conjunto y detalle por detalle la ceremonia y la fiesta que le siguió, fueron un éxito de organización y de grato ambiente.

  Para Antoinette estuvo bien claro que los Kimberly eran sinceramente queridos no sólo por sus amigos, sino por los empleados de la empresa, en representación de los cuales acudió un grupo cargado de flores, pequeños regalos para la novia, e instrumentos musicales.

  Algunos de estos empleados eran nativos, y cantaron en los momentos más inesperados breves canciones isleñas de matiz erótico-festivo al son de los ukeleles, para regocijo de los invitados y turbación de los novios; tres encantadoras muchachas que formaban parte del grupo bailaron sensualmente mientras los novios se besaban después de ser unidos en matrimonio sin que nadie tuviera nada que oponer ni alegar.

  Desde el primer momento, todo fue alegre y afectuoso.

  Georgia estaba tan encantadora con su vestido blanco y largo que Antoinette experimentó como un vacío en el estómago que pensó que eran celos. Pero ella y Georgia eran dos bellezas muy diferentes, y, además, no sería Georgia quien dificultase los planes que tenía cada vez más claros y decididos. Ni siquiera se inmutó cuando Georgia lanzó su ramo de novia a las manos de una amiga suya, una joven delgada y morena de grandes ojos insólitamente azules.

  Se había dispuesto una barbacoa y, cómo no, unas mesas adornadas con flores, frutas y refrescos naturales y combinados, a la espera del banquete.

  Antoinette había leído la carta de platos, pero no se había enterado demasiado bien:

 

Poi (canned)

Lomi-lomi salmon

Laulau

Sweet potatoes (baked or steamed in jackets)

Baked bananas

Fresh pineapple spears

Haupia

 

  Finalmente, supo que la mitad de las cosas que anunciaban la carta no serían servidas, pues aquellos platos eran sólo un recuerdo romántico de viejos luaus clásicos.

  –En realidad –le dijo en un breve aparte Georgia a Antoinette–, ese menú es el que se sirvió el día de la boda de mi madre y el padre de Raymond. Él ha querido recordarlos de este modo, y me ha asegurado que ellos están felices con mi felicidad.

  Antoinette no dijo nada, impresionada aun sin reparar en ello de modo consciente.

  En el actual luau, además de la barbacoa se servía caviar ruso, champán francés (Raymond había repuesto su reserva, evidentemente), cangrejos y ostras de las islas, langosta a la americana, y exquisitos platos de cocina china, tan abundante en las Hawai… Había para todos los gustos, y el buen humor iba en aumento.

  La novia tenía esperando ante ella una larga cola de admiradores que deseaban besarla, y esta ceremonia se iba alargando porque algunos le recitaban canciones de amor o le contaban breves cuentos de enamorados.

  –¿Siempre son así las bodas en las Hawai?  –preguntó Antoinette al amigo de Raymond que había conocido en el luau de noches atrás en Kanehoe Bay.

  –No. Todas estas cosas que están sorprendiendo a muchos invitados e incluso a la hermana del jefe las ha encargado él, todo es cosa suya.

  Antoinette asintió, y buscó con la mirada a Raymond, que estaba junto a Georgia escuchando una de las canciones acompañadas con música de ukelele por parte de un empleado de la plantación de Lanai. Antoinette vio que Georgia enrojecía, mientras a su alrededor todo eran risas y Michael amenazaba al empleado, que salió huyendo…

  De repente, la mirada de Raymond localizó a Antoinette, y le hizo un gesto de que acudiera. La top model llegó junto a Raymond, y éste, con toda naturalidad, la abrazó por la cintura, reteniéndola a su lado. Antoinette no pudo por menos de pensar en el claro significado de aquel gesto, y en que muy pronto el “tam-tam” de las islas pasaría la información a todos los que estaban conectados al mismo.

  Durante la cena hubo baile y canciones, la luna parecía sonreír, y todo el mundo era feliz y lucía un collar de flores al cuello. La fiesta ni siquiera decayó cuando, de repente, alguien reparó en que los novios habían desaparecido.

  Raymond se unió al grupo de bailarines y bailarinas cuando éstos ya habían terminado formalmente su actuación, y llevó con él casi a rastras a Antoinette, que no tuvo más remedio que intentar mover las caderas como las muchachas bailarinas, alcanzando un considerable éxito que quiso ser imitado por las esposas y acompañantes de los invitados.

  Era casi la una de la madrugada cuando sonó la última nota musical del luau.

  Raymond Kimberly despidió al último invitado, dio instrucciones a los criados, y fue a la parte del jardín donde Antoinette, abrigando sus desnudos hombros con un blanco chal, había permanecido los últimos minutos, sentada sola a la luz de la luna en un banco ubicado entre arbustos de hibiscos, cuyas flores habían caído; al día siguiente se abrirían nuevas flores, pero aquellas, las de aquel día ya pasado, aquellas flores de un solo día, jamás volverían…

  Antoinette miró a Raymond, éste se sentó junto a ella, y le tomó una mano.

  –¿Cómo debo interpretarlo? –preguntó él.

  –¿El qué?

  –Has debido estar a mi lado para despedir a los invitados.

  –Claro que no –se sorprendió ella–. Yo no soy quién para ocupar ese puesto, Raymond.

  –Todos han tenido ocasiones más que suficientes para darse cuenta de que significas mucho para mí, y que me habría gustado que lo hubieras ocupado.

  –Si yo hubiera hecho eso, nuestra actitud habría sido muy comprometedora para ambos.

  –¿Y tú no quieres comprometerte?

  –Raymond, ésta no es mi casa, ni hay nada formal entre tú y yo. No era procedente, y ni siquiera mínimamente correcto, que yo estuviera a tu lado como… como si fuese la anfitriona, o algo así.

  –Tal vez tengas razón. En cualquier caso, he recibido felicitaciones y expresiones de envidia por parte de mis amigos. Durante toda la fiesta han podido darse perfecta cuenta de lo que siento por ti.

  –¿Qué sientes por mí?  –le miró ella, con los ojos llenos de luna.

  –Necesitaría mucho tiempo para explicártelo.

  –Yo no tengo prisa.

  –¿Realmente? ¿Ninguna prisa? ¿Ninguna prisa para nada?

  –Realmente ninguna prisa para nada.

  Raymond Kimberly asintió, se puso en pie, y tendió una mano a Antoinette, que se tomó de ella y se puso en pie a su vez.

  Sin decir nada más, Raymond emprendió el camino hacia la casa. Frente a ésta había un coche, y de pie junto a éste uno de los criados de la casa. Raymond señaló hacia allí, y ambos entraron en la parte de atrás del vehículo. El chófer ocupó su puesto y arrancó.

  Antoinette Delacroix se volvió a mirar por el cristal zaguero.

  Las luces de la fiesta habían sido apagadas, pero en algunos estratégicos rincones quedaban varias antorchas encendidas. Había un tono como dulce y nostálgico en aquel ambiente de luna, flores y antorchas, un ambiente que sólo una hora antes parecía tan diferente, tan ruidoso, tan agitado, retumbante de tambores, vibrante la tierra bajo los descalzos pies de los bailarines…

  La top model sintió la mano de Raymond Kimberly en la suya, y la apretó, volviendo su mirada hacia él, que se limitó a sonreír.

  Fueron por Kalakaua Avenue recorriendo toda Waikiki Beach paralelamente al mar. Se desviaron luego por Ala Moana, y cuando Antoinette vino a darse cuenta el coche se había detenido en un punto del muelle, sencillamente atestado de toda clase de yates anclados.

  Se apearon, y Antoinette observó que el coche daba la vuelta y se alejaba en dirección a Ala Moana.

  Ellos caminaron por uno de los pasillos del muelle, pero no tardaron en detenerse frente a uno de los yates, que estaba iluminado en cubierta y en el interior, y cuyo nombre era <Wai Hawai>. Era un yate esbelto y de poderoso aspecto, de unos veinte metros de eslora. Dos hombres que había junto a la borda fumando sendos cigarrillos arrojaron éstos al agua y desaparecieron.

  Siempre tomando de la mano a Antoinette, Raymond accedió por la breve pasarela hasta la cubierta de la hermosa embarcación, que recorrieron hacia la puerta de acceso al interior.

