SOMOS ASÍ

 

solcanes

 

SOL Y PERROS

 

por

ANTONIO VERA

  

Nadie sabía cómo ni cuándo había llegado Sámaro al  pueblo, ni mucho menos procedente de dónde, pero allí estaba. En realidad, la cuestión era muy simple, al menos para el propio Sámaro: un día de mucho sol llegó caminando por el polvoriento camino, y como estaba cansado y te­nía mucho calor hizo un pequeño tambanillo de cañas que cortó de la ribera del arroyo, se sentó debajo y allí se quedó fresco y tranqui­lo.

Evidentemente, a Sámaro le gustó el lugar, porque a los pocos días lo que había comenzado siendo un simple tambanillo se transformó en una diminuta choza. Tan diminuta que sólo cabía él, pero, al pare­cer, Sámaro no necesitaba más: una pequeña choza para protegerse del sol, y, de cuando en cuando, algún que otro tomate que hurtaba tímida­mente de las cercanas huertas, ante la benevolencia de los propietarios.

La verdad era que a Sámaro le gustaba el sol y prácticamente se pasaba todo el día bajo sus rayos, con un gesto beatífico en sus barbudas facciones; sólo cuando llegaban los rigores del mediodía buscaba un par de horas de protección a la sombra. Por lo demás, pronto quedó bien claro que a Sámaro le encantaba el sol. Solía dar largos paseos, siempre por los márgenes de los sembrados y las montañas, nunca por el pueblo, que distaba unos cientos de metros. Se entretenía con cualquier cosa: el vuelo de una mariposa, la contemplación de las espigas de trigo, la caza de grillos a los que convidaba tenazmente a tomate, y cosas así.

Lo que más asombrados tenía a los niños del  pueblo era la naturalidad con que Sámaro se relacionaba con los alacranes: ponía la mano plana ante ellos, los alacranes subían a la palma, y allí se quedaban, tomando el  sol.

Parecía que no sabía nada de nada, así que muy pronto todos llegaron a la conclusión de que era tonto, y comenzó a gozar de la privilegiada situación que esto implicaba: nadie esperaba nada de él, de modo que no tenía ningún trabajo ni ninguna otra clase de problemas ni compromiso alguno. Por otra parte era poco probable que nadie hubiese empleado a Sámaro, porque era feo, sucio, cojo y piojoso, y estaba bien claro que todo su equipaje consistía en los andrajos que mal cubrían su mugriento cuerpo.

A medida que iba avanzando el verano hubo quien pensó que quizá no era tonto del  todo, porque Sámaro plantó unas cuantas tomateras cerca de su choza, organizando un huertecito simpático. Estaba claro que de eso sí entendía Sámaro. Y también estaba claro que ninguna otra cosa deseaba. Jugaba con los alacranes, tomaba el sol, convidaba a sus amigos los grillos a tomate, contemplaba el vuelo de las maripo­sas y las golondrinas, cuidaba de su huerta y paremos de contar.

Sámaro era muy grande y muy fuerte.

Tan fuerte que, en una ocasión, cuando uno de los alacranes le picó, no le pasó nada; es decir, algo pasó: se rompió el aguijón del alacrán, pero la mano de Sámaro, que parecía de piedra, quedó intacta. Era asombroso. Y más fuertes que sus manos eran sus pies. Siempre iba descalzo, pero pasaba por piedras y abrojos como si calzase las mejores botas. A los niños Sámaro les parecía algo así como un extraño guerrero andrajoso que se hubiese escapado de una increíble guerra de cientos de años atrás. Tenía más fuerza que una pareja de mulas, y cuando caminaba, con aquel extraño bamboleo, parecía que nada ni nadie pudiera ser capaz de detenerlo.

