PASEANDO POR INTERAVE

 

GÜINOPIN

 

 

EL PINGÜINO AVENTURERO

por

ANTON VERAMIR

 

Como todos los pingüinos, aquel pingüinito nació del interior de un huevo que tiempo antes había puesto e incubado su mamá. Y era un pingüino tan raro que en cuanto su mamá lo vio sa­lir del huevo exclamó:

–¡Pero qué es esto! ¡Este hijo mío está  al revés!

Y tenía razón Mamapingüino, así que Papapingüino, que estaba allí viendo cómo nacía su hijo, dijo:

–Tienes razón. ¡Qué cosa tan extraordinaria!

Acudieron otras mamás pingüino a ver al recién nacido, y también acudieron otros papás pingüino, y otros pequeños pingüinos que habían nacido antes que aquel tan raro.

En fin, que acudió toda la colonia de pingüinos  –¡más de diez mil!– que vivían en los acan­tilados de la costa de aquella isla del Mar del Norte, que era un mar cercano al Polo Norte y donde hacía mucho frío.

Y era verdad que aquel pingüinito estaba al revés.

Resultaba que en 1ugar de tener la barriga blanca y las alas y la espalda de color negro, tenía la espalda y las alas blancas y la barri­ga negra.

–¡Caray! –dijo una mamá–. ¡Nunca había visto nada semejante!

–Ni yo tampoco –dijo otra mamá–. ¡Vaya un pingüinito extraño!

–¡A lo mejor cuando sea mayor trabajará en un circo! –comentó uno de los papás pingüino.

–¡Esto sí que sería una buena atracción de circo! –dijo otro–. ¡Un pingüino al revés!

–¿Y qué nombre le vais a poner? –les preguntaron a Mamapingüino y a Papapingüino–. ¡Tiene que ser un nombre muy especial!

–No sé –dijo Mamapingüino–. Ya pensaremos un nombre que le siente bien.

Todos los que estaban allí empezaron a decir nombres para que se lo pusieran al pingüinito, pero a Mamapingüino y a Papapingüino no  les gustaba ninguno.

Unos decían que podía llamarse Alrevestelodigo, otros que podía llamarse Pingüino Blanco, otros que podía llamarse Color de Nieve, y así, uno tras otro fueron diciendo nombres rarí­simos, ninguno de los cuales fue del agrado de Mamapingüino y Papapingüino.

Y así estaban discutiendo todos sobre el nombre que debían ponerle al extraño recién nacido cuando llegó la noche, que por esos mares del norte de nuestro hermoso planeta son muy, muy, muy cortas en verano y larguísimas en invierno.

Entonces, todos se pusieron a dormir.

Tenían que dormir mucho y estar fuertes, porque al día siguiente, si querían comer, tendrían que trabajar mucho buscando plancton, o sea, hierbas que hay en el mar, y buscando también crustáceos, o sea, pequeños animalitos de mar que tienen costra o cáscara, como los cangrejos, las cigalas y los percebes, y además tendrían que atrapar pequeños peces bajo las frías aguas, cosa que no les resultaba nada fácil.

De modo que todos se pusieron a dormir.

Y cuando todos los pingüinos de la colonia estaban durmiendo, Mamapingüino, que era la única que no dormía pensando y repensando y superpensando en qué nombre podían ponerle a su hijito, exclamó de pronto con voz muy fuerte:

–¡Ya sé! ¡Se llamará Güino Pin!

Pero nadie la oyó, porque todos dormían profundamente. Sólo la Luna, que parecía una sandía gigantesca, miraba sonriente a Mamapingüino desde el cielo lleno de estrellas que la ro­deaban.

Entonces, de pronto, se despertó Papapingüino y exclamó:

–¡Ya sé! ¡El nombre que le pondremos es Güino Pin!

–¡Pero si es el nombre que yo acabo de decir! –aseguró Mamapingüino.

–Ah, pues no te he oído. Yo estaba durmiendo y de pronto he soñado con ese nombre y me he despertado para decírtelo.

–¡Pues yo lo he pensado estando despierta, para que te enteres, y eso tiene mucho mérito!

–¿Y acaso no tiene mérito soñar un nombre tan bonito como Güino Pin? –se enfadó Papapingüino,

Se pusieron a discutir sobre cuál de los dos lo había pensado o soñado primero, y tanto discutieron que despertaron a los demás pingüinos de la tribu, digo de la colonia, y todos se enfadaron mucho con Mamapingüino y Papapingüino porque no les dejaban dormir con los gritos de su discusión.

Así que empezaron a tirarles puñados de nieve y cáscaras de huevos de pingüinito ya nacido, y algunos hasta pequeñas cacas de los pingüinitos más pequeños.

