HORRIBLE, MORBOSA Y DIVERTIDA VENGANZA

 La ilustración que inicia este relato es de mi amigo el gran dibujante y pintor Luis Montañá Alsina, que al igual que yo colaboró en 1983 en la truculenta revista MORBO.

 

 feamorbo

Al final, una contraportada 

 

 

VENGANZA MORBOSA

por

 

WILSON STONEWALL

 

La Policía encontró el cadáver verdade­ramente hecho trizas.

El espectáculo era alucinante. Ni un solo policía dejó de preguntarse cómo era posible que la señora Shelby, esposa del difunto, pudiera mantenerse tan serena. Los había llamado ella, ella misma les abrió la puerta de la casa cuando llegaron, y ella les acompañó al lugar donde se hallaba el cadáver hecho trizas, en el saloncito.

He­cho trizas.

Veamos: Angus Shelby yacía en el centr­o del saloncito, sobre la alfombra, con los brazos y las piernas formando una X. Tenía la ropa destrozada a cuchilladas, y le habían bajado los pantalones. Reparando en este detalle, inmediatamente se daba uno cuenta de que al señor Shelby le habían cortado de raíz todo el paquete genital, que, por cierto, colgaba de la lámpara que pen­día del techo sobre el cadáver. Aparte de esto, y en el horrible silencio de la casa, se oía el leve zumbido del vibrador que le habían introducido en el ano al desdichado señor Shelby, y cuyas pilas, evidentemente, eran de considerable duración y potencia.

Pero esto no era todo.

Al señor Shelby le habían pinchado los dos ojos, le habían cortado las orejas y la nariz, y le habían machacado los dientes con una botella de champaña que se veía junto a él, todavía conteniendo un poco de liquido. Las orejas, la nariz y algunos trozos de dientes estaban dentro de un pequeño frutero­ colocado junto al cadáver. Un poco más allá, en una bandeja de fina ce­rámica, se veían trozos de intestinos y un pedazo de corazón, seccionados por supues­to del cadáver del señor Shelby tras abrirle una pavorosa zanja en el vientre. Las ma­nos habían sido cortadas, así como la lengua, y yacían en el sillón que había sido favorito de Angus Shelby.

Todo el cuerpo, la cara, todo, mostraba señales de cuchilladas.

Y el conjunto era tan escalofriante como increíble. Era como irreal, uno se amparaba en la idea de que todo aquello era un decorado para filmar una película de terror y asco. Pero no había escape ni amparo que valiera; la escena era real, el señor Shelby habla sido descuartizado materialmente, y su sangre y sus órganos estaban esparcidos y salpicándolo todo.

Junto al cadáver se veía el cuchillo de cocina con el que, presumiblemente, por no decir obviamente, se había cometido el de­saguisado. Y un poco más allá se veía un vestido de mujer profusamente manchado de sangre y caído en el suelo; al lado del vestido, unos zapatos también de señora, haciendo juego. Ambas cosas, se veía a pri­mera vista, eran de notable calidad.

El inspector Gardiner dejó de mirar aquel espanto, y posó su veterana mirada en la señora Shelby, una dama de poco más de cuarenta años, tal vez algo jamona, pe­ro atractiva, con unos ojos oscuros muy expresivos y muy bien maquillados. La se­ñora Shelby estaba en bata, y parecía recién salida del baño, cosa que tenía bastante confundido al inspector Gardiner pese a su veteranía. Lo único que se le ocurría al respecto era que la señora Shelby se había estado bañando mientras alguien entraba en la casa y hacía aquello con su marido. Pe­ro le parecía bastante insólito: la señora Shelby no era sorda, así que forzosamente tenía que haber oído algo. O tal vez se po­día admitir que no, que no había oído na­da; es decir, que se había bañado, se había arreglado, se había puesto la bata, y ha­bía acudido al saloncito para reunirse con su marido, donde éste la esperaba tomando una copa de champaña y dispuesto a pasar una velada agradable con su esposa.

Bueno…, ¿por qué no?

¿Por qué no?

La señora Shelby llega al saloncito, ve aquello, va al teléfono y avisa a la Policía.

¿Por qué no?

Pero… ¡por Dios, qué serenidad la de mistress Shelby! Parecía talmente que fuese la portera de un museo y les hubiera abier­to la puerta a unos visitantes. No estaba alterada en absoluto, era como si todo aquello no fuese una brutal realidad.

