MATAR POR MATAR

              LA SATÁNICA "FAMILIA" MANSON
     (versión libre sobre un hecho verídico)
 
Lo que desconcierta a muchas personas honradas
no es el resultado de ciertos juicios,
sino el simple hecho de que algunos juicios se celebren.
¿Para qué?
 
Una de las cosas que nunca debería hacerse es darle importancia y relevancia a la persona o personas que son capaces de cometer determinadas atrocidades. Sin embargo, el hecho cierto es que la atención, la curiosidad, o la fascinación de la gente son atraídas más por personalidades retorcidas que por personas de comportamiento corriente.
En el caso de Charles H. Manson, al que grotescamente se le denominaba Jesús o Dios, y también, al parecer más apropiadamente, Satán, la curiosidad está justificada, aunque eso sí, debería mantenerse dentro de unos límites muy estrictos, so pena de desorbitar su personalidad, lo que precisamente contribuye siempre a tergiversar las realidades.

Y las realidades, en este caso, son múltiples asesinatos.
Porque el señor Manson, a quien se le conoce preferentemente por ser el instigador del asesinato de Sharon Tate, dicho así, sencillamente, no era precisamente un debutante en delitos de sangre cuando ocurrieron estos hechos; anteriormente había sido considerado autor de otros tres asesinatos en las personas de un sujeto llamado Shorty, otro llamado Hillman, y, también, de un Pantera Negra del cual se ignora su nombre.
La sospecha de que una persona de esta catadura hubiera cometido muchos más delitos de toda índole no es descabellada, pues. El <viejo truco> de recurrir a la alegación de demencia o algo parecido para "justificar" los crímenes cometidos es rechazado cada vez más fríamente por la sociedad.
Cierto que el señor Manson era hijo de padre desconocido, que se crió de cualquier manera, y que su madre, al parecer, era una prostituta que no le hacía ningún caso (según él mismo, su madre era una cerda), pero es bien sabido que otras personas en sus mismas circunstancias no se han dedicado a la droga, las perversiones de toda índole, y el asesinato como refinamiento máximo.
¿Locura?
En cualquier caso, fue una locura que duró mucho tiempo, pues según todos los datos reunidos sobre Charles H. Manson éste no hizo en toda su vida ni una sola cosa buena.
Muchos se preguntan si la locura consiste en hacer sólo cosas criminales, habida cuenta de que una persona puede estar lo que suele llamarse loca y dedicarse (aunque sólo sea de cuando en cuando) a hacer algo bueno, como por ejemplo ayudar a una anciana a cruzar la calle, regalarle un caramelo a un niño, o escribir unos versos de amor puro y limpio. Es curioso que la locura se manifieste tan pocas veces de este modo.
A fin de cuentas, locura significa carencia de cordura, y no hay ninguna base sólida para que esa carencia de cordura genere únicamente cosas malas. Tan loco puede estar el que mata a un semejante como el que se juega la vida por salvar la de una hormiga. Pero, qué cosa tan curiosa, locos de estos últimos no existen, o, al menos, no son conocidos.
En cambio… ¿quién no sabe quién es Charles Manson?
Nacido en 1934, Manson no tuvo, ciertamente, una infancia feliz, de modo que no es de extrañar que se dedicara a pillerías diversas, tal vez para estar a la altura de sus circunstancias. Cuando fue detenido por hurto a los catorce años de edad, Charles dijo que se arrepentía, que no quería vivir más de aquella manera, que su madre era una cerda, etcétera. Se le buscó plaza en una Ciudad de los Muchachos en Nebraska, y el joven Charlie demostró muy pronto la sinceridad de sus palabras y la humildad de su comportamiento: antes de una semana escapó de la Ciudad de los Muchachos en una moto robada, que más tarde abandonó para robar un automóvil.
Es claro que pronto fue capturado y acto seguido internado en un reformatorio de Plainfield, en el estado de Indiana, del cual, cómo no, intentó fugarse multitud de veces. Era tan incordiante su presencia, tan subversiva su personalidad, que ni siquiera en los reformatorios lo querían, motivo por el que se pasó unos cuantos años rebotando de uno a otro, hasta que, finalmente, en mil novecientos cincuenta y cinco fue puesto en libertad.