Si siempre hubiese sido verano quizá la situación se ha­bría prolongado indefinidamente. Había un vagabundo andrajoso en las afueras del pueblo, que comía tomates y no molestaba a nadie, y fin del asunto. Pero terminó el verano, llegó el otoño y las golondrinas co­menzaron su emigración. Los niños tuvieron que ir a la escuela y ya no se veían tantas mariposas. Para colmo de males el pueblecito estaba situado en el fondo de un valle, de modo que las montañas lo privaban del sol durante las primeras y las últimas horas del día. Esto parecía no preocupar a la gente del pueblo, incluso ni se les había ocurrido jamás comentar nada al respecto. Se iba el verano, el sol caminaba más bajo por el cielo, y, naturalmente, a determinadas horas quedaba detrás de las altas montañas que flanqueaban el valle. Normal. Además, la gente del pueblo terminaba más que harta del sol, que, dicha sea la verdad, por aquellos lugares era capaz de cocer las piedras, así que agrade­cían la tibieza del otoño. Durante el invierno refunfuñaban un poco contra el frío, pero sabían cómo combatirlo y la situación era ya vieja y aceptada.

Sin embargo, Sámaro no sabía cómo combatir el frío. O qui­zá no tenía medios para hacerlo. Como fuese, cuando estaba terminando el otoño Sámaro cayó en la cuenta del tremendo error que había come­tido en el verano: había construido su choza en aquel sitio tan umbrío, donde al terminar el verano el sol brillaba por su ausencia durante la mayor parte del día por culpa especialmente de una de las montañas.

Sí se­ñor: allá estaba aquella montaña pelada que desde que salía el sol se interponía entre éste y Sámaro y su vivienda. Para Sámaro esto era una tragedia. Y, como debía de tener en su cabeza alguna ruedecita que funcionaba más o menos bien moviendo su engranaje pensatorio, llegó a la conclusión de que no podía limitarse a esperar el verano pasando frío, sino que debía hacer algo.

La cuestión era por demás simple. Se trataba de tener sol, ¿cierto? Y la montaña impedía que el sol llegase a la cabaña, ¿cierto? Pues, simplemente, había que apartar la montaña.

Una vez llegado a esta conclusión Sámaro se puso manos a la obra.

De modo que una mañana, tras una noche de intenso frío, Sámaro buscó el lugar conveniente para sus propósitos. Al pie de la monta­ña encontró el sitio adecuado: un lugar rocoso, macizo, que ofrecía una amplia y sólida superficie de resistencia. Y allí, en aquella zona del pie de la montaña, Sámaro empezó a empujar con toda su asombrosa fuerza.

A mediodía, cuando los niños salieron de la escuela y fue­ron en busca de Sámaro no lo encontraron en su choza, así que comen­zaron a llamarlo a gritos, buscándolo por todas partes. Finalmente, uno de los niños señaló hacia la montaña que Sámaro estaba empujando, y todos corrieron hacia allí. Cuando llegaron vieron a Sámaro bañado en sudor, empapado. Tan copioso era el sudor en Sámaro que incluso su re­cia barba de alborotados rizos estaba lacia y chorreaba.

—¿Qué haces, Sámaro? —preguntó un niño.

—Estoy empujando la montaña para apartarla y que no me quite el sol nunca más —contestó Sámaro, jadeando.

Y se aplicó de nuevo a la tarea.

Como es natural los niños quedaron más que pasmados. Luego echaron a correr hacia el pueblo y llegaron allá gritando que Sámaro quería mover la montaña, apartarla de donde estaba a fin de que no le quitase el sol. Tras el lógico desconcierto y algunos refunfuños de incredulidad, algunas personas mayores decidieron ir a ver si era cierta esa locura, y allá que fueron.

Cierto. Allá estaba Sámaro, sudando, empujando la montaña.

—Pero… ¿qué haces? —preguntó uno de los vecinos, tras salir del pasmo.

—Estoy empujando la montaña para apartarla y que no me quite el sol.

—Te vamos a ayudar, hombre —brotó la oferta.

El que había hablado se volvió a los demás, guiñó un ojo e hizo un gesto con la cabeza. Los demás también sonrieron, aceptaron la propuesta y comenzaron a ayudar a Sámaro, lanzando risitas de vez en cuando. Sámaro los miraba, sonreía, y cuando oía las risitas él también daba escape libre a la suya, que era como un gorgoteo de feli­cidad. Y en verdad Sámaro tenía motivos para sentirse feliz, porque nunca antes, jamás, nadie le había ayudado en nada. Pero ahora tenía amigos, buenos amigos que le estaban ayudando, y eso significaba que entre todos podrían mover la montaña, y él tendría sol el resto del invierno, y el próximo invierno, y el otro, y todos los inviernos.

—¡Me parece que ya se mueve, Sámaro! ¡Empuja más fuerte!