Una brutal realidad de la que, natural­mente, mistress Shelby no podía saber nada. Solamente dos personas podían saber lo ocurrido allí dentro: Angus Shelby y quien lo había matado. No iba a ser fácil encontrar a esta persona, y, en cuanto al señor Shelby, por supuesto que no se podía esperar de él ninguna información.

Difícil lo tenía el inspector Gardiner, ciertamente.

Pero no ustedes. Ustedes lo tienen muy fácil, al contar con los servicios del novelis­ta, que en su honor va a retroceder en el tiempo y el espacio a fin de que sepan más que Gardiner y el resto de los policías. Lo van a saber todo desde el momento en que el señor Shelby decidió robarle un vestido a su esposa…

 

–¿Vas a salir esta tarde, querida?

La señora Shelby, que estaba terminando de maquillarse sentada ante el espejo de su tocador, miró por medio de aquél a su marido, plantado en la puerta del dormitorio matrimonial.

–¿No ves que sí, estúpido? –replicó ásperamente.

–Ah, bien. Gracias, cariño.

–¿Qué demonios te pasa?

–¿A mí? –abrió mucho los ojos Angus Shelby–. Nada. ¿Por qué?

–Se ve perfectamente que voy a salir, y además sabes que salgo casi todas las tardes. Esto aparte, nunca te habías interesado por mis idas y venidas. ¿Qué estás tramando?

–Querida, te aseguro que no estoy tra­mando nada. Simplemente, quería saber si ibas a salir o no.

–¿Para qué querías saberlo?

–Para saberlo, eso es todo. No creo que debas darle tanta importancia a una simple pregunta.

–Es una pregunta que nunca me habías hecho.

–Vaya, cariño –rió blandamente el señor Shelby–, tampoco te he preguntado nunca si te gustaría bañarte en leche de vaca, y supongo que si te lo preguntara no le darías tanta importancia.

–Eres muy ocurrente. Sí, eres un gran chistoso. Pero ten cuidado conmigo, ya sabes que no estoy dispuesta a tolerarte nin­guna destemplanza.

Angus Shelby suspiró, y dijo a continua­ción, con tono entre triste y desganado:

–Hace casi quince años que nos casa­mos, y desde entonces te estoy oyendo de­cir lo mismo. No creo haber sido tan mal marido.

–Porque yo no te lo he permitido. ¡Si no hubiera sabido sujetarte…! Por supues­to que te casaste conmigo por mi dinero, pero es que, además, siempre has tenido la desfachatez de querer cumplir tus deberes sexuales, como si estuvieses pagando. ¡Menos mal que me di cuenta y te paré los pies!

–No fue precisamente los pies lo que me paraste.

–¡Asqueroso!

–Querida: la mayoría de las mujeres es­tarían encantadas de que su marido les pres­tase atención sexual, ¿no se te ha ocurrido pensar en esto? En cambio, tú protestas porque en tu opinión me casé contigo por tu dinero, y protestas también por el hecho de que me venga de gusto hacer el amor contigo. Francamente, comprendería que protestases porque no te hiciera caso.

–¡Ya está bien! –se volvió airadísima Rachel Shelby en la banqueta del toca­dor–. ¿Acaso pretendes tomarme el pelo?¡Si me persigues con frecuencia para refo­cilarte conmigo es porque te estás quedando calvo, ya no tienes ni pizca de éxito con las mujeres, y como yo no te doy el sufi­ciente dinero para pagarte una golfa, natur­almente recurres a mí…, ¡pero sólo para desahogar tus bestiales instintos!

–A mí no me parece bestial querer echar de cuando en cuando un polvo con la pro­pia esposa.

–¡Angus! ¡No te consiento que hables así!

–Me gustaría saber qué es lo que me consientes –murmuró Angus Shelby.

–¡Haz el favor de dejarme en paz!

–Solamente te he preguntado si ibas a salir esta tarde.

–¡Ya te he dicho que sí! ¡Y me gustaría saber el motivo de tu interés!

–Ya empezamos otra vez –suspiró el señor Shelby.

–Bueno, déjame en paz. Ve a cuidar del jardín, o mira si tienes algo que hacer en la cocina, cualquier cosa… ¡Y deja de fastid­iarme y vigilarme!

–No te vigilo –se sorprendió Angus.

–¡Me vigilas siempre que me cambio de ropa, para verme los pechos y otras cosas!

–Bueno –sonrió Angus–, en eso sí tie­nes un poco de razón, ¿ves? Es que, cariño, hacer el amor tan de tarde en tarde, y encima a oscuras… La verdad es que me gusta ver lo que como.