  Entraron en un espacioso salón que tenía a ambos lados un ventanal corrido y protegido por cortinas. De aquí arrancaba un breve pasillo que tenía dos puertas a cada lado. Raymond abrió una de éstas, encendió una luz, se apartó, y Antoinette entró en el camarote, abarcando de un vistazo su confort, su agradable decoración, el armario doble empotrado, las dos portillas cubiertas por cortinillas de color rosa…

  Justo en aquel momento, Antoinette percibió la leve vibración del yate, y su mirada se volvió hacia Raymond.

  Éste sonrió.

  –Vamos a zarpar –dijo suavemente–…, si no tienes inconveniente.

  Antoinette Delacroix se abrazó al cuello de Raymond Kimberly, miró sus labios, y luego cerró los ojos y acercó su boca a la del hombre.

 

*     **     *

 

  –Pero… ¿adónde vamos? –insistió Antoinette.

  –A ninguna parte. Simplemente, estamos navegando por los mares del sur, alrededor de las islas Hawai.

  –¿Estás hablando en serio? –exclamó la top model. 

  –Desde luego.

  –Esto es absurdo.¡Michael no está en Honolulu para atender los asuntos de la <K & W>, y tú lo dejas todo para navegar tontamente alrededor de las islas!

  Raymond frunció simpáticamente el ceño, y su mirada recorrió muy despacio el cuerpo desnudo de Antoinette, que yacía junto a él en la cama del camarote. Las cortinas rosa de las portillas habían sido corridas, de modo que se veía el resplandor del naciente día.

  En aquella luz como irreal, la piel de la top model parecía más de seda que nunca.

  Raymond se acercó más a ella, y la besó en un pecho.

  –Nada de tontamente –rechazó–. Cualquier hombre en su sano juicio elegiría estar donde estoy yo ahora y haciendo lo que yo estoy haciendo ahora –la acarició al tiempo que volvía a besarla, ahora en el otro pecho– en lugar de estar encerrado en un despacho resolviendo diminutas pero detestables complicaciones comerciales.

  –No puedes dejarlo todo sólo para… para navegar sin destino. Alguien tiene que hacerse cargo del mando de la empresa mientras Michael está de viaje. ¡Y ese alguien sólo puedes ser tú!

  –Eso es lo que trato de enmendar de una vez por todas. Cuando Michael y Georgia regresen, él tendrá que trabajar de firme, porque como creo que ya te dije, yo quiero descansar una temporada. Pero además, no quiero que el marido de mi pequeña Gigi sea un esclavo del trabajo, de modo que me dedico a navegar.

  –¡No te entiendo!

  –La <K & W> está ahora sin mandos, y eso lo hago a propósito: quiero que mis empleados, en especial los que tienen una cierta responsabilidad, aprendan de una puñetera vez a afrontar cualquier situación sin recurrir como niños asustados a papá Raymond. Dicho de otro modo: estoy hasta las narices de resolver yo todos los problemas y de estar creando una promoción de inútiles. Ellos y yo, pues, estamos aprendiendo.

  –Ya. Bueno, entiendo eso de que ellos se van a ver obligados a aprender, pero… ¿qué es lo que estás aprendiendo tú aquí, sin hacer nada?

  –Estoy haciendo el amor –murmuró Raymond–, y estoy aprendiendo a amar. Eso es mucho aprender, cariño.

  –¿Quieres decir que no sabes amar?

  –No sabía mucho.

  –Pues yo diría que eres un experto –se sofocó un poco Antoinette.

  –No. En lo que quizá sea un experto es en hacer el amor, o, mejor dicho, el acto sexual. Pero eso y amar no es lo mismo, me parece a mí. ¿Tú crees que sí es lo mismo?

  –No… Claro que no.

  –¿Qué me dices de ti? ¿Sabes amar?

  –Eso puedes contestártelo tú mismo.

  –No. Yo puedo decir si sabes o no sabes hacer el amor, pero no si sabes o no sabes amar.

  –O sea, que podría ser que yo estuviera aquí no porque te amo, sino porque… me lo paso bien haciendo el amor, sin más.

  –El sexo tiene esa gran ventaja: puedes disfrutar de él sin darle a cambio nada realmente importante…, y sin que nadie se entere de ello.

  Antoinette se sentó en la cama, para mirar con comodidad y directamente a los ojos de Raymond.

  –¿Estás tratando de herirme?  –susurró.

  –Desde luego que no.

  –Entonces… ¿qué pretendes con esta conversación?

  Raymond Kimberly asintió, estuvo unos segundos como reflexionando, perdida la mirada en el techo, y de repente miró de nuevo a la top model.

  –Creo que sé lo que siente tu sexo, tu cuerpo entero, cuando hacemos el amor –dijo con voz tenue–, pero daría cualquier cosa por saber qué siente tu corazón.

  –Te recuerdo, mi amor –sonrió ella un poco tensa–, que estamos aquí para que dispongas de todo el tiempo que necesites para decirme qué sientes tú por mí. ¿No fue ése el trato?

  –Sí, es cierto.

  –Bien: ¿qué sientes por mí?

  –Necesito todavía más tiempo. Mientras tanto…

  –Cielos –abrió mucho los ojos Antoinette–, ¡no me digas que quieres hacer el amor otra vez!

  –Sí. Pero esta vez, con el corazón. Vamos a ver cómo corresponde tu corazón al mío haciendo el amor.

  –Dios mío –rió ella–, ¡pero qué estás diciendo, Raymond…!

  Él la atrajo, la abrazó, se apoderó de ella como fundiéndola con su cuerpo, pecho con pecho, y por último juntó su cara con la de la top model. Luego, en cuestión de segundos, y para asombro de Antoinette, se quedó dormido.

  Durante largo rato ella estuvo quieta, casi sin atreverse a respirar.

  Percibía los fuertes latidos del corazón de Raymond Kimberly.

  Notaba el fuerte palpitar de todo el cuerpo masculino.

  El último pensamiento de Antoinette antes de dormirse en aquel dorado amanecer al sur de las islas Hawai fue que si alguna vez había tenido a algún hombre sometido a su belleza, a su sexo, a todo su encanto y poder de hembra, era en aquella ocasión.

  Posiblemente, porque nunca había jugado mejor sus cartas de hembra hermosa y deseable.

 

 

 

 

  8

 

  Estaba finalizando el segundo día de navegación, y se hallaban ahora al norte de las islas, que se perdían en la distancia entre brumas blanquecinas iluminadas por el sol de la tarde.

  Antoinette y Raymond se hallaban en el salón, sentados juntos en el diván corrido bajo el ventanal, escuchando música, cuando apareció el capitán del yate. Éste, el piloto, una camarera y el cocinero componían la tripulación para aquel extraño periplo cuya ruta y final eran inciertos. Por lo demás, todo había sido planeado y previsto por Raymond con tal perfección que Antoinette incluso había encontrado un muy completo equipo de ropa de su talla en el armario.

  A punto de levantarse el primer día, se había sentado de pronto en la cama, exclamando:

  –¡No tengo nada que ponerme!

  Raymond había señalado la butaca donde, mezclada de cualquier manera, se hallaba la ropa que ambos habían llevado en la boda de Georgia y Michael.

  –Claro que sí. No llegamos desnudos al yate, cariño.

  –¡Pero no vamos a vestir igual en un caprichoso viaje por mar que en una seria ceremonia!

  –Podríamos ir desnudos. El aire y el sol resultan muy saludables para la piel, y si me apuras incluso para el espíritu.

  –¡Esa sería una buena idea si estuviésemos solos en el yate! –rió la top model.

  –No estamos solos –se condolió él–. Habrá que realizar algún juego de magia.

  Saltó de la cama, abrió el armario, y se volvió hacia Antoinette, que se reunió enseguida con él. Al ver el contenido del armario, ella lanzó una exclamación, y apuntó con un dedo acusadoramente a Raymond.

  –¡Todo esto lo has planeado meticulosamente, Raymond Kimberly!

  –Por supuesto. Yo nunca dejo nada al azar.

  –¿Por qué no? –se colgó ella de su cuello–. ¡A veces el azar tiene sorpresas agradables!