—¡AAAAaaaúuuppppp…! —bramaba Sámaro, empujando con la fuerza de tres mulas.

—¡Sí, sí! —gritó otro—. ¡Se está moviendo! ¡Sigue, Sigue!

—¡AAAúuuPPPppPPPPppp…!

Y Sámaro seguía empujando y empujando. Y cuando oía risitas él tamb­ién reía, feliz.

Cuando llegó la hora de comer Sámaro quedó solo pero con la promesa de que por la tarde vendría más gente del pueblo y todos le ayudarían. Y así fue. Por la tarde comenzaron a llegar hombres y mujeres del pueblo, y todos simulaban ayudar a Sámaro a empujar la mon­taña.

—¡Ahora, ahora, Sámaro! ¡Ha vuelto a moverse! ¡Empuja!

—¡AAAAAAAúUUUPPPPPP…!

Y cuando todos reían, Sámaro también reía, y luego volvía a empujar, cada vez con más fuerza y más fe. Poco antes de la no­che todos se despidieron de Sámaro y regresaron al pueblo, riendo e inventando nuevas guasas para el día siguiente, pues allí había pocas diversiones y era cuestión de aprovechar cualquiera de las que se les pusieran por delante.

¡Pues no tenía gracia ni nada aquello, vamos…!

Nada me­nos que pretender mover una montaña.

—Es tonto de remate, ya no hay duda.

—Pero ya veréis cómo mañana ni se acuerda de lo que ha es­tado intentando hoy.

Sámaro se acordó.

Apenas amanecer abandonó su choza, ate­rido, y corrió hacia el pie de la montaña. Cuando el más madrugador de los trabajadores del pueblo fue a echar un vistazo Sámaro ya estaba allí, empuja que empujarás, sudando a mares.

Todo el pueblo rió, y se acordó establecer turnos de diversión pues no era posible ir todos a la vez; de modo que se hicieron horarios para el espectáculo, y todo el pueblo, por grupos, fue acudiendo al pie de la montaña. Mientras unos simulaban ayudar, otros tocaban la flauta y la bandurria, y las botas de vino corrían de mano en mano…

—Pero tú no bebas, Sámaro, porque eso podría quitarte las fuerzas y no conseguirías mover la montaña.

—¡AAAAAAAúUUUPPPPPP…!

Y así fueron pasando los días, unos viviendo una divertidí­sima fiesta, y el otro empujando la montaña convencido de que la es­taba moviendo y de que pronto, por lo tanto, podría tener sol en su choza.

Pero, ya se sabe, incluso la maldad resulta aburrida a la lar­ga, y así, poco a poco, los habitantes del pueblo fueron perdiendo in­terés por aquella diversión que comenzaba a resultarles monótona. Poco a poco fueron dejando de ir a “ayudar” a Sámaro, hasta que, finalmen­te, lo dejaron completamente solo. De cuando en cuando alguien se acercaba, palmeaba la espalda de Sámaro y le infundía ánimos. Algunos le convidaban a un trago de vino, o a cigarrillos, o le llevaban morcillas y pan, para que estuviese bien fuerte y muy pronto pudiera termi­nar de apartar la montaña.

Sámaro se convirtió en la atracción del pueblo, y cuando llegaban forasteros los llevaban para que lo viesen empujando día tras día la enorme montaña. La gente forastera reía, y algunos le daban al­go de dinero a Sámaro, o encargaban que le enviasen un jamón y otras cosas de comer, de modo que cuando regresaba a la choza, Sámaro iba cargado de comida y de otras cosas. Hubo un forastero que le regaló una radio a pilas, y por la noche, muerto de cansancio y de frío, Sámaro se consolaba escuchando música y aquellas voces tan bonitas que decían cosas que no entendía casi nunca. También le regalaron ropa usada, peines, zapatos viejos pero en aceptable buen estado, un par de bo­tas, un farolillo a butano, tebeos, una silla…

Mientras tanto, Sámaro seguía empujando la montaña y ate­sorando cosas en su choza. ¡Nunca había tenido tantas cosas, ni había tenido tantos amigos, ni tanta gente había querido verle y hablar con él! Hasta le habían regalado una manta agujereada, de modo que por las noches pasaba mucho menos frío. También le habían regalado un espejo, pero cuando Sámaro se vio en él lo enterró acto seguido, disgustado…

Y así iba transcurriendo aquel invierno, entre risas y jolgorios de toda clase a costa de Sámaro, que seguía empujando, empu­jando, empujando…

—¡Se ha movido otra vez! ¡Dale fuerte!