–¡Bueno, bueno! –se llevó Papapingüino las aletas a la cabeza–. ¡Ya nos callamos! ¡Seguiremos la discusión mañana!

Y así lo hicieron.

Mamapingüino y Papapingüino se callaron y todos volvieron a dormirse.

Mamapingüino y Papapingüino, que eran los únicos que seguían despiertos se miraron a la luz de la Luna, y luego miraron a su pequeño pingüinito tan extraordinario, que dormía acurrucado contra la barriga de Mamapingüino.

–Vaya –dijo Papapingüino–, la verdad es que el nombre tú lo has pensado despierta y yo lo he soñado al mismo tiempo. Por lo tanto,  los dos tenemos el mismo mérito.

–Es verdad –aceptó enseguida Mamapingüino–. Además, Güino Pin es hijo de los dos, de modo que también en eso tenemos el mismo mérito.

–Vale –dijo Papapingüino–. Así se lo diremos a todos por la mañana.

En efecto, cuando llegó la mañana Mamapingüino y Papapingüino les dijeron a todos que a los dos al mismo tiempo se les había ocurrido po­nerle a su hijito el nombre de Güino Pin. Este nombre les gustó mucho a todos porque, verdade­ramente, decir Güino Pin era lo mismo que decir pingüino, sólo que al revés, lo que les pare­ció la mar de divertido.

Así quedó la cosa, y Güino Pin fue creciendo, jugando con los demás pingüinitos de la colo­nia,  pero muy pronto empezó a darse cuenta de que le trataban de modo diferente, como si él no fuese un pingüino y fuese cualquier cosa ra­ra, como por ejemplo una foca, o una morsa y hasta como si fuese una anguila de mar, ¡cualquiera sabía!

Pensando esto, Güino Pin se dijo que no le gustaba estar donde no le querían, y empezó a hacer ejercicios con las alas, hasta que un día se dio cuenta de que mientras sus amiguitos apenas utilizaban las alas salvo para mantener el equilibrio él podía volar y así llegar muchísimo más lejos y más pronto que los otros pingüinos.

Había algunos pingüinos que nadaban mejor que él, utilizando las alas como aletas anfibias y la cola como timón, pero ninguno volaba, y aunque lo intentaron no conseguían hacerlo tan bien como él ni mucho menos llegar tan alto y tan lejos y tan rápido.

Un día, cansado ya de que no lo tratasen como a todos sus compañeros, Güino Pin empezó a volar muy alto y se fue alejando, alejando, alejando muchísimo de la isla donde vivía la colonia. Y por fin, empezó a ver mares y tierras diferentes, y estaba pasmado y maravillado, porque hasta entonces había creído que el mundo era sólo su isla cubierta por hielo y por nevadas muy espesas y rodeada por aquel mar gris y siempre tan frío.

Pero no, nada de eso.

El mundo era grande, enorme, grandíiiiisimo, bien lo estaba viendo con sus propios ojos.

Había mares da aguas verdes, mares de aguas azules, mares de aguas cristalinas, mares profundos y playas poco profundas exquisitas donde había tortugas, corales y peces con alas.

Y había tierras donde había gigantescos árboles, y otras tierras donde había muchas flores, y otras donde había palmeras, y había lugares donde sólo había arena, y arena, y arena…

Por fin, cansado de volar, Güino Pin decidió tomarse un descanso, y aterrizó justamente so­bre las arenas de un desierto.

Nada más poner sus patitas en la arena, gritó:

–¡Carambolas de colores! ¡Esto no es hielo ni nieve!

Todavía no sabía bien lo que era, pero la arena tan caliente por el sol le quemaba las patitas, así que de nuevo alzó el vuelo bajo aquel sol que calentaba tanto, tantísimo, que Güino Pin pensó que debía de ser otro sol y no el que él conocía, el que estaba allá donde vivía con sus papás en la colonia de pingüinos de la isla del Mar del Norte, tan gris y tan frío.

Y tanto y tanto calentaba aquel sol, que Güino Pin comenzó a sudar, y entonces se echó a reír.

–¡Ahí va, recarambolas! –exclamó sin dejar de reír–. ¡Un pingüino sudando! ¡Esto sí que no lo ha visto nadie de la colonia de mi isla!

Para descansar y librarse un poco de aquel calor tan intenso, buscó un lugar donde hubiera sombra y pronto lo divisó. Aterrizó en una selva donde había árboles tan altos que si los miraba de abajo a arriba se caía de espaldas y se hacía gordísimos chichones en su redonda cabecita de orejas invisibles, así que dejó de mirarlos hacia arriba.