Para entonces, el joven Manson tenía ya unas experiencias y unas actitudes que, cuando menos, chocarían a las personas llamadas corrientes y molientes.
Posiblemente fue su… riqueza sexual lo que convenció a la joven Rosalie Willis para que se casara con él. Esperaban un hijo cuando el joven Manson robó otro automóvil, actividad que al parecer le fascinaba. Cualquier cosa que no fuese "normal" fascinaba al joven Manson, cuya anormalidad seguía sin inclinarlo en ninguna ocasión a ayudar a una anciana, escribir versos o jugarse la vida por un pajarillo; ni tan siquiera a echar migas de pan al pajarillo.
La joven Rosalie aprovechó rápida y anhelantemente la ocasión del encarcelamiento de Manson para pedir y obtener el divorcio. ¿Se inmutó el joven Manson por este abandono y por el hecho de no conocer a su hijo? Cabe suponer que no demasiado, pues de haber sido así se podría pensar que al ser puesto en libertad habría buscado a Rosalie aunque sólo fuese para poder ver al hijo de ambos.
Sin embargo, lo que hizo Charles Manson fue iniciar ya formalmente una carrera pura y sencillamente delictiva que tuvo como consecuencia lógica el que varias veces volviera a ser encarcelado: robo de automóviles, drogas, traspaso de fronteras con fines inmorales, hurtos…
El catálogo era surtido.
Por fin, le agarraron por algo gordo de verdad, por lo que fue enviado a prisión durante diez años: falsificación de cheques. La condena pasó a cumplirla en la penitenciaría de Mc Neil Island, en el estado de Washington, y aquí permaneció hasta el mes de marzo de mil novecientos sesenta y siete, en que fue puesto en libertad.
Para cualquier persona, diez años es mucho tiempo, y no habría tenido nada de extraño que Charles Manson, ya con treinta y tres años de edad, hubiera dedicado parte de ese tiempo a reflexionar.
Y vaya si lo hizo.
No sólo reflexionó, sino que se dedicó al estudio. Mas no al estudio de contabilidad, fontanería, historia, repostería o mecánica del automóvil (ya que éstos le gustaban tanto), sino al estudio de cultos religiosos y/o similares. Especialmente los Ay/o similares@.
El resultado de estos estudios fue que cuando salió libre estaba convencido de que era algo así como un nuevo Mesías, un Profeta con un importante mensaje que el mundo estaba esperando. Una de las profecías que se dignó realizar fue la de una inminente lucha a muerte entre negros y blancos, lo que estaba muy dentro de su línea mental, ajena a cualquier concesión a la hermosura de vivir, a la paz, al amor, y a salvar pajarillos.
Sin embargo, sorpresivamente, pareció que algo cambiaba, por fin, en el ya no tan joven Manson: se dedicó a componer canciones de amor, dulces hasta el infinito, en las que hablaba de tantas cosas hermosas que, de haberlas llevado a la práctica, el mundo habría cambiado y hoy toda la humanidad sería feliz gracias al señor Manson.
Convencido de que traía mensajes que debían ser escuchados por medio de sus canciones, y tras dar unos cuantos tumbos de un lado a otro, Manson decidió trasladarse a California, meta de todos quienes querían triunfar en el mundo del arte del espectáculo. Pero, claro está, él no podía ser un simple espectáculo, por bueno que fuese; tenía que ser algo más, o, mejor dicho, mucho, muchísimo más.
Tenía que ser algo especial, tenía que ser un Maestro, un Guía, un Redentor, y mil cosas más, por supuesto todas ellas tendentes a encumbrarlo por encima del resto de los humanos. La certidumbre de que él era especial y llamado a cumplir grandes consignas de la Vida era tal que no podía digerir el menor rechazo o contrariedad.
Y mientras tanto, entre canción y canción de amor, entre drogas, sexo y misticismo, iba consiguiendo adeptos, personas que creían o decían creer en él como un Maestro. Poco importaba que la sociedad en general rechazara al señor Manson: ellos, los hippies que se le habían unido tras haber perdido el significado de todos los conceptos hippies auténticos, creían en él, le seguían y adoraban.
Así, la "familia" fue aumentando y, finalmente, incubando en su corazón odios y rencores alimentados por continuas insatisfacciones personales, el Maestro se instaló, con su "familia", en las montañas de Santa Susana, cerca de Bel Air, próximo a Los Ángeles. El "domicilio" elegido fue un lugar llamado Spahn Movie Ranch, un lugar que había servido para filmar escenas de películas del Oeste, y que a la sazón se hallaba abandonado.