  –Tal vez. Pero en conjunto el azar es incierto y casi siempre contrario a nuestros deseos. Hace mucho tiempo que aprendí que si deseas tener una buena vida has de cuidarla, has de ocuparte de ella con mucha atención y esmero, y proveerla de todo aquello que consideres que es hermoso, útil y digno.

  –Sin embargo –susurró ella maliciosamente, apretando sus desnudos senos contra el musculoso torso masculino–, algunas cosas o personas son imprevistas en la vida…, y no resultan del todo mal.

  –Nada hay imprevisto en mi vida.

  –¿Ni siquiera yo? –rió Antoinette.

  Él estuvo mirando los negros ojos resplandecientes, y luego la boca sonriente y fresca, sonrosada de natural, sin maquillaje alguno tras una noche de descontrolado e intenso amor.

  Antoinette se estremeció cuando las fuertes manos de Raymond se deslizaron por su espalda y llegaron en posesiva caricia a las redondas nalgas. Cerró los ojos, y se estremeció de nuevo cuando él la besó con aquella fuerza, con aquella exigencia que siempre era el principio de un nuevo acto de amor…

  Ahora, el acto de amor consistía en escuchar música juntos, pero la aparición del capitán del yate había roto el encanto. Raymond lo miró expectante.

  –¿Sí, Arthur?  –inquirió.

  –Señor Kimberly, hemos avistado el yate del señor Masterson…, mejor dicho, ellos nos han avistado a nosotros, y el señor Masterson se ha comunicado por medio de la radio.

  –Ya. Bueno, ¿qué es lo que quiere Roger?

  –El señor Masterson le invita a tomar una copa en el <Southstar>, señor.

  –Dile que se lo agradezco, pero que…

  –Perdone, señor, pero el señor Masterson ha previsto su negativa. Dice que o va usted al <Southstar> o él abordará el <Wai Hawai>.

  –Maldita sea. 

  –Ese señor Masterson…, ¿es el mismo que estuvo en la boda? –inquirió Antoinette–. ¿Aquel hombre alto, grueso, pelirrojo, de ojos verdes que miran con tanto descaro?

  –No podías retratarlo mejor –casi rió Raymond.

  –Lo recuerdo muy bien. ¿Cuál de los dos yates es más rápido, el suyo o el tuyo?

  –El mío. El suyo es más grande, pero más lento.

  –Pues escapémonos –rió Antoinette–. ¡Dejémoslo con un palmo de narices!

  –No puedo hacerle eso a Roger –Raymond titubeó–… A menos que tú realmente lo prefieras.

  –Yo no tengo inconveniente en aceptar la invitación del señor Masterson, mi amor –dijo la top model, sorprendida–. Eres tú quien me ha parecido que prefería evitar el encuentro.

  Raymond masculló algo por lo bajo, pero finalmente miró a Arthur y dijo:

  –Dile al señor Masterson que no estoy solo, y…

  –Él lo sabe, señor. Ha dicho que tiene champán francés frío para la señorita Delacroix.

  –¡El tam-tam siempre funciona! –rió Antoinette.

  –Dile a ese pesado que vamos al <Southstar> –gruñó Raymond; miró su reloj–. Pero dentro de media hora.

  –Sí señor. Tendré preparada la lancha.

 

*     **     *

 

  Roger Masterson los esperaba en el <Southstar> junto a la escalerilla de acceso a cubierta.

  Era, en efecto, un sujeto alto, grueso, pelirrojo y de maliciosa, casi perversa mirada en sus ojos verdes. Ayudó a Antoinette a terminar de subir la escalerilla para llegar a bordo, y, sin transición, se llevó la mano de ella a los labios, pronunciando una frase en tan pésimo francés que Antoinette no pudo evitar la carcajada, mientras la mirada de Masterson se deslizaba con furtiva rapidez por sus hombros desnudos, pues el chal caía hacia la espalda.

  Raymond abordó el yate detrás de Antoinette, y la pequeña lancha del <Wai Hawai> emprendió el regreso a éste. Los dos hombres se estrecharon la mano, y el pelirrojo guiñó un ojo.

  –Siempre fuiste el más listo de las islas –dijo, echando un expresivo vistazo a Antoinette.

  –Francamente, Roger, no has sido demasiado oportuno.

  –Pues te aguantas. Tengo a bordo algunos invitados que conocen al famoso Raymond Kimberly y a la no menos famosa modelo señorita Delacroix, y ya que la suerte ha puesto en mi ruta al <Wai Hawai> cuento con vosotros para que la fiesta de esta noche sea un éxito.

  –Ni hablar. Tomaremos una copa ahora, y Antoinette y yo regresaremos al <Wai Hawai>.

  –Te lo diré de otro modo: o aceptas, o te encierro a ti en la bodega y secuestro a la señorita Delacroix y la presento a mis invitados como si fuese mi amante.

  Raymond frunció el ceño, pero Antoinette no pudo contener la risa.

  –¿Te das cuenta? –se aprovechó Masterson–. ¡Ella está de acuerdo!

  –Nada de eso –rió de nuevo la top model–. Pero tal como está usted poniendo las cosas yo diría que lo menos peligroso para Raymond y para mí es aceptar esa copa ahora, tomar parte en su fiesta un ratito, y marcharnos sigilosamente a la menor oportunidad.

  –Y si dices una sola palabra más –le clavó Raymond un dedo en el pecho a Masterson–, Antoinette y yo nos volvemos ahora mismo al <Wai Hawai>.

  –Trato hecho –sonrió Masterson.

  Señaló hacia el interior del yate, y Antoinette y Raymond caminaron hacia la entrada.

  Cuando aparecieron en el salón, no menos de una docena de personas estaban conversando animadamente, distribuidos por toda la amplia pieza, casi el doble de grande que el salón del <Wai Hawai>. Y no sólo era mucho más grande, sino que el lujo resultaba mucho más evidente. Un lujo respaldado por el buen gusto, pero quizá un tanto excesivo: alfombras, cuadros, objetos de arte, mobiliario…, todo revelaba el arrollador poder económico del propietario del barco.

  Antoinette se inclinó un instante para susurrarle a Raymond junto al oído:

  –¿Tanto dinero se puede tener?

  –Más –susurró también él.

  Todos se habían vuelto a mirarlos, y en algunos rostros apareció una sonrisa. Antoinette reparó enseguida en que había seis hombres y seis mujeres, y que no todas las mujeres podían emparejarse, por edad, con los hombres; dos de ellas eran bastante más jóvenes que cualquiera de los hombres presentes.

  Masterson, que naturalmente entraba detrás de Raymond y Antoinette, llamó la atención de todos, e hizo las presentaciones. Antoinette sólo conocía a uno de los matrimonios, los señores Sparrow, que habían asistido a la boda de Michael y Georgia. Los demás eran amigos de las islas, pero no relacionados con el negocio de la exportación de frutas.

  Las dos muchachas, de poco más de veinte años, se llamaban Berenice y Candy, y parecían muy divertidas. Las otras tres mujeres, todas de algo más de cuarenta años, como la señora Sparrow, contemplaban con mal contenida impertinencia a la top model, que les correspondía contemplándolas a su vez con glacial indiferencia.

  En el salón había, además, un camarero, que interpretó el gesto de Masterson y sirvió champán en dos copas y las ofreció en una bandeja a los recién llegados.

  –¿O tú prefieres algo más fuerte, Raymond?  –inquirió Masterson.

  –Bueno, considerando la hora que es, y que ya estoy aquí en tan buena compañía, la verdad es que preferiría un whisky –admitió Raymond.

  –El whisky –dijo dulcemente Antoinette– puede sentar mal alguna vez; el champán puede beberse a cualquier hora y nunca sienta mal.

  –¿Ni siquiera para desayunar?  –rió Berenice, que era rubísima y encantadora.

  –Ni siquiera para desayunar –aseguró la modelo.

  –Howard –se dirigió la rubia a uno de los hombres–, a partir de mañana mismo quiero champán en el desayuno.

  –Querida –dijo Howard Foster, cuya edad doblaba por lo menos la de la muchacha–, si nada más despertar tomamos champán me parece que no nos levantaremos en todo el día.