–Pero… ¿qué dices? –enrojeció casi fuera de sí la señora Shelby–. ¿Lo que comes? ¿Qué… qué nueva degeneración se te ha ocurrido?

–Era un modo de hablar –gruñó el se­ñor Shelby–. ¡Caray, terminaré por no poder decir nada!

–Más valdría. –Rachel estaba casi fue­ra de sí–. ¡Vete al infierno de una maldita vez, asqueroso!

El señor Shelby dio media vuelta y se alejó del dormitorio que hacía quince años compartía con su amada esposa Rachel, la cual se comportaba cada día peor

«Maldito bicho –pensó Angus–. ¡Pero ya te daré yo a ti, ya! ¡Ahora que me ha tocado la quiniela te vas a en­terar…!»

Ah, sí; al señor Shelby le había tocado una quiniela futbolística en la última jorna­da. Tampoco era para comprar el palacio de Buckingham, pero vaya, no estaba mal: trescientas cuarenta mil libras. Y de esto ni una palabra a su esposa, naturalmente. Con esa cantidad bien manejada el señor Shelby sabía que podía vivir el resto de su vida como a él le gustaba; sin dar golpe, que es lo que había conseguido al casarse con Rachel. Pero Rachel era mucha Rachel. En cambio, ahora, con trescientas cuarenta mil libras…

¡Ah, dulce venganza!

Porque ciertamen­te, el señor Shelby iba a abandonar a su esposa amada, vaya que sí, pero no de cual­quier manera. Nada de eso, amiguita. Ni hablar, después de la mala vida hogareña que me has dado casi desde el principio del matrimonio. Primero, los reproches respecto a que se había casado con ella por el dinero; luego, que si él era un sátiro que sólo pensaba en el sexo; luego, que sólo lo harían una vez a la semana, y, ya hacía tiempo, sólo los días que ella estaba de hu­mor mínimamente bueno, lo cual sucedía siempre por cuestiones ajenas a su marido, es decir, cuando ganaba en la timba con sus amigas, o le habían dicho que su vesti­do era bonito, y tonterías así. ¡Y además, siempre con la luz apagada!

Maldita sea, ¿cómo era posible esto? Era como hacer el amor con una vaca muerta, porque Rachel ni siquiera resollaba cuando hacían el amor. Nada, ni un gemi­do, ni un gritito, ni un suspiro, ni un orgasmo. ¡Talmente como una vaca muerta! ¿Y qué placer podía encontrar un hombre en tirarse una vaca muerta y gorda?

Porque bien, sí, era verdad, él se estaba quedando calvo y había engordado. También era verdad que ya no tenía con las chicas el relativo éxito de años atrás, lo cual lo tenía amargado, y más porque, ciertamente, carecía de dinero para buscar un mínimo de relaciones que quizá le habrían propiciado alguna conquista todavía. De acuerdo, él se iba haciendo mayor y perdía atractivo, pero… ¿no era una crueldad por parte de Rachel echárselo en cara continuamente? ¡Como si fuese culpa de él! Ade­más, ¿acaso ella se creía que estaba como cuando tenía quince añitos?

Lo primero en lo que pensó Angus Shelby en cuanto supo que iba a cobrar trescientas cuaren­ta mil libras esterlinas fue en dejar a su mujer. Fue un pensamiento fulminante. ¡Al demonio la maldita bruja y su dinero, ya no la necesitaba! Pero no la iba a dejar sin vengarse, desde luego. Una venganza adecuada.

¿Meterle escarabajos en el sexo? Bueno, esto resultaba un tanto difícil, pues aunque esperase a que ella estuviese dormida y roncando como una vaca viva, él sabía que despertaría en cuanto él le tocase el punto cru­cial. Es más, sabía lo que diría todavía me­dio dormida:

–¡Quita tus zarpas de aquí, cerdo asqueroso!

Desechado lo de los escarabajos.

También pensó en echarle salfumán a la cara, o algo parecido. Pero eso no tendría… estilo. Era una cosa ruin y que colo­caría a Rachel en una posición de víctima que le proporcionaría simpatías.

¿Enviarle anónimos diciéndole que era una gorda asquerosa y que su marido se la pegaba hasta con las monas del parque? ¿Desaparecer de su vida de repente, dejar que ella revolviese cielos y tierras buscándo­le…, y por fin enviarle una postal desde Tahití? ¿Anestesiarla y coserle el sexo de modo que por la mañana no pudiera orinar?