Y entonces empezó a ver animales de lo más extrañísimo.

¡Recontracarambolas, y decían que él era raro!

¿Pues qué dirían los pingüinos de la colonia si vieran aquellas extrañas criaturas que él estaba viendo con sus propios ojos de ver y de mirar mirando?

Primero vio aquel extraño bicho grande como cien pingüinos –¡o más!– y que tenía un cuello tan largo que podía comerse las hojas de los árboles más altos como si tal cosa.

Luego, vio a un animal gordísimo que se bañaba en un río, y que tenía una nariz tan larga que casi le llegaba al suelo, y unos colmillos largos y afilados, y unas orejotas enormes.

Luego vio un animal de dos patas muy largas que tenía alas y plumas pero que ni mucho menos era un pingüino, pues era más grande y corría que se las pelaba. ¡Ostras si corría aquel bicho!

Pero luego, de entre la espesura, salió otro bicho, con la piel de color amarillo con manchas marrones y que tenía también cuatro patas, con las que corría muchísimo a pesar de que eran más cortas que las del anterior. ¡Vaya bicho, cómo corría, con el rabo bien tieso!

Más allá, entre unas hierbas, vio a un animal enorme y de gran melena que estaba tomando el sol como si fuese el rey de todo el territorio.

Güino Pin se acercó a él y le preguntó:

–Oye, ¿tú quién eres?

–Soy el rey de la selva –le replicó el formidable animal–… ¿Quién eres tú y de dónde has salido?

–Yo soy un pingüino y he llegado volando des­de el Mar del Norte.

–Sí, ¿eh? Bueno, nunca he comido pingüino, pero a buen hambre no hay mala comida ni pingüino duro, así que te voy a devorar.

Diciendo esto, aquella bestia abrió la boca y lanzó un rugido que hizo temblar toda la selva y puso de punta las plumas de Güino Pin, que alzó velozmente el vuelo cuando la fiera se le echó encima. Por fortuna, el hambriento y feroz melenudo no pudo atraparlo entre sus grandes zarpas con uñas que eran tan grandes como la cabeza de Güino Pin, y éste lanzó un silbido de susto.

–¡Carambainas, qué mal genio! ¡Menuda fiera! ¡Tiene peor carácter que un oso polar!

Siguió volando, y vio animales que tenían patas cortas a los lados del cuerpo y que se arrastraban por las fangosas orillas de los ríos, abriendo una boca grandiosa donde a lo mejor había más de doscientos dientes agudos y afilados.

Vio animales de cuatro patas con el cuerpo listado de negro y blanco que corrían por bellas praderas…

¡Vio muchísimas cosas y muchísimas criaturas!

¡Y todas diferentes!

¡Había muchísimas criaturas y cada una de ellas era diferente a las otras!

Pero no diferentes como él era diferente a los demás pingüinos de la colonia, no, sino muchísimo más diferentes unas de otras. Por ejemplo, en los árboles había pequeños seres peludos de larga cola que gritaban mucho y saltaban continuamente de rama en rama y comían cosas redondas que por dentro eran blancas… Mientras tanto, animales enormes con un cuerno en la frente, comían hierba tan ricamente.

¡Cuántas cosas y criaturas extraordinarias, recarambolas…!

De repente, Güino Pin se dio cuenta de que no estaba volando solo.

Junto a él volaban otras criaturas de bellísimas alas… ¡y ninguna de aquellas criaturas eran pingüinos!

–¡Pero esto qué es…! –exclamó Güino Pin–. ¡Qué pasa aquí, cómo es que hay criaturas tan extrañas por todas partes!

–Nada de extrañas –dijo uno de sus compañeros de vuelo, que tenía un gran pico y el plumaje de muchos y bellos colores–. Cada cuál es cada cuál, y nadie es extraño. Yo soy un loro, y aquí en la selva todos lo saben, chaval. ¿Tú qué eres?

–¡Yo soy un pingüino! –respondió Güino Pin.

–¡Atiza, reflauta! –exclamó una pequeña criatura que volaba muy cerca y que tenía el lomo negro y la barriga blanca–. ¡Pero si es uno de mis parientes del Mar del Norte!

–¡Yo no soy tu pariente! –protestó Güino Pin.

–Ya lo creo que sí –dijo otra criatura más grande, que también tenía la barriga blanca y que volaba de un modo en verdad  majestuoso, casi sin mover sus grandes alas grises–. Esa golondrina de mar es pariente tuya,  y yo también, y hasta otros pájaros que se llaman chorlitos.

–¿Y tú quién eres?