  –¡Pero si no hace nada, ya has oído a la señorita Delacroix…!

  –No hace nada en el sentido de perjudicial, ya lo he entendido; pero si yo tomo champán al despertar, y te tengo a ti al lado, no habrá nadie en el mundo capaz de conseguir que me levante para ir al despacho. Y eso sería ruinoso.

  Hubo algunas risas.

  Antoinette bebió un sorbo de champán, mientras miraba discretamente pero con más detenimiento de uno a otro de los presentes. Masterson la tomó de un brazo, y ella lo miró interrogante.

  Sin decir nada, el pelirrojo la llevó frente a uno de los cuadros, y dijo:

  –Ajá.

  Antoinette miró el cuadro, miró a Masterson, y sonrió.

  –¿Ajá? –inquirió.

  –Paul Gauguin: un apunte de una de sus primeras obras en los mares del sur.

  La top model lanzó una carcajada.

  –Señor Masterson –dijo acto seguido, con tono casi cariñoso–, estoy segura de que es usted un experto en productos naturales de las Hawai, y posiblemente de otras muchas islas polinesias y hasta micronesias. Pero no es, por cierto, un experto en la pintura del gran artista Paul Gauguin.

  –¿Qué quiere decir?

  –Quiero decir que si le han vendido este cuadro como original de Gauguin, le han estafado.

  –¡No me diga eso! –aulló Masterson.

  Antoinette volvió a reír, y se acercó a Raymond, que conversaba con dos matrimonios de edad mediana. Estuvo escuchando un par de minutos, hizo un par de comentarios, y sonrió al oír las risas de las dos muchachas. Se acercó a ellas, y aceptó cuando el camarero le salió al paso ofreciéndole otra copa de champán.

  –Parece que la velada se presenta muy alegre –comentó Antoinette.

  –¿Por qué no?  –replicó vivamente Candy–. Es una tontería no disfrutar de la vida en cualquier situación.

  –Eso parece muy sensato –admitió Antoinette–. Pero no parece que esta situación sea nada especial.

  –En conjunto, no. Lo que he querido decir es que nosotras nos divertiríamos más en otros sitios.

  –¿Sitios donde no hubiera personas… mayores?  –sugirió Antoinette.

  –Lo de la edad no importa demasiado –dijo Berenice, en tono confidencial–. Pero aquí, encerrados todos en este barquito, las cosas resultan demasiado evidentes. Como antes lo de Howard y yo.

  –No he notado nada extraño.

  –Es que no estamos casados.

  –Aaaah…

  –Las otras cuatro señoras sí están casadas –dijo Candy–, pero Berenice y yo somos… amigas de Howard y Jasper respectivamente.

  –Si fuese por ellas –rió contenidamente Berenice–, Candy y yo estaríamos ya en la barriga de algún tiburón. Pero sus maridos les han hecho entender claramente que puesto que los amigos de ellos nos aman, ellas tienen que aceptar la situación, y punto.

  –Sí, conozco ese tipo de situaciones –asintió amablemente Antoinette–. Lo que me sorprende es que el señor Masterson no tenga pareja.

  ¡Huy! Tenía una amiguita preciosa, de veinte años, llamada Jennifer, pero ella le dejó para irse con uno de esos guapísimos muchachos que hacen <surfing> en Waikiki Beach.

  –Le estuvo bien empleado –aseguró Candy–. Todos estos ricachones de las islas son iguales: creen que con dinero pueden comprarlo todo y pagarlo todo.

  –¿Y no es así? –alzó las cejas Antoinette.

  –Sí…, pero menos. Quiero decir que son generosos, pero muy crueles: mientras gustan de ti, todo son maravillas, pero en cuanto ponen el ojo en otra pieza terminan las maravillas. En esto no hay excepciones, querida.

  –¿Por qué lo dices con ese tono?

  –No le hagas caso –dijo Berenice–. ¿Y si las tres nos emborrachásemos con champán y bailáramos desnudas delante de todos? ¡Seguro que a las damas se les pondrían tiesos esos pelos decorados por el peluquero!

  Rieron las tres, pero Antoinette puso una mano en un brazo de Candy, e insistió:

  –Has dicho eso pensando en Raymond Kimberly y en mí,¿ verdad?

  –Todos son iguales –murmuró Candy–. Y para ellos, todas nosotras somos iguales.

  –¿Qué te has propuesto?  –protestó Berenice–. ¿Echar a perder una noche tan hermosa y rebosante de champán francés? ¿Por qué no nos dedicamos a mirar la puesta del sol?

  –Pero tendremos que darnos prisa –dijo Antoinette–, porque en los trópicos la puesta del sol es velocísima.

  –Sea como sea, ¡vamos a cubierta a ver la puesta de sol!

  La idea no era demasiado original, pero todos siguieron a las tres jóvenes a cubierta, donde, en efecto, el sol se estaba poniendo, con gran rapidez. Hubo comentarios para todos los gustos, explicaciones de Masterson, se sirvieron más copas… En cuestión de minutos el cielo pasó del rojo al lila, al morado, al gris–negro, al negro… El <Southstar> navegaba rumbo al este seguido a menos de un cuarto de milla por el <Wai Hawai>.

  Antoinette se estremeció, y Raymond le puso una mano en un hombro.

  –Será mejor que volvamos al salón. Estás fría.

  Ella le miró y sonrió. Él también sonrió. Junto a ellos, Masterson vio la sonrisa en los hermosos labios de la top model, y luego miró la mano de Raymond en su hombro.

  –Voy a ordenar que empiecen a servirnos la cena –murmuró.

 

*     **     *

   

  El ambiente se había animado, y reinaba un poco más de cordialidad en general. La cena fría, servida en un bufé, fue deliciosa, Berenice y Candy hicieron gala de un apetito excelente que causó el regocijo de los caballeros, y no faltó champán en ningún momento.

  Hacia las diez de la noche la reunión era francamente grata, y las quince personas reunidas en el salón del lujoso yate departían en pequeños grupos, excepto Candy, Berenice, Jasper y Howard, que habían comenzado a bailar.

  –Estoy muy, muy enfadado por lo del cuadro de Gauguin –dijo Masterson, sentándose junto a Antoinette–. ¿De verdad entiendes lo suficiente de pintura para asegurar que es falso?

  –De pintura en general, no. Pero Gauguin ha sido mi pintor preferido. Ya desde niña admiraba especialmente sus cuadros pintados en Tahití y otros lugares de los mares del sur.

  Masterson asintió, y se puso en pie.

  –Acompáñame un momento, por favor. Quiero que veas otro cuadro.

  Antoinette le siguió por el pasillo, y entró en un amplio camarote cuya puerta abrió Masterson; puerta que él cerró cuando también hubo entrado. El pelirrojo señaló un cuadro colgado sobre la cabecera de la cama, y los dos se acercaron. Antoinette miró el cuadro, pero ni siquiera tuvo tiempo de intentar valorarlo, pues las manos de Masterson, llegando por detrás de ella, se apoderaron de sus pechos, y los labios del pelirrojo se posaron en su nuca…

  Antoinette se desasió rápida y casi violentamente, con una energía que dejó sorprendido y tambaleante al hombre, y se dirigió hacia la puerta. Masterson reaccionó, cortándole el paso.

  –No hagamos el tonto –dijo–. Me viene de gusto en este momento, y puedo ser mucho más generoso que Raymond.

  –Ah. Eso es diferente –sonrió de pronto la top model–… ¿Cuánto más generoso?

  –Estoy loco por ti desde que te vi en la boda de Georgia… Pídeme lo que quieras y lo tendrás. Puedo darte mucho más que Raymond.

  –En ese caso, tal vez sería buena idea dejarlo a él para quedarme contigo –dijo Antoinette, acercándose al pelirrojo.

  –Te conviene infinitamente más.

  Ella sonrió, estuvo mirando así unos segundos al hombre, y de pronto comenzó a desvestirse.

  Roger Masterson no daba crédito a sus ojos, estaba paralizado; ella se acercó a él, y se volvió de espaldas, de modo que Masterson entendió y deslizó hacia abajo la cremallera. Antoinette se volvió de cara a él y se lo agradeció con una sonrisa, terminando de desvestirse. Masterson seguía como aturdido, tanto que cuando Antoinette ya estuvo completamente desnuda él todavía no había conseguido reaccionar.