Finezas de éstas las había pensado An­gus Shelby a docenas, si bien la que más le atraía, honradamente hablando, era la de colgar del techo a su esposa y ver cómo se iba retorciendo mientras moría y se le sa­lían los ojos de las órbitas, y le brotaba de su perversa boca la asquerosa lengua morada e hinchada. Con un poco de suerte, quizá la gorda se ensuciase encima, de modo que cuando la encontrasen emitiese un pestazo insoportable y en lugar de llevársela a la funeraria la llevasen a un vertedero de basuras.

¡Ah, qué idea tan celestial! ¡Se imagina­ba a Rachel, gorda, seca y muerta, con los ojos fuera de la cara y la boca como un sucio agujero por el que saliese la lengua como un pez muerto y podrido  y tirada de cualquier manera en un vertedero de basuras! ¡En un vertedero de basuras, cielos, qué delicia! También podía llevarla a cualquiera de las intrincadas cloacas de Lon­dres, y dejarla allí para pasto de las ratas.

Pero no adelantemos acontecimientos. Ni hace falta exponer más ideas perversas del señor Shelby respecto a su amada espo­sa Rachel, porque había tenido una, la definitiva, que lo tenía prácticamente enajena­do de gozo.

La gran idea.

Y era por esta idea que el señor Shelby tenía aquella tarde interés en saber si su esposa iba a salir (como siempre dejándolo a él en casa) y si tardaría mucho en marcharse. Le faltaba el vestido de ella. Lo demás lo tenía todo, pero le faltaba el vestido. Oh, bueno, también las joyas, pero eran fácilmente requisables en el despacho, sin que Rachel se diera cuenta. El vestido, el vestido era lo que interesaba.

Y finalmente, la señora Shelby salió de casa, muy peripuesta y decidida a pasarlo en grande con sus amigas, tomando el té y recurriendo a entretenimientos, chismorreos y minucias diversas a cuál más absurda e innecesaria en la vida de cualquier persona.

Solo en la casa, el señor Shelby, el buen Angus, regresó al dormitorio, abrió el armario, y posó su mirada en los vestidos de Rachel. Por supuesto ella tenía mejor surtido de vestuario que él, y había que admit­ir que no tenía mal gusto. En ella sí sabía gastarse bien el dinero.

Las vacilaciones del señor Shelby no duraron mucho: naturalmente eligió un vestido de esos fáciles de identificar, que fuese fácilmente recordable, que Rachel conservase desde bastante tiempo atrás, y ciertamen­te, de verano, es decir, de manga corta y con un considerable escote.

Lo encontró, naturalmente. Rachel había llevado aquel vestido muchas veces, era fácilmente recordable. Hizo un paquete con él, y pasó al despacho, abrió la caja fuerte, y sacó el cofrecito donde Rachel guardaba sus joyas y bisuterías diversas. Había piezas, tanto de las caras como de las de bisu­tería, que asimismo eran características, y que sin duda las amigas de Rachel las reconocerían en cuanto las vieran. Metió el cofrecito en una cartera de piel en la que también apretujó el vestido, cerró la caja fuerte tras retirar mil libras, dinero que Ra­chel siempre tenía allí en efectivo en reser­va para cualquier imprevisto, y salió de la casa.

Ajá, linda tarde.

Lindísíma tarde, sí señor.

¡Ah, el dulce placer de la venganza!

La venganza podía ser una cosa ruin, pero a Angus eso le te­nía sin cuidado. Estaba dispuesto a todo, y ya no se iba a detener absolutamente por nada.

En menos de diez minutos llegó a la tien­da donde tenía ya comprada y reservada una estupenda cámara fotográfica de reve­lado instantáneo, y que, incorporándole un flash podía hacer maravillas. Conse­guida la máquina, Angus salió de la tienda, paró un taxi, y se hizo llevar al Soho.

Una vez aquí, en este distrito londinen­se, se dirigió a pie a un bar cuyo nombre era The Old Pretty Fox (La Vieja Zorra Linda), y que, como las demás cosas componentes de su plan, ya tenía seleccionado previamente, de modo que sabía que era el centro de operaciones de una caterva de prostitutas que jamás ganarían ni podían haber ganado un premio de belleza. Ya ma­duritas, descaradas y procaces, hacía falta tener corazón de león para manejarlas. Él no lo tenía, cierto, pero tenía algo mejor: dinero.