–Yo soy la gaviota, la reina de los cielos marinos junto con nuestros primos los albatros. Dime una cosa, primo: ¿qué haces tú por estos lugares, tan lejos de tu ambiente?

–Me he escapado de allí, porque soy un pingüino raro y todos se burlaban de mí y me mira­ban mal.

–¡Anda ya! –exclamó el loro, muerto de risa–. ¡Pero qué dices, cabezón de hielo! ¡Nadie se ríe de nadie, porque cada cuál es cada  cuál! ¡Rrrr, al rico y guapo lorito!

Los demás que volaban junto a Güino Pin rieron, y acto seguido la golondrina de mar dijo con su dulce voz:

–Bueno, amiguete, ahí te quedas, que tenemos que volver al mar a pescar para comer. ¡Ya me gustaría, ya, saber nadar como tú, para atrapar peces sin tantos problemas como tengo ahora!

–¡Toma, lo mismo digo! –aseguró la gaviota–. ¡Bueno, adiós, chaval, que te vaya bien!

–¡Adiós, cara de pingüino!  –dijo riendo  el loro–. ¡Rrrr! ¡Al rico lorito guapo y bravucón, más valiente que un león! ¡Rrrr!

De nuevo se encontró solo Güino Pin, volando por encima de aquella grandiosa isla que nunca se acababa y que él no sabía que no era una isla sino un grandioso y hermoso continente llamado África. Ah, sí, sí, a lo lejos vio al mar, jus­tamente hacia donde había ido la gaviota, y en­tonces también él voló hacia allí.

En cuanto estuvo en el mar, supo orientarse, y empezó a volar hacia el norte, de regreso a su isla llena de acantilados donde vivía  la colonia de pingüinos.

Tardó mucho en llegar, porque sin darse cuenta en el viaje de ida se había alejado demasia­do, pero finalmente, después de todo un día y una noche volando, divisó la isla, y en los acantilados distinguió perfectamente a los mi­les de pingüinos que tomaban el pálido sol del Mar del Norte.

–¡Eh! –gritó uno de los pingüinos–. ¡Mirad! ¿No es Güino Pin ese que llega volando?

–¡Sí que lo es! –exclamaron muchos a la vez.

–¡Eh, Güino Pin! –le dijo un pingüino adulto–. ¡Ve enseguida junto a tu madre y tu padre, que están muy tristes porque hace días que no te ven y creen que te has ahogado o que te ha devorado un oso polar o una morsa hambrienta!

–¡No debiste marcharte sin avisar, cabezota dura! –le gritó una abuelita pingüina, batiendo furiosamente sus alas.

–¿Dónde has estado? –le preguntaron muchos pingüinos jóvenes.

–He visto el mundo –dijo Güino Pin muy satisfecho.

–¡Atiza, cara de vasija!

Por fin, cansadísimo, Güino Pin aterrizó jun­to a sus padres, que ya lo estaban mirando con ojos llenos de alegría. En cuanto tocó tierra, Mamapingüino se acercó a él balanceando graciosa­mente su bello cuerpo de pingüina, y primero le abrazó y luego le dio un cachete.

–¡Toma, por aventurero! –dijo enfadadísima.

–Hijo, eso se avisa –dijo Papapingüino, con voz también muy enfadada.

Y le dio otro cachete. Pero luego Mamapingüino y Papapingüino abrazaron otra vez a su hijo, felicísimos porque no le había ocurrido nada malo. Güino Pin explicó por qué se había marchado, y entonces Papapingüino dijo, muy sorprendido:

–¡Estás equivocado! Si te miraban tanto era porque te admiraban por lo hermoso que eres aunque no seas como todos. Además, muchos querrían ser como tú. Y además, seas como seas eres un pingüino. ¿O no eres un pingüino, cabeza dura?

Güino Pin estaba muy confundido, no sabía qué pensar.

Pero de pronto, comprendió que su padre tenía razón, y que en efecto cada cuál es cada cuál.

¡Y después de haber visto criaturas tan extrañas durante su aventura por el mundo ya no le parecía que él era tan raro! ¿Acaso no eran más raros la jirafa, el elefante, el avestruz, el guepardo, el león, el cocodrilo, las cebras, los monos y el rinoceronte…?

Y además, ¡qué caramboinas, él era un pingüino de pies a cabeza, fuesen del color que fuesen sus alas y su barriga!

Ya lo creo que sí: ¡era un pingüino!

Y un pingüino es todo un pingüino.

¡Recontracarambolas, un  pingüino es todo un señor pingüino, lo mires como lo mires y lo mi­res por donde lo mires!

Y punto.

 

 

 

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