  Antoinette le miró sorprendida.

  –Cariño –dijo dulcemente–, si te viene de gusto en este momento yo creo que debes empezar cuanto antes.

 

 

 

  9

 

  A través de la puerta del camarote, en la cual seguía apoyado de espaldas Roger Masterson, se oía la música procedente del salón, y, como una nota musical más, pero diferente y extraordinariamente sugestiva, llegó una carcajada que Antoinette identificó en el acto como de Candy.

  Masterson seguía sin moverse, fijos sus ojos en el espléndido cuerpo de la top model.

  Ésta tendió de pronto los brazos.

  –¿Vienes o no?  –susurró.

  Él asintió, y comenzó a desnudarse.

  Ella rió maliciosamente.

  –Parece como si ni siquiera supieras qué hacer –comentó, con tono festivo–. ¿Quieres que te ayude?

  Masterson negó con la cabeza.

  Terminó de desnudarse, dejando al descubierto su cuerpo blanco y rollizo, casi adiposo, y abundantemente pecoso. El contraste de su cuerpo con su rostro y sus brazos, intensamente bronceados, era increíble, dada la blancura de las carnes del pelirrojo.

  Antoinette suspiró, se pasó las manos por las turgentes formas de su cuerpo, y acto seguido se puso en la cama, volviendo a tender los brazos hacia el hombre.

  –Ven –exigió con cálida voz–… ¡Ven pronto, pues yo también lo estoy deseando ahora!

  Masterson se acercó a la cama, contempló un instante la impresionante belleza que tenía a su disposición, y tragó saliva. Antoinette se incorporó un poco, haciendo vibrar de un modo bellísimo sus carnes, en especial sus pechos y sus muslos. Tomó de una mano a Masterson y lo atrajo hacia la cama, directamente sobre su cuerpo.

  Se abrazó a él y le susurró junto al oído:

  –¿Qué estás esperando? No podemos perder tiempo en fantasías, de modo que hazlo ya… ¡Oh, sí, por favor!

  Masterson se removió, pero ella lo abrazó más fuertemente, lo apretó más contra su cálido cuerpo como hecho con seda, y rió junto al oído masculino:

  –¿No sabes encontrar el camino?

  La torpeza de Masterson era inaudita. Antoinette volvió a reír, se movió hábilmente bajo el corpachón del pelirrojo, y éste lanzó una exclamación ahogada al darse cuenta de que no tenía que buscar camino alguno, que ya estaba en el principio de dicho camino, y que todo lo que tenía que hacer era… entrar en él y recorrerlo.

  Y ni siquiera esta molestia tuvo que tomarse.

  La top model alzó las caderas, propiciando así la penetración. Masterson la sintió plenamente, se estremeció, emitió un grito ahogado…, y la puerta se abrió, permitiendo que la música procedente del salón llegase impetuosamente al interior del camarote, como una inundación.

  Masterson respingó con fuerza, y de un salto se salió de aquel mundo delicioso apenas percibido y quedó de pie junto a la cama, mirando con ojos desorbitados hacia la puerta.

  En el umbral de ésta se hallaba Raymond Kimberly.  En su lívido rostro destacaban sus ojos negros, como congelados.

  Durante tres o cuatro segundos pareció que nada estuviese sucediendo, que nadie estuviese haciendo nada que tuviera interés para nadie. Simplemente, del salón seguía llegando la música, y, ahora, incluso se distinguía aunque muy levemente el rumor de las conversaciones.

  Masterson miraba con expresión de espanto a Raymond Kimberly.

  Antoinette seguía en la cama, apenas incorporada, y miraba inexpresivamente a Kimberly.

  Éste, que la miraba a ella, dijo, con voz sin entonación alguna:

  –No tenéis que interrumpir nada por mí.

  –Entonces –dijo ella–, ¿quieres ser tan amable de salir y cerrar la puerta, por favor?

  Raymond retrocedió, atrayendo la puerta y cerrándola. El sonido de la música decreció de nuevo. Antoinette miró con expresión encantadora a Masterson, y dijo:

  –Sigamos, querido. ¡Estaba tan bien…!

  Masterson se pasó una mano por la frente. Miraba a la top model como si ésta fuese un ser de otro planeta.

  –No puedes estar hablando en serio –jadeó–… ¡No es posible que estés hablando en serio!

  –Te aseguro que estaba empezando a gozar.

  –¡No comprendo cómo puedes reaccionar así! ¡Todo el mundo en las islas sabe que tú y Raymond…! ¡Y te metes conmigo en la cama como si tal cosa, y te quedas tan fresca cuando él nos sorprende…! ¡Cielos, nos ha encontrado haciendo el amor, yo te estaba penetrando…!

  –¿No es eso lo que deseas? Pues hazlo. Y ahora con tranquilidad, pues Raymond ya lo sabe, y seguro que no volverá por aquí a molestar. Podemos…

  –Vístete –la interrumpió el pelirrojo.

  –¿Ya no quieres poseerme? –exclamó ella.

  –Vístete. Te espero en el salón.

  Masterson se vistió rápidamente, y abandonó el camarote, dirigiendo una extraña mirada a Antoinette, que todavía seguía desnuda recostada en la cama con un gesto elegante y sensual. Cuando la puerta del camarote se cerró, Antoinette salió de la cama.

  Se dio cuenta de que la música ya no sonaba.

  Fue a la puerta del camarote, salió de éste, y recorrió el pasillo.

  Apareció en el salón completamente desnuda, y todas las miradas, con diferentes expresiones, se clavaron en ella.

  El silencio era increíble.

  La top model sonrió de un modo encantador.

  –Cariño –dijo dirigiéndose a Masterson, que estaba demudado y pasándose un pañuelo por el rostro–, no has debido marcharte tan precipitadamente: necesito tu ayuda para subir la cremallera del vestido, ¿lo has olvidado?

  Dio la vuelta y regresó al camarote. Tan sólo tres segundos más tarde llegó Candy.

  –Yo te ayudaré, si no te importa.

  Antoinette no contestó. Se vistió, y, sin ayuda de Candy, se subió la cremallera. Candy rió en verdad divertida.

  –¡Cielo santo, la que has armado! –exclamó.

  –Sí, ya supongo que esta no es una aventura que se viva cada día.

  –¡Desde luego que no!¿Qué piensas hacer ahora?

  –Pues no lo sé. Tengo la impresión de que tal como han ocurrido las cosas mis relaciones con Raymond se han estropeado un poco, y en cuanto a Roger Masterson, no sé, me parece que no le hace mucha gracia un enfrentamiento tan directo con Raymond –la top model frunció el ceño simpáticamente–. En cualquier caso, espero que no me tiren al mar, y que uno u otro me lleve a tierra en su yate.

  –Dios mío… ¿Cómo puedes ser tan fuerte?

  –No es fuerza, en realidad. Para ir por esta vida tal como es, basta un poco de cinismo. ¿No te parece?

 

*     **     *

 

  Cuando sonó la llamada a la puerta del camarote del <Wai Hawai> en el que había pasado sola el resto de la noche, Antoinette estaba mirando por la portilla hacia tierra firme. El yate había pasado ya los arrecifes; a la izquierda quedaba Magic Island, enfrente el Yacht Harbour, y al fondo el profuso verdor del Ala Moana Park.

  Se volvió lentamente.

  –Pase –autorizó.

  La puerta se abrió, y Raymond entró un solo paso en el camarote.

  –Venía a decirte que atracaremos dentro de diez minutos.

  –Gracias.

  Se volvió a mirar de nuevo hacia tierra firme.

  Debían de ser apenas las ocho de la mañana. Un hermoso día de otoño en las Hawai. Sin duda alguna, muy diferente al otoño de París, donde debía de seguir haciendo frío y lloviendo pertinazmente. Oyó el suave chasquido de la puerta del camarote al cerrarse, y enseguida las pisadas de Raymond acercándose a ella.

  Oyó su voz a poca distancia de su nuca:

  –¿Eso es todo?