Entró en La Vieja Zorra Linda, y, aunque todavía era un poco temprano para el negocio, divisó ya a varias prostitutas que tenían algo de zorra, algo de vieja, pero nada de lindas. Desde detrás del mostrador, el propietario miró a Angus con cierto in­terés, con curiosidad, más bien; lo había visto algunas veces por allí en los últimos días, pero no había ido con ninguna de las prostitutas, ni se había tomado el whisky que había pedido…

–Hola, buenas tardes  –saludó Angus.

–Buenas tardes, señor. ¿Un whisky?

–No… No es necesario esta vez. Mire, tengo que pedirle un favor.

–Ya –dijo el hombre, alerta.

–Necesito… –Angus se inclinó más so­bre el mostrador hacia el hombre del bar– necesito la puta más fea, vieja, asquerosa y desagradable en todos los sentidos que podamos encontrar, y se me ha ocurrido que usted, por su negocio y horario, podría decirme­ dónde encontrarla, o a qué hora sue­le venir por aquí. Y si pudiéramos localizarla por teléfono, mejor, ya que me gustaría hacerlo esta misma tarde.

–Hacer… ¿qué? –sonrió el hombre, desconcertado.

–El negocio. Oiga, cuanto más guarra y asquerosa, mejor. Le pagaré muy bien. Y a usted le daré una buena propina si me pone en contacto con ella rápidamente. ¿Qué le parece veinte libras?

Con la última pregunta en los labios An­gus dejaba ya sobre el mostrador la cantidad ofrecida. El hombre miró el dinero, mi­ró a Angus, volvió a mirar el dinero, lo atrapó de un manotazo y se lo guardó; acto seguido se fue al fondo del bar, donde estaba el teléfono. Estuvo hablando por el apa­rato durante un par de minutos. Luego, se dirigió al grupito de prostitutas, habló con una de ellas, y a continuación regresó ante Angus, ahora al otro lado del mostrador, acompañado de la furcia.

–Le he dicho a Molly que le dará usted diez libras si le acompaña.

–¿Es ella la que…? –se decepcionó Angus.

–No, no. Molly le llevará a donde vive Melissa. Fíjese si Melissa está ya vieja y repugnante que ni los piojos se atreven con ella.

–Caray –respingó Angus.

–¿Me dará usted diez libras, señor? –preguntó Molly.

Angus asintió. Salieron los dos del bar y Molly se adelantó unos pasos. Siguiéndo­la, Angus llegó finalmente ante un sucio y lóbrego portal, donde Molly se había detenido. Señaló hacia el interior, y dijo:

–Es el apartamento l-B, Spencer ya le ha dicho por teléfono que usted venía, y que paga bien, y aunque Melissa ya no ejer­ce le recibirá.

–Gracias –murmuró Angus, entregan­do las diez libras.

Segundos más tarde se hallaba ante la puerta del apartamento l-B, a la cual llamó.

Melissa abrió inmediatamente, y Angus, que hasta entonces se había sentido un poco­ decepcionado, se llevó el gran susto de su vida al ver a semejante esperpento repugnante.

–Pasa, cariño –dijo Melissa, con voz de aguardiente y mostrando unos horrendos y escasos dientes rotos.

Por un instante, Angus creyó que no po­dría mover los pies, que los tenía clavados al suelo. Luego, lentamente, entró en el apartamento, que olía a orines de bebedora de aguardiente, a mala comida y a sexo sucio. La puerta se cerró tras él, y se volvió a mirar de nuevo a Melissa.

Era lo más asqueroso que había visto jamás en materia femenina. Era increíble. Por supuesto estaba borracha, pero no en estado agudo, sino crónico; siempre debía de estar borracha. Le calculó unos sesenta y cinco años, y estaba tan gorda y al mismo tiempo tan flácida, que parecía una balle­na arrugada. Su rostro era un amasijo repugnante de maquillaje precipitadamente colocado, y se había pintado los labios de un rojo vivo que inspiraba vómitos. Además de faltarle varios dientes, tenía un ojo más pequeño que otro. Olía a sobaco de muerto mezclado con perfume rancio, y nada más de imaginar en qué condiciones debía de tener el sexo a Angus se le hizo una sima en el estóma­go. Gorda y flácida, vieja y borracha, su­cia y repugnante, la tal Melissa era, ni más ni menos, lo que él estaba buscando.

–¿Qué pasa? –rezongó Melissa–. ¿Te has quedado mudo de admiración?

A continuación se echó a reír. Se había puesto un conjunto “atrevido” de tejido transparente que consistía sólo en sujetador y bragas, y cualquier hombre, al verla de esta guisa, sólo podía tener dos opciones: echarse a reír o echarse a llorar…, y, en cualquier caso, acto seguido salir corriendo.