—iAAAúUUUúuuUPPPPP…!

Nadie le ayudaba ya, pero todos le jaleaban. Sámaro se ha­bía hecho famoso, y de todas partes acudía gente a verlo, y le regala­ban cosas, y dinero, y comida.

—¡AAAAAAAAOUUUÚÚÚUUUUUPPPPPP…! —bramaba Sámaro.

Hasta que un día, ya cerca del anochecer, Sámaro se detuvo en su trabajo, se secó el sudor con las mangas de la chaqueta que le habían regalado y miró montaña arriba. Luego retrocedió unos cuantos pasos, se quedó mirando la montaña y frunció el ceño. Se sentía cansado, así que decidió terminar por aquel día y emprendió el regreso a su choza. Una vez allí, cenó opíparamente: pan con jamón, tomates, vino y luego leche condensada, que le gustaba muchísimo. Tenía un montón enorme de botes de leche. Y jamón, y pan, y vino, y de todo… ¡Tenía de todo porque tenía amigos!

Con la barriga llena y bailando en su cabeza agradables pensamientos,  Sámaro se durmió, envuelto en la manta. Fuera soplaba un viento frío, como un largo gemido de tristeza, pero él era feliz, esta­ba contento porque tenía amigos…

Despertó de pronto, y, por entre las cañas que formaban la pared de la choza, vio algunas estrellas y el brillo de la Luna. Asom­brado, se dijo que todavía no había llegado el amanecer, ni mucho menos. Entonces ¿por qué se había despertado? Se sentó en el suelo y puso en marcha la radio, pero sólo oyó sonidos raros, así que la apagó. Otro vistazo a las estrellas y a la Luna fue suficiente para que supiese que todavía faltaban no menos de dos horas para el amanecer. Y el caso era que no tenía sueño… ¡Qué raro! Se puso en pie, se envolvió con la manta y salió de la cho­za. El frío era terrible, pero él estaba acostumbrado a todo y además tenía una manta, regalo de sus amigos.

¡Fiuuuuu…!, silbaba el viento helado por todas partes.

El cielo estaba despejado y era tan hermoso que Sámaro estuvo mucho rato mirándolo, alzada la cabeza, col­gando sus largas greñas piojosas. De pronto comenzó a caminar hacia la montaña que le privaba del sol. Comenzó a subir, sin prisas, envuelto en su manta, como un enorme fantasma negro. Cuanto más arriba estaba más fuerte y frío era el viento, pero mejor veía las estrellas. A su izquierda y abajo, en el fondo del valle, el pueblo dormía, manchado de luces amarillas, cerradas las puertas y las ventanas de las casas para que no entrase el viento ni se escapase el calor.

¡Fiúuu, FIIÍÍÚÚIUUUUU!, silbaba el viento.

Sámaro llegó a lo alto de la montaña, allá donde nunca antes había estado. El viento era espantoso, de modo que se tendió en un pequeño hueco pedregoso, siempre bien envuelto en su manta, y se quedó mirando las estrellas.

Le despertó un rayo de sol. Abrió los ojos, parpadeó, y enseguida pudo mirar de frente el pálido sol, amarillento, que le pareció una naranja aún no madura. ¡Qué hermoso era el sol! Ya no soplaba el viento, pero todavía hacía bastan­te frío…

¡Qué hermoso era el sol!

Sí, hacía frío, pero a Sámaro le pareció que mucho menos que los días anteriores. Cerró los ojos y per­maneció inmóvil, notando cada vez más cálidos en su cara los rayos del sol naciente, que se iba aclarando cada vez más, mientras subía hacia lo alto del cielo.

Aunque no… No a todo lo alto, como en el verano. De modo que si quería continuar gozando del sol tenía que bajar de la montaña, para apartarla. Sí, tenía mucho trabajo todavía por delante si quería que el próximo invierno el sol diese de lleno en su choza. Se puso en pie, envuelto en sol, sonriendo feliz. Miró ha­cia el pueblo sumido aún en la penumbra neblinosa del amanecer. Miró hacia su choza y apenas pudo verla, en aquel rincón oscuro a un lado del camino.