Y aquí, en un ambiente de Far West peliculero, Charles H. Manson se fue definiendo como líder indiscutible del ya relativamente numeroso grupo que se había formado a su amparo inicial. En total, unas dos docenas de personas, de las cuales solamente seis eran mujeres. Mujeres que, naturalmente, estaban a disposición de la comuna, es decir, que hacían el amor (o más apropiadamente, fornicaban sin tregua) con cualquiera de los hombres que así lo deseara, por más que ellas preferían al muy sapiente Maestro, que al parecer podía hacer el amor maravillosamente, o, con más propiedad y utilizando una expresión entusiasta de sus seguidoras y adoradoras, podía hacer el amor de un modo deliciosamente bestial, o bestialmente delicioso.
Y esto era todo lo que hacía el señor Manson.
Esto, consumir drogas, cantar canciones de amor que fuera de la comuna evidentemente nadie sabía apreciar, y vivir a costa de sus discípulos, que se dedicaban a las pillerías necesarias para que nada faltase a la comunidad. Es decir que robaban sin empacho alguno, pues claro está, no iban a denigrarse ellos y denigrar a la Vida y a su Maestro trabajando unos y otros. Por tanto, sus necesidades las satisfacían utilizando el dinero robado a quienes sí trabajaban para vivir, cosa que, al parecer, era de una lógica mesiánica indiscutible.
En cuanto a las mujeres, sin excluir el robo, conseguían dinero de un modo eminentemente vulgar y en absoluto enaltecedor ni divinizador para ellas ni para su Dios Manson: prostituyéndose.
Y ellas, a juicio de Manson, no eran unas cerdas, como lo había sido su propia madre, definida como borracha y prostituta.
No señor, las discípulas de Charles H. Manson se prostituían, pero no eran unas cerdas, porque ellas, pobrecillas, recurrían a su cuerpo no con fines perversos, sino simplemente para obtener con qué cubrir sus necesidades de comida, drogas diversas como la marihuana y el LSD., y los caprichos de su Divino Maestro, a la espera siempre de que éste se dignara tomar a una de ellas, muchas veces en público, teorizando sobre lo excelso del acto sexual y enloqueciéndolas de puro deleite y éxtasis amatorio y espiritual.
Es significativo el hecho de que Manson supiera a quiénes elegir para cada una de sus disposiciones, pues implica la lógica presencia en su "familia" de elementos que, en determinado momento de la trayectoria de aquella vida comunal, no estuvieran ya demasiado seguros de que aquel ser barbudo, drogadicto, cantautor rechazado y diablo sexual fuese realmente un Profeta al cual debían someterse en cuerpo y alma.
Cosa que sorprendía grandemente al señor Manson, porque… ¿acaso no era él quien habíase convertido en el Profeta por excelencia de la Nueva Cultura, además de haber fundado la secta High Ashbury?
¿Qué más le podían pedir?
Y especialmente… ¿no había creado aquellas canciones destinadas a difundir el amor por todo el mundo?
Sin embargo, cosa extraña, sus canciones no fueron aceptadas para ser grabadas. ¿A qué podía deberse esto, sino a la maldad y la envidia humanas?
Por ejemplo, Terry Melcher, el famoso hijo de la todavía más famosa Doris Day. A juicio de Charles Manson, si Terry Melcher hubiera sido una persona honesta habría apoyado y hasta patrocinado su lanzamiento mundial como el cantautor del amor universal. Pero, evidentemente, Terry Melcher no debía de ser nada honesto, puesto que se había negado a tener ninguna clase de relación con Charles Manson.
Envidia y maldad, pura y simplemente.
¿Y acaso la envidia, y sobre todo la maldad, no merecen un adecuado castigo?
Para cualquier mente humana los procesos mentales de Manson en aquellas fechas sólo podían definirse como deseos de venganza. Para él era justicia divina; es claro, sólo podía ser divina, puesto que él era un dios. Un dios justiciero.
De modo que puso en marcha la máquina de su justicia.
La noche del ocho de agosto de mil novecientos sesenta y nueve Manson tenía ya las ideas bastante claras al respecto, y había elegido a los ejecutores de su sentencia.
Eran las siguientes personas:
 