–Melissa –pudo hablar por fin Angus Shelby–, he venido a trabajar contigo y te voy a pagar muy bien si haces todo lo que te digo…

–¡Anda éste! ¡Claro que haré todo lo que me pidas! ¡Como que están los tiempos para andarse con remilgos, cuando consigo un cliente! Desde luego, tienes que ser bien especial, cariño, para querer acostarte conmigo. Pero en fin, lo que quieras: francés, el beso negro, me sodomizas… ¡Lo que quieras!

–No se trata de eso –rechazó amable­mente Angus–. Todo lo que quiero es to­marte unas fotografías.

Primero el asombro y luego la descon­fianza, y finalmente el interés apareció en los desiguales ojos de la prostituta.

–¿Cuánto me pagarás? –preguntó.

–Mil libras.

Melissa se quedó sin habla. Luego emi­tió un gritito ahogado, y por último excla­mó:

–¡Por mil libras hasta te dejo que me fotografíes el conejo, cariño!

–Bueno, ya veremos –sonrió Angus–. Por el momento, vas a ponerte un vestido que traigo, y te adornarás con unas joyas… Te pones todas las joyas. Ah, y te pones más colorete en la cara, y luego, encima, polvos blancos. Y quiero que te peines de un modo estrafalario…, con dos moñitos diferentes, uno a cada lado de la cabeza. Y te pintas más lo morros. ¿Me comprendes?

–Vamos, que quieres convertirme en un adefesio.

–Exactamente.

–¿Y de verdad no quieres…? –Movió la mano a la altura del sexo, con el dedo meñique y el pulgar extendidos–. ¿Eh?

–De verdad que no. Sólo quiero tornarte fotografías.

Quince minutos más tarde Melissa esta­ba preparada a gusto de Angus Shelby, ves­tida con la ropa de Rachel, y engalanada con las joyas auténticas y las de bisutería. De aquella guisa, Melissa era algo así como un exponente de la máxima repugnancia que podía llegar a inspirar una mujer.

–Perfecto –dijo Angus–. Ahora, imagínate que eres una gran modelo, joven y bella, y que ha venido a hacerte fotografías la revista Playboy para sacarte como la playmate del mes. ¿Me comprendes?

–¡Eso quiere decir que puedo enseñarte el conejo! –rió Melisa, mostrando las mella de su asquerosa dentadura.

–Puedes enseñarme lo que quieras, y hacer las monadas que quieras, y reír, y pasártelo en grande. Cuanto más disfrutes tú, mejor. Y piensa que vas a ganar mil libras, Melissa.

Melissa, la vieja y asquerosa prostituta retirada, se lució. Durante media hora; siempre sometida a la cámara de revelado instantáneo de Angus Shelby, estuvo realizando una actuación fabulosa…, y realmen­te sórdida y grotesca. Angus la fotografió más de cien veces, en diversas posturas pro­caces, fumando en pipa, sentada en el ino­doro con la ropa hasta la cintura, tendida en la cama haciendo clara oferta de su mer­cancía, de pie bailando y con las faldas arri­ba y sin bragas, blandiendo éstas en la mano. Le hizo fotografías arrodillada, senta­da, apoyada de manos en el asiento de una silla de modo que ofrecía el trasero…

Sin duda alguna, Angus Shelby consi­guió la colección de fotografías a todo co­lor más extraña, divertida y repugnante del mundo teniendo como modelo a la puta más asquerosa que se pudiera encontrar en el planeta Tierra.

Conseguido lo cual, y tras pagar a Me­lissa las mil libras prometidas, el señor Shelby se marchó, dejando a la puta cele brando su buena suerte echando otro trago de la botella de ginebra con la que había protagonizado varias fotografías. ¡Mil li­bras, caray! ¡Y sólo por enseñar el culo y los rizos pringosos!

 

Precisamente algunas de estas fotogra­fías fueron halladas por la Policía cuando, después de las fotografías del Gabinete Técnico y demás formalidades se pudo tocar el cadáver. Uno de los hombres de Gardiner se las entregó a éste, diciendo:

–Las hemos encontrado en un bolsillo de la chaqueta.

El inspector Gardiner miró las fotogra­fías, y quedó realmente pasmado; no supo qué hacer, si echarse a reír o a llorar. Lue­go, dirigió la mirada hacia el vestido y zapatos de mujer manchados de sangre que yacían cerca del señor Shelby, pero tuvo que comprender en el acto que el vestido no era el mismo. Estuvo unos segundos indeciso y, finalmente, se acercó a la señora Shelby, que permanecía sentada en un rincón del saloncito, sumida en sombrío silencio.