¡Claro, estaba a la sombra…!

Pero él estaba al sol.

Sámaro frunció el ceño. Sí, su casa estaba en sombras, fría, pero él estaba al sol, notando su tibieza. También al pie de la montaña había sombras…, pero era en el lado donde estaba su choza. En el otro lado todo estaba lleno de sol.

Sámaro se sentó.  Y así se pasó todo el día, sin moverse nada más que cuando tuvo que quitarse la manta porque tenía calor. De cuando en cuando oía voces llamándole, pero ni se movió ni con­testó. Él estaba al sol, eso era todo. Y allí estuvo hasta que el sol desapareció, hasta que llegó la nueva noche sin que antes, en ningún momento, hubiese dejado de tener sobre su cabeza los rayos de sol…

¡Todo el día, todo, había estado teniendo sol!

Aquella noche, Sámaro bajó de la montaña, fue a su choza, cargó con algunas cosas y regresó con ellas a lo alto de la montaña. Bajó a por más cosas, que también llevó allá arriba. Y más y más cosas.

¡FííiuuuUUUUuuuUUUU…!, silbaba el viento, terriblemente frío.

Pero a Sámaro no le importaba. Sabía muy bien lo que estaba haciendo; y tan seguro estaba que no sólo llevó a lo alto de la montaña todas sus cosas sino que desmontó la choza y también la subió, y estuvo trabajando toda la noche a la luz de la Luna. De este modo, cuando salió el sol Sámaro lo recibió en la puerta de su choza, que también se llenó de sol. Todo se llenó de sol y Sámaro sabía que ya no le faltaría el sol en ningún momento del día.

Y gozando de esto, allá estuvo, inmóvil, hasta que algo avanzada la mañana comenzó a oír las mismas voces del día anterior, llamándole.

—¡Sámaroooooo…! ¡Sámaroooo…!

Esta vez Sámaro sí contestó.

Se puso en pie, se acercó de modo que pudieron verle bien desde abajo y agitó los brazos alegremente.

—¡Aquí estoy! —gritó—. ¡Amigos, aquí estoy!

—¡¿Qué haces ahí arribaaaa…?!

—¡Estoy con el soooooool…! ¡Ya no voy a mover más la montañaaa! ¡Aquí está lleno de sooool y aquí me quedoooo…!

Abajo había varios hombres que miraban hacia lo alto de la montaña. Se quedaron unos segundos mirando a Sámaro, luego hablaron entre ellos y finalmente se alejaron hacia el pueblo.

—¡Aquí me quedoooo…! —les gritó alegremente Sámaro.

Cortó un trozo de pan seco, que se comió con algunas morcillas, y bebió vino, y luego leche, y estuvo escuchando la radio mientras miraba alrededor.

Sí, también iba a trasplantar allá arriba las tomateras. Aunque quizás allí no creciesen… Pero las iba a trasplantar en el momento oportuno. Ya no las tendría abajo, sino que las plantaría allá arriba. Y si necesitaban agua él la subiría, porque agua podía tener toda la que quisiera, pero no sol, y él prefería quedarse allí con el sol. O si no, podía tener las tomateras abajo y él vivir arriba, con el sol… ¡Eso haría!

Hacia el mediodía oyó ruido de piedras, jadeos, rumor de algunas voces. Poco después algunos hombres del pueblo llegaban a la cima y se quedaban mirando hoscamente a Sámaro.

—¿Qué haces aquí? —preguntó desabrido uno de ellos.

—Mirad, aquí hay sol —señaló Sámaro a su alrededor—… ¡Ya no hace falta que mueva la montaña para tener sol todo el día!

—¿Quién te ha dicho que hicieras esto? ¿Eh? ¿Quién ha sido el mierdoso que te lo ha dicho?

—Nadie… ¡Nadie me ha dicho nada! ¡Yo vi que aquí había sol todo el día y aquí me vine!

—Asqueroso mendigo… ¡Vas a ver tú!