  Era como una exigencia. Había en la voz del hombre una fuerte tensión, un resentimiento, una disconformidad que le pareció incluso feroz.

  Se volvió y lo miró serenamente.

  –¿Qué quieres decir?

  –Lo que he dicho: ¿eso es todo? Después de lo que hemos hecho, de lo que nos hemos dicho, de los besos y los actos de amor… ¿eso es todo? ¿Qué te impulsó a hacer lo que hiciste con Roger?

  –Es muy temprano para discutir, Raymond. Además, todo está muy claro,¿no te parece?  Se me ocurrió reflexionar sobre el hecho de que Roger era más rico que tú, está solo, tiene menos carácter, y podría haber sido muy conveniente para mí intimar plenamente y prolongadamente con él. Tengo que buscar un futuro en el que me sienta protegida y segura.

  –Entonces, es cierto lo que Michael dijo de ti.

  –¿Qué dijo?

  –Entre otras cosas, dijo que tú no sabes amar…, que no tienes corazón.

  –Ah, sí. Pero dime: ¿tú crees que no tengo corazón? –sonrió de pronto la top model–. Yo diría que en cierto momento los dos nos convencimos de que el otro tiene corazón. Hicimos el amor con el corazón,¿recuerdas?

  La palidez se intensificó en el rostro de Raymond.

  –Seguramente, has estado mintiendo en todo –dijo, con tono duro–. Lo único que me reconforta de todo esto es que apenas llegar a Honolulu desistieses de ocuparte de Michael para dedicarte a otros.

  –¿A otros? –alzó las cejas Antoinette–. Que yo sepa sólo me he dedicado a ti.

  –Hasta que apareció Roger Masterson, y entonces te acostaste con él. Y lo hiciste sin vacilar, teniéndome a pocos pasos de ti, estando de visita, con un hombre al que sólo habías visto en una ocasión, y que todo lo que te propuso fue hacer el acto sexual, sin más… calor ni intimidad.¿Cómo pudiste hacerlo?

  –Escucha, anoche me sacaste del yate de Roger para traerme al tuyo y prácticamente encerrarme en este camarote, sin hablarme, sin darme ni pedirme explicaciones. He estado sola toda la noche, repudiada como una leprosa, y ahora que sólo tenemos que decirnos adiós vienes a pedirme explicaciones.¿No te parece que ya no vale la pena?

  –¡He pasado toda la noche despierto pensando en esto! –se alteró visiblemente Raymond Kimberly–. ¡Y no puedo creer que sea cierto lo que ha pasado!¿Qué pudo impulsarte a hacerlo?

  –Pero si ya te lo he dicho –sonrió la top model–: él es más rico que tú. Todos los hombres sois iguales, ¿no lo sabías?, así que, hombre igual por hombre igual, ¿por qué no quedarme con el que pueda… satisfacer con mayor esplendor los caprichos de mi exótica y ambiciosa personalidad?

  –¿Te estás burlando de mí?

  –Juzga tú mismo.

  –No puedo, por más que me esfuerzo. Pero al menos, sé que puedo estar tranquilo con respecto a Georgia: Michael no es lo bastante rico para ti, y por tanto no le buscarás, no le causarás desdicha a Gigi, que es lo único que me preocupaba. Ni Michael te interesa a ti aunque sólo fuese como un… trofeo recuperado, para satisfacer tu vanidad de mujer, ni tú le interesas a él en absoluto, me he convencido de eso plenamente, que era de lo que se trataba.

  –¿De qué estás hablando?

  –Tengo asegurada la felicidad de Georgia, y eso bien vale cualquier sacrificio. He conseguido mi objetivo. De algo ha servido haber enviado esa maldita invitación.

  –¿Qué?

  –Yo fui quien te envió la participación de boda.

  Antoinette estaba ahora verdaderamente sorprendida, incluso confusa.

  –Pero… ¿por qué?  –no tardó en reaccionar–. ¿Para qué?

  –Sabía lo que había habido entre Michael y tú. Cuando le conocí, apenas llegar él de Nueva York, era un hombre… destrozado. Nunca hablamos de ti, pero yo sabía todo. Cuando él y Gigi se conocieron, ella se enamoró en el acto de Michael. Al principio, él no le hizo caso. Y cuando comenzó a hacérselo, me puse en guardia. Tardé poco tiempo en darme cuenta de que, aparentemente, todo iba bien y Michael se había enamorado de Georgia, pero un par de veces le encontré mirando las revistas que ella compraba, en muchas de las cuales aparecías tú. Cuando comenzaron a hablar de boda sentí mucha preocupación, y puse manos a la obra.

  –Manos a la obra –repitió Antoinette, como alucinada–… ¿Qué quieres decir?

  –Te hice investigar por una agencia de detectives de Nueva York. Quería saberlo todo sobre ti, porque quería poner a prueba a Michael, y no quería dejar nada al azar.

  –Ya sé: tú nunca dejas nada al azar.

  –Nunca, si está en mi mano.

  –Entonces, todo esto…, lo de enviarme la invitación, lo de tenerme cerca de vosotros en todo momento…¿lo has hecho para poner a prueba a Michael, sólo se trata de que querías asegurarte de que el marido de tu hermana me había olvidado completamente, de que la amaba de verdad a ella y no la haría sufrir?

  –Sí. Inicialmente, sí. Y esa parte se ha cumplido a mi satisfacción.

  –¿Tú crees? Te recuerdo que cuando Michael estuvo en mi hotel intentó…

  –No.

  –No… ¿qué?

  –No intentó nada de lo que piensas. Yo preparé mi viaje a San Francisco y envié a Michael a tu hotel siguiendo mis planes, para ver qué pasaba entre vosotros cuando os encontraseis a solas en un lugar… propicio. Quería saber qué harías tú y qué haría él.

  –¡Pues él quiso…!

  –Te digo que no. Él estaba a su vez preocupado porque no confía en ti, sabe que no eres de fiar, y pensó que en tu relación conmigo sólo andabas detrás de una posición sólida, ya fuese económicamente o socialmente… Él quiso acostarse contigo para decírmelo si tú hubieras aceptado, si tú, pese a estar saliendo conmigo, hubieras aceptado recuperar viejos tiempos, nostálgicos amores, aunque como te digo sólo fuese por vanidad o por disfrutar de la satisfacción de mujer que sabe que puede… disponer a su antojo del hombre de otra. Quería demostrarme que no eras de fiar…, y es evidente que tenía razón.

  –Sí, es evidente. Pero eso ya debieron decírtelo los de la agencia de detectives, ¿no? ¿No te dijeron que Antoinette Delacroix es pura y simplemente una puta elegante?

  –No –se tensó aún más Raymond–… No me dijeron eso.

  –¿No? Me investigaron exhaustivamente…, ¿y no descubrieron que sólo soy una puta cara? Pues ya ves, qué pandilla de inútiles son tus detectives, por mucho que sean de Nueva York y te cobrasen por sus servicios una fortuna. Y si no te dijeron que soy una puta…,¿qué te dijeron?

  –Me informaron sobre tu vida amorosa.

  –Ah. Mi vida amorosa. Amorosa, no de prostituta.

  –Ya está bien –masculló Raymond–… Nadie te ha acusado de eso. Hicieron un informe de tu vida profesional y amorosa, eso es todo. Y es natural que me informaran de tus relaciones si yo había dicho que quería saberlo todo sobre ti.

  –Lo oigo y no lo creo: una top model investigada por un ricacho isleño que quiere garantizarse la felicidad de su hermanita. Esto lo cuentas en televisión y se te ríen hasta los niños. Pero en fin, ya está hecho… ¿Y qué te dijeron de mi vida amorosa?

  –Se atienen sólo a lo comprobado –gruñó Raymond–. Sugieren que has podido tener… varias amistades, pero mencionan solamente a cuatro hombres que hayan compartido tu vida en serio.

  –¿Cuáles?  –se interesó con pícaro gesto Antoinette–. ¡Porque entre tantos…!

  –Estás desquiciando esta conversación.

  –¿Tú crees? ¿Te parece extraño que quiera saber qué dijo de mí y de mi vida amorosa una agencia de investigación de Nueva York? Vamos, sé amable y dime qué hombres han seleccionado de entre todos los del mundo. Pero espera, déjame que haga un intento, un esfuerzo de memoria. Veamos: ¿podrían ser Eric Londstrom, Diego Villena y Adam Mackenzie? Y Michael Waverly, claro está.