–Señora Shelby.

Rachel miró al inspector, que titubeó, pero sólo un segundo. ¡Qué demonios, se trataba de un asesinato escalofriante, con perversión, sadismo y hasta recochineo incluidos!

–¿Conoce usted a esta mujer? –ofreció Gardiner las fotografías.

Rachel palideció intensamente. Las tomó de un manotazo, y comenzó a romperlas furiosamente. Las habría desmenuzado si Gardiner no se hubiera apresurado a quitárselas de las manos, no sin tener que sostener una breve lucha que resultó ridícula, hasta el punto de que Gardiner enrojeció.

–No comprendo su actitud, señora –barbotó–. ¡Estas fotografías quizás estén relacionadas con el asesinato! Seguramente, la mujer que aparece en ellas ha tenido algo que ver con el crimen.

–¿Eso cree usted? –jadeo Rachel–. ¡Pues no! ¡He sido yo quien lo ha matado! ¡Yo! ¿Se entera? ¡HE SIDO YO!

A decir verdad, el inspector Gardiner no se inmutó. Ya hacía rato que la idea se ha­bía asentado en su cabeza: la señora Shelby había matado a su marido, se había quitado la ropa ensangrentada y los zapatos, se había bañado, se había perfumado y pues­to la elegante bata, y entonces, simplemen­te, fríamente, había llamado a la Policía. Sí, el inspector Gardiner había pensado esto, sólo que, por el momento, no se había atrevido ni a sugerirlo, pensando que tiem­po habría.

Todas las personas presentes en el saloncito se habían vuelto a contemplar la escena al oír los gritos de Rachel, a la que ahora miraban fijamente, no demasiado asombrados, igual que Gardiner.

–¿Usted lo ha matado, señora? –pre­guntó suavemente el inspector–. ¿Por qué motivo?

–¡Precisamente por estas fotografías! ¡El muy hijo de puta!

La voz de Rachel temblaba bajo los impulsos emocionales del odio, de la ira, la rabia infinita. Estaba lívida como un cadá­ver, y se oía el rechinar de sus dientes. Gardiner la estuvo mirando unos segundos con suma atención. Luego, la tomó suavemente del brazo y la sacó del saloncito, haciendo una seña a su ayudante, el inspector Haversham, que los siguió a ambos. Entraron los tres en el despacho, situado al otro lado del vestíbulo, y Haversham cerró la puerta y quedó apoyado de espaldas en ella. Gardiner ayudó a Rachel a sentarse en un sillón, y él se sentó frente a ella, ofrecién­dole un cigarrillo, que ella rechazó.

–No hay prisa, señora Shelby –dijo Gardiner–, pero tal vez le sentaría a usted bien desahogarse cuanto antes. ¿Quiere explicarme ahora lo que sucedió?

Rachel lo miró, aspiró profundamente y pareció serenarse de repente.

–Yo acostumbro salir casi todas las tar­des –explicó–, y esta tarde fue una de ellas. Cuando volví a casa esperaba encon­trar a Angus sentado en el saloncito, leyen­do, y la cena ya preparada en la cocina…

–¿Hacía él la cena?

–Bueno… Hace un tiempo que sí. Era un maldito gigoló que se había casado conmigo por mi dinero, así que poco a poco lo fui domesticando y dándole su merecido.

Gardiher y Haversham cambiaron una mirada. Para ellos la cosa estaba clarísima, el cuadro de la vida del fallecido señor Shelby apareció nítido en sus mentes.

–Ya –murmuró Gardiner–. Sí, com­prendo. Bien, llegó usted esperando encon­trar a su marido leyendo y la cena preparada en la cocina. ¿Y…?

–Él estaba sentado en el saloncito, en efecto, pero no estaba leyendo, sino bebiendo champaña. En cuanto me vio se echó a reír, y me dijo… me dijo que yo era una cerdita que se iba a quedar sola en su po­cilga, pues a él le habían tocado más de trescientas ­mil libras en las quinielas, y lo primero que iba a hacer era marcharse a París, buscarse una amiguita joven y encantado­ra, y matarse de gusto con ella, para olvi­darme cuanto antes…

De nuevo se miraron fugazmente Gardiner y Haversham, conteniendo éste una sonrisa como pudo. Gardiner preguntó:

–¿Estaba borracho su marido, señora?