La primera piedra acertó a Sámaro en plena frente y el golpe fue tan fuerte que cayó sentado, semiaturdido. Se llevó la mano a la frente y la retiró llena de sangre, que se quedó mirando sin comprender. Entonces, otra piedra le alcanzó en el pecho, y otra en una rodilla, y otra en un hombro, y otra en la cabeza que le resonó por dentro con una fuerza terrible. Y cuando se ponía en pie, más piedras le fueron alcanzando en todo el cuerpo, y luego también por la espalda mientras él corría hacia su choza, en la que se cobijó gritando de do­lor, de miedo y, sobre todo, de incomprensión.

Sobre todo de incompren­sión.

No podía entender por qué le tiraban piedras sus amigos.

—¡Ya verás tú cuando se enteren todos! ¡Prepárate, porque vamos a buscarlos!

En un instante Sámaro quedó de nuevo solo.

Se limpió la sangre de la cabeza con la manta y se quedó mirándola atónito. Tan absolutamente atónito que el tiempo se perdió bajo el sol, y no regre­só hasta que volvió a oír voces, gritos, ladridos furiosos, chilli­dos de mujeres, rodar de piedras… Salió de la choza, con la manta manchada de sangre seca en las manos, y se quedó mirando con expresión desorbitada a sus amigos del pueblo, que llegaban apelotonados, formando un gran grupo vocife­rante y blandiendo palos, horquillas y azadas.

—¡Asqueroso! —gritaban las mujeres—. ¡Asqueroso repugnante, vete de aquí, márchate! ¡No queremos piojosos en el pueblo! ¡Fuera!

—¡A él, a él! –azuzaron a los perros.

Éstos, no menos de diez, arremetieron contra Sámaro, rugiendo ferozmente. Los mismos perros a los que él había dado trozos de jamón. ¡De jamón…! Los vio llegar enseñando las fauces, gruñendo; lo rodearon, comenzaron a lanzarle mordiscos a las piernas y algunos saltaron contra su pecho, pero Sámaro los iba apartando a manotazos más potentes que coces de mula, y los animales salían despedidos aullando de dolor, pero volvían a la carga. Entonces comenzaron a tirarle piedras de nuevo.

Y así, Sámaro se vio rodeado de perros, de palos, de piedras, de voces iracundas, furiosas, destempla­das, y comenzó a sangrar por las piernas, y de nuevo por la cabeza, y por las manos y la cara…

—¡Fuera de aquí, piojoso!

—¡Vete, no queremos gandules aquí!

—¡Sarnoso, cerdo, hijo de puta!

Sámaro iba a retrocediendo, protegiéndose como podía, inca­pacitado para hablar, para comprender, para pensar…

Cuando dejó atrás su choza vio cómo todos la aplastaban, y pisoteaban la comida, y los perros se abalanzaban sobre ella, olvidándole a él. Sámaro dio por fin media vuelta y echó a correr montaña abajo, dejando tras él su casa aplastada, su manta manchada de sangre, su comida que estaban devorando los perros, su radio aplastada, sus zapatos destrozados, sus tebeos despedazados…

Y mientras corría algu­nas piedras y palos le alcanzaron todavía en la espalda y en las san­grantes piernas, y las voces seguían llegando, con más dureza que las mismas piedras.

Cayó, rodó unos cuantos metros, y luego continuó co­rriendo, corriendo, alejándose, dejando atrás los gritos, el sol, y los perros que se comían su comida.

Corrió por caminos sombreados hasta que ya no pudo más y tuvo que detenerse, sangrante y sin aliento. Se tendió a un lado del camino y poco a poco se fue recuperando y tran­quilizando.

Y comprendiendo.

Comprendió perfectamente que si sus amigos se habían enfa­dado tantísimo con él era porque había hecho algo malo. Si aquellas personas que tanto le querían le habían echado los perros era porque él había hecho algo malo. Y como lo único que Sámaro había hecho era llevar su casa al sol, para tener calor y luz todo el día incluso en invierno, supo que esto era lo que había hecho de malo.

Empujar la mon­taña era bueno, pero llevar la casa al sol era malo.

Había hecho mal. Muy mal.

Así que cuando reemprendió su camino alejándose de aquel pueblo se dijo que buscaría otro lugar con buenas gentes como aquéllas, a las que no ofendería de modo tan terrible.

Se dedicaría a mover montañas, y así todos serían sus amigos y le querrían.

Eso sí les gustaba a sus amigos.

Y eso haría.

 

 

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