  –Será mejor que desembarquemos.

  –¿No quieres que hablemos de los hombres que “han compartido mi vida en serio”?

  –No.

  –Pues a mí me gustaría saber quiénes han sido las mujeres que han… compartido contigo la vida en serio. Porque sin duda ha habido algunas mujeres, ¿no es así?

  –Es normal.

  –Ah, es normal.¿Pero no es normal que una mujer se enamore varias veces? ¿Un hombre sí pero una mujer no?

  –Claro que es normal –refunfuñó Raymond–. Pero yo no estoy hablando de eso, no estoy interesado por tu vida pasada, sino por la presente. Y lo que ha sucedido en la presente no me gusta… Odio tener que decir esto, pero no me dejas otra salida, Antoinette –Raymond estaba demudado–: en todo momento he sabido que me estabas mintiendo, que fingías.

  –¿Quieres decir que todo lo que te he dicho en estos días eran sólo mentiras?  

  –¡No me refiero a tus palabras, sino a tus hechos! Maldita sea, no soy un niño, y como bien acabas de decir, también he vivido lo mío, así que sé cuándo una mujer finge gozar del amor y cuándo se limita a fingir orgasmos. Y tú has estado haciendo esto último todo el tiempo.¿No es así?

  –Sí, es así.

  –¡Mierda!

  –No irás a perder la compostura en el último momento,¿verdad? Un hombre como tú, que todo lo tiene previsto y controlado…

  –Todo no –murmuró Raymond–. No conté con un factor que ha intervenido… a traición.

  –¿De veras? ¡Eso es increíble! ¿Y de qué factor se trata?

  –Estamos a punto de atracar –eludió Raymond la respuesta–. ¿Quieres que llame para ordenar que un coche venga a buscarte y te lleve al hotel?

  –No, gracias. Tomaré un taxi.

  –Está bien. Adiós.

  –¿Entiendo que ya no tienes nada más que decirme, nada más que echarme en cara? ¿Ya has dicho todo lo que tenías que decir?

  –Sí.

  –Entonces, escúchame ahora tú a mí. Fíjate bien en mi cara… ¿Ves unas arruguitas?

  –Claro que no.

  –Si estuviéramos en cubierta las verías –sonrió la top model–. Cuando yo las vi me asusté. He gastado todo el dinero que he ganado, ya no tengo dieciocho años, y la vida sigue a mi alrededor. Pensé que pronto iba a tener dificultades para trabajar como hasta ahora, y como estoy acostumbrada a vivir muy bien, tuve miedo. Entonces, en efecto, vine a Honolulu en busca de Michael. Él me había amado, yo le había amado… Se me ocurrió que quizá yo me había equivocado en Nueva York y que ahora podría encontrarme segura a su lado. Comprendí que no en cuanto le vi. Comprendí de repente, con gran desconcierto, que la vida no vuelve atrás, que la vida sigue. Y comprendí que no era la seguridad de un hombre muy rico, como me había enterado que lo era Michael, lo que yo estaba buscando.

  –¿Qué es lo que estabas buscando?

  –Solamente la seguridad de saberme amada de verdad.

  –En ese aspecto tuviste varias oport…

  –No, Raymond. No. Yo me enamoré, y de mí se enamoraron, pero eso no fue en ningún momento lo mismo que sentir la seguridad de saberme amada de verdad. Me enamoraba sinceramente, y por tanto me entregaba al amor o lo que para mí era entonces el amor, pero ni recibía de lleno lo que por instinto ya deseaba, ni yo daba lo que ahora sé que esperaban de mí. Por eso, Eric, Diego y Adam me dejaron, porque se dieron cuenta de que era mejor separarnos que llegar a un momento peor de ruptura y desilusión. Por eso, porque comprendí cuánta razón habían tenido, yo le dije a Michael que quería romper con él para dedicarme más a mí misma, porque me di cuenta de que no lo amaba como sin duda él esperaba ser amado, así que aunque él me amase sinceramente a mí, habría sido más terrible para él continuar hasta la ruptura, mentirle más tiempo y llegar de todos modos, fatalmente, a la desilusión y la ruptura. Le hice daño, lo sé, pero le habría lastimado mucho más si hubiera continuado con él más tiempo.

  Raymond Kimberly parecía una estatua, fija su mirada en los ojos de la top model.

  El yate se había detenido por fin.

  Por la portilla se veía de cerca la ciudad, llegaba el rumor de motores, de gente, de vida.

  –Finalmente –prosiguió Antoinette, tras una pausa–, he comprendido que no es un hombre con dinero lo que yo busco. Y ello porque he comprendido que todos los hombres ricos que he conocido han basado siempre su fuerza precisamente en su poderío económico, en sus dólares. Todo lo que han querido conseguir lo han conseguido utilizando los dólares. Todas sus dificultades las han resuelto con sus dólares. He comprendido que yo no quiero un hombre rico, no quiero un hombre fuerte en divisas, sino un hombre fuerte, simplemente. Porque el dinero se puede acabar, pero la fuerza y el valor para vivir la vida, si se tienen nunca se acaban. Nunca he conocido un hombre así, y es por eso que, aunque me he enamorado muchas veces, nunca he amado de verdad. No quiero un hombre rico, en realidad sólo quiero lo que sin darme cuenta he querido siempre: un hombre junto al cual no me dé miedo vivir la vida, ni ver dos arruguitas junto a mis ojos, ni despertarme una mañana y descubrir que nuestra cuenta corriente está a cero…¿Y qué ocurre cuando creo haber encontrado por fin a ese hombre?

  En la puerta del camarote sonaron unos golpecitos.

  Raymond se acercó, la abrió, y cuchicheó unos segundos con alguien.

  Cerró de nuevo la puerta y se volvió a mirar a Antoinette.

  –Pues ocurre que es un prepotente del dinero –murmuró con voz temblorosa Antoinette–, que está convencido de que es una presa magnífica y muy codiciable por cualquier mujer, sobre todo si es una mujer sin escrúpulos, y que por tanto, especialmente a esa clase de mujer, la puede tratar como si fuese una puta. Así que primero provoca el encuentro entre ella y su último enamorado, y luego monta una asquerosa farsa simulando encontrarse en alta mar con un amigo mucho más rico que él, que lleva invitados en su yate, y hasta le propone al amigo que tantee la honestidad y la lealtad de la mujer, que la provoque a ver si se la puede tirar simplemente haciéndole promesas de lujos y placeres diversos…, todos ellos, claro está, a base de dólares. Y luego, cuando la mujer, que ni es puta ni es tonta, se da cuenta de la encerrona, de la indignidad a que la están sometiendo, y reacciona como todos se merecen, cunde el pasmo, el espanto y el escándalo. Pero dime, amor mío:¿qué otra cosa merecías tú, sino que yo hiciese el amor con tu amigo Roger, que es un zopenco de mucho cuidado, sólo para fastidiarte? ¿Qué otra cosa merecías tú sino encontrarme en la cama con tu amigo encima y penetrándome? ¿Acaso no era esto lo que, basándote en sospechas, tú habías previsto, nada menos que disponiendo de mi dignidad, mi cuerpo, mis pensamientos y mis sentimientos? ¿Qué otra cosa merecíais todos sino que yo apareciese desnuda para afrentaros dando a entender que, en efecto, llevábais a bordo una putita encantadora?

  Raymond Kimberly se pasó la lengua por los labios; su rostro parecía de yeso.