–¡Claro que no! ¡Estaba más sereno que nunca, el muy canalla!

–Ah. Bien…, ¿qué pasó?

–Me dijo todo eso, y yo le dije lo único que podía decirle, claro está; que por mí podía irse al mismísimo infierno, y cuan­to antes mejor. Me replicó que ya lo tenía todo preparado, que esta misma noche se iba a un hotel, y que por la mañana parti­ría hacia París, y que si me había visto haría ver que no se acordaba, para no morir de asco. Y entonces fue cuando me enseñó las fotografías, y me dio el vibrador.

–El vibrador –carraspeó Gardiner–. El que él tiene todavía… puesto, ¿no es así?

–Sí. Yo se lo puse… ¡Maldito sea!

–¿Entiendo que se enfureció usted con las fotografías?

–¿Enfurecerme? ¡Me volví loca de ra­bia! ¡Y las que ni usted ni yo hemos visto todavía! Pero con las que vi tuve suficien­te.. Él se reía y me decía que el vibrador era el que había utilizado la puta de las fotografías, y que podía quedármelo para mis horas de soledad mientras él estaba en París… ¡Oh, Dios mío, me cegué, no pude soportarlo!

»Fui… fui a la cocina a por el cuchillo… Pero no, eso fue después, cuando él ya me había dicho lo de las dedicatorias. Fue entonces cuando fui a por el cuchillo, y cuando regresé de la cocina él estaba bebiendo champaña y todavía riéndose como un loco. Me acerqué a él y le… Bueno, comencé a darle cuchilladas, y me… Creo que me… me volví loca en ese momento, y por eso hice… lo que ustedes han visto…

Gardiner se estremeció.

–Realmente –murmuró– para hacer eso debió usted de perder por completo el juicio momentáneamente, señora.

–No lo sé –relucieron de pronto perversamente los ojos de Rachel–. Lo que sé es que disfruté muchísimo cuando le corté lo poco que tenía de hombre y le hice todo lo demás… Y luego, de pronto, me encon­tré desnuda en la bañera, quitándome la sangre. Bueno, simplemente terminé de arreglarme, me puse la bata…, y los llamé a ustedes.

Gardiner asintió, y volvió a mirar las repelentes fotografías.

–¿A qué dedicatorias se ha referido us­ted? –murmuró.

–Él me dijo… Me dijo que había hecho más de cien fotografías como éstas, y que las había enviado en sobre cerrado a todas nuestras amistades, así que las recibirán mañana. ¡Dios mío, no pude soportar eso, me volvió loca!

–No veo…

–¿Es que no se da cuenta de que esta mujer lleva un vestido mío y todas mis joyas? Aparece así en todas las fotografías, Angus me dijo que incluso en las que está utilizando el vibrador, y en otras haciendo deposiciones… ¡Dios mío, es la cosa más horrible que me ha sucedido en la vida!

–¿Qué decían las dedicatorias?

–Creo… recordar que él las había escri­to todas de su puño y letra, y decían… de­cían algo así: «Como quiera que Rachel se ha vuelto así de loca, fea, viciosa y guarra, la abandono; me voy a París a vivir la vida y el amor. Saludos de Angus.»

Gardiner y Haversham estaban sencillamente pasmados. Rachel temblaba violentamente, parecía presa de un ataque de epi­lepsia. Esto hizo reaccionar a Gardiner, que se puso en pie y dijo, amablemente:

–Lo mejor será que requiera la ayuda de personal médico para que la acompañen a usted, señora. Mañana seguiremos conversando.

–No crea que me arrepiento de lo que he hecho –jadeó la viuda–… Mañana, esas fotos circularán por todo Londres, y seré el hazmerreír de todas mis amistades y de las gentes a quienes les enseñarán las fotografías… ¡Pero él no será de los que podrán reírse!

Poco después, Rachel Shelby era retira­da en una ambulancia, acompañada por personal médico. Dentro de la casa, Gardiner y Haversham miraban la ambulancia, desde una ventana.

–Ha sido una venganza ruin y cruel por parte de Shelby, ¿no le parece, inspector –murmuró Haversham.

–Pues sí. –Gardiner apretó una sonri­sa–. Y yo diría que deliciosamente morbo­sa. Lástima que le ha costado un poco cara.

 

 CONTRAPORTADA DE UN EJEMPLAR DE LA ÉPOCA.

RECORDEMOS: HACE 25 AÑOS

contrapmorbo

 

 

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