  –En cuanto a mí, también me he equivocado –prosiguió ella, tras aspirar profundamente–. Estaba convencida de que el amor es solamente una de tantas cosas que nos ocurren a los seres humanos, pero no es así. El amor es la cosa <fundamental> que nos ocurre en la vida. Esto lo comprendí cuando me abrazaste la primera vez, cuando hicimos el amor la primera vez. Enseguida me di cuenta de la diferencia que experimentaba mi cuerpo y mi mente al unirme a ti, recordaba a otros pero era para compararlos contigo y percibir la enorme diferencia entre enamorarse y amar y ser amada. Pero ya ves, me equivocaba, porque <tú me estabas mintiendo a mí un amor que no sentías>, tú estabas simulando para conseguir otros objetivos. En cambio, ¿sabes en qué te mentía yo? Pues te mentía en los orgasmos, pero no como tú crees. No los fingía, sino que los <retenía>. En mis anteriores enamoramientos todo esto era… un pequeño placer, casi una… diversión física, y no tenía que retener nada porque en realidad, ahora me he dado cuenta, no llegaba nada que valiera la pena retener. Pero contigo… Dios mío, contigo llegaban… como torrentes devastadores, creía… creía que me iba a morir de placer y felicidad, y por eso los retenía, porque no quería entregarme tan completamente para finalmente no ser correspondida. Yo sabía que tú ocultabas algo, y para protegerme, para no entregarme del todo a tus mentiras, yo sólo podía intentar ocultar mi amor, mi placer, mi goce total en tus brazos. Quería, simplemente, engañarme a mí misma…, pero no lo logré en ningún momento.

  Antoinette calló de nuevo.

  Raymond aspiró hondo y despacio, y luego dijo, con voz ronca:

  –No es cierto que yo te haya mentido. El factor que llegó a traición en mis planes y mi vida fue el amor. Yo también, cuando me di cuenta, te estaba amando…, y te sigo amando.

  La top model estuvo mirándole con fijeza, con expresión apacible, durante unos segundos.

  Por fin, susurró:

  –Demasiado tarde, después del modo tan indigno en que me has tratado. Sencillamente, mi amor, no quiero verte nunca más en la vida.

  Luego, simplemente, Antoinette Delacroix pasó junto a Raymond Kimberly, abrió la puerta, y abandonó el camarote.

  

*     **     *

 

  En el hotel, Antoinette tenía un recado de la misma persona que había insistido no menos de quince veces en las últimas cuarenta y ocho horas. Esa persona era Camille, la asistenta encargada del cuidado del apartamento de la Avenue Kléber.

  No poco sorprendida, y tras calcular que en París era más o menos la hora de la cena, Antoinette llamó a Camille a su domicilio, y, nada más oir la voz de la asistenta, la top model supo que algo grave había sucedido.

  –Camille, soy Antoinette. Siento no haber podido llamarla antes, pero he estado fuera de Honolulu… ¿Qué ocurre?

  –. . .

  El rostro de la modelo quedó lívido, demudado. Durante unos segundos estuvo sencillamente muda de espanto. Por fin, jadeó:

  –Dios mío, no… ¡Claro que no! ¡No es cierto!

  –. . .

  –Oh, Dios… ¡Oh, Dios!

  Le resultó imposible proseguir la conversación, de modo que colgó y, sin poderse contener, rompió a llorar como nunca había llorado en su vida. Eran demasiadas cosas en poco tiempo, eran demasiadas sensaciones, y, en cualquier caso, la noticia que le había dado Camille era sin duda alguna espantosa: Martin Braun se había suicidado.

  A primera hora de la tarde, la señorita Delacroix salió del hotel, directa hacia el taxi, ya cargado con su equipaje, que la esperaba para llevarla al aeropuerto. Pasó tan cerca de Raymond Kimberly que sus cuerpos casi se tocaron, pero ella simuló no verlo. Cuando el taxi se alejaba, se volvió a mirar, y lo vio inmóvil, pálido, mirando hacia el taxi.  Se volvió hacia el frente, y cerró los ojos. No quería verlo nunca más. Nunca, nunca más.

  El viaje de regreso a París transcurrió como un sueño, como algo irreal. Ni siquiera sabía si estaba cansada o no. Simplemente, hizo el viaje, y, siempre como envuelta en una nube que la aislaba de la realidad, llegó al aeropuerto de Orly. Llovía en Orly, pero no tuvo problemas para conseguir un taxi que, por fin, la dejó frente al lujoso edificio de la Avenue Kléber.

  Era otoño en París. Lloviznaba en París. Hacía frío en París.

  El conserje del edificio se hizo cargo del equipaje, y Antoinette subió inmediatamente a su apartamento, donde la esperaba Camille, que continuaba muy afectada. Antoinette tenía muchas cosas que preguntar, pero las aplazó cuando, apenas se hubieron saludado, la asistenta le entregó la carta que había llegado dirigido a ella. El remitente era Martin Braun.

  La carta que contenía el sobre era muy breve:

 

      Amada Antoinette:

      He intentado convencerme a mí mismo de que realmente lo hice para hacerte entender que las personas que aman sin ser correspondidas pueden ser capaces de cualquier locura, y que todos merecemos un poco de amor. Pero no es cierto: se ama a quien se ama, y nada más, y nadie tiene derecho a exigirnos, y menos aún a robarnos, más de lo que estamos dispuestos a dar. Me porté como un miserable canalla contigo, y no puedo vivir con ese recuerdo. Perdóname si puedes, y sé feliz. Nunca te engañes a ti misma, y lo conseguirás.

     Tuyo,

                                                  Martin

 

 

F I N A L

 

  También lo vio cuando salió del cementerio de Auteil, en el distrito dieciséis de París, junto a la rue de Michel Ange.

  Ella había ido sola, había localizado la tumba de Martin Braun, y había permanecido allí, inmóvil, bajo la fina llovizna, ajena al paso del tiempo, completamente abstraída en los recuerdos.

  Hasta que por fin reaccionó, y tras dejar el pequeño ramo de flores en la tumba, salió del cementerio por el mismo acceso que había utilizado para entrar.

  Sí, él estaba allí.

  Debía de haber llegado a París muy poco después que ella, y desde entonces, cada vez que Antoinette salía de su apartamento él estaba allí. Estaba en París, bajo la lluvia, y la miraba manteniéndose a distancia. Eso era todo.

  Llevaba gabardina y sombrero, y estaba empapado. Estaba… gracioso, con gabardina y sombrero.

  En la memoria de Antoinette parecieron iluminarse de repente los recuerdos.

  Recuerdos que parecían muy lejanos, pero que eran de ayer mismo: el vuelo con el helicóptero, el mar removido, el cielo azul con nubes lejanas que parecían de nata, dos cuerpos sudorosos en un volcán, el luau, las dulces canciones, la luz de la luna, los besos y los abrazos de amor, en los que ella se había retenido de expresarlo todo en toda su extensión e intensidad.

  Ni siquiera se dio cuenta de que se había detenido, a muy poca distancia de él, y que estaba mirándolo. Él se acercó, se detuvo ante ella, y se quitó el sombrero.

  Lloviznaba y hacía frío.

  –He adelantado mi viaje a París –murmuró–. Pero quizá sea mejor que vuelva en primavera.

  Ella le había dicho que no quería verlo nunca más, pero sabía que había mentido. Es decir, que se estaba engañando a sí misma, porque lo que más deseaba en la vida era ver siempre junto a ella al hombre de las islas.

  Sabía ya que sería modelo toda su vida, porque ser modelo es algo más que ser joven y guapa, y ella tenía de sobra ese algo más, que era arte y sensibilidad. Buscaría un representante, o se representaría ella misma, pero sería modelo y ejemplo de modelos hasta el fin de sus días.

  Pero al mismo tiempo, por fin, sería una mujer que amaba y que era amada de verdad.

  A partir de ahora, tendría corazón.

  A partir de ahora mismo, de aquel momento en que se abrazó al cuello del hombre tan esperado, le besó en los labios mojados, le sonrió luminosamente, y le dijo con voz tenue y dulce:

  –Qué tonto eres… ¿No ves que ya es primavera?

 

 

3 comentarios »

  1. […] Here’s another interesting post I read today by Lou Carrigan […]

    Pingback por Honda » DE AMORES Y AMORÍOS (3) — Diciembre 28, 2007 @ 1:28 am

  2. Than you very much.
    And Happy New Year!
    But… who are yo?
    LOU CARRIGAN

    Comentario por Lou Carrigan — Diciembre 28, 2007 @ 12:27 pm

  3. I prefer Thank, no than
    Quiero decir Thank, no than.
    Saludos.

    Comentario por Lou Carrigan — Diciembre 29, 2007 @ 12:29 pm

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