* Charles Watson, un tejano ex universitario y ex jugador de rugby, alto, fuerte, inocente y dócil, de bello y hasta enternecedor aspecto.
Era especialmente interesante lo de la docilidad, la obediencia, y en este sentido no cabía dudar de la elección, pues el gigante Watson adquiría características de bobo cuando su "maestro" se dirigía a él.
 
* Patricia Krewinkel, hija de divorciados, educada en la religión baptista incluidos cantos en el coro de la capilla. Pero esto había sido en la infancia, claro. En la actualidad Patricia era pura y simplemente una drogadicta, amante apasionada de Manson, y prostituta siempre que hacía falta, por no mencionar otras pequeñas habilidades.
Se puede decir que la señorita Krewinkel había alcanzado un grado no ya de inmoralidad, sino de amoralidad, que era realmente digno de estudio.
 
* Linda Louise Kasabian, hija de padres solteros, nacida en Milford, New Hampshire.
Apenas cumplidos los diecisiete años, y tras un pequeño "rodaje", Linda se había casado, para divorciarse a los cuatro meses escasos de matrimonio. Era muy hermosa, y había quedado prendada de Charles Manson desde que éste la poseyera magistralmente; a partir de ese momento se dedicó a seguir a su fantástico maestro fornicante, dando al olvido sus anteriores contactos hippies.
No había nada que la señorita Kasabian no fuese capaz de hacer.
 
* Susan Denise Atkins, hija de padres alcohólicos, descarriada desde tierna edad, componente de diversas cuadrillas de hippies, nostálgica de sus más que juveniles sueños de convertirse en una gran bailarina que aparecería en el grupo de June Taylor en los mejores programas de televisión, empezando, claro está, por el de Jackie Glason.
Había dado muchos tumbos antes de tener la fortuna de integrarse en el grupo del divino maestro.
 
Estas cuatro personas habían sido las elegidas por Charles Manson para proceder a la aplicación de la justicia contra Terry Melcher, el cual, según las últimas noticias, vivía en la espléndida mansión llamada Benedict Canyon, en el lujoso barrio residencial de Bel Air.
Incluso en esto estaba desorientado Manson, pues Terry Melcher ya no vivía allí.
Pero no es sorprendente este error en quien, mientras cantaba canciones de amor acompañándose de la guitarra, se consumía de odio y deseos de venganza. Sentimientos ambos que, hasta cierto punto, pueden ser comprendidos, pues son humanos. Sólo que en la mayoría de las personas no pasan de ser sentimientos, y pocas veces se llevan a un desahogo.
Charles Manson sí quería llegar al desahogo, a la satisfacción de su odio y su venganza. Y una vez más demostró su catadura: en lugar de proceder personalmente a ello, corriendo aunque fuese un mínimo riesgo, recurrió a las cuatro personas citadas, respecto a la fidelidad de las cuales no tenía ninguna duda.
Los llevó a un aparte de la comunidad, los tuvo un rato en un cobertizo cantándoles canciones de amor, siempre acompañándose a la guitarra, y terminó con una creación de The Beatles.
Mientras tanto, claro está, sus fieles seguidores se habían drogado adecuadamente con las generosas dosis de LSD que él acababa de facilitarles, y cuando comenzó a hablarles de las maldades humanas que rodean y acechan a los seres puros como ellos se lo habrían creído todo.
Y todo se lo creyeron.
Cuando entregó una pistola a Watson y cuchillos a las mujeres, la admiración de sus cuatro siervos era tremenda. Siguiendo sus últimas indicaciones, se pusieron unos monos negros y se dispusieron a llevar a cabo el acto de justicia.
Las órdenes al respecto estaban clarísimas: absolutamente nadie debía quedar vivo en la mansión de Bel Air cuando ellos la abandonaran.
Con esta consigna bien ubicada en sus drogadas mentes de por sí ya dóciles a los mandatos del Maestro, Watson y las tres chicas abandonaron el Spahn Movie Ranch, y, para trasladarse a Bel Air, robaron un automóvil.
Todo estaba muy en la línea del señor Manson, incluido el robo de un automóvil.
Alucinados y convencidos de su celestial misión, los cuatro procedieron a seguir todas las instrucciones: robaron el coche, se trasladaron a Bel Air, localizaron Benedict Canyon, y entraron en la finca, cortando prontamente la línea telefónica.
Había luz en la mansión, y frente a ésta relucían algunos automóviles estacionados.
La idea era acceder al interior de la casa por alguna de las ventanas que sin duda hallarían abiertas, dada la época del año. Y hacia la casa se dirigían cuando, justo al pasar junto a un coche estacionado aparte de los que se veían frente a la casa, apareció un hombre, que se llevó el lógico sobresalto ante el más que inesperado encuentro.
Charles Watson resolvió rápida y eficazmente el problema que representaba la intervención del inesperado personaje: alzó el revólver y le disparó tres veces, derribándolo muerto.
Asunto resuelto.
Pero incluso en las condiciones en que se hallaban los cuatro tuvieron que pensar en la posibilidad de que los disparos hubieran sido oídos, y permanecieron inmóviles esperando por si se producía alguna reacción en la casa.
No hubo reacción alguna.
Convencidos y tranquilizados, los cuatro reanudaron la marcha hacia el edificio principal, y, en efecto, pronto encontraron una ventana por la que acceder al interior. Muy pronto se hallaron en una sala en la que había dos personas dormitando en un sofá. Dos de las cuatro personas que había en la casa aquella noche: Abigail Folger, bella muchacha de veintiséis años y heredera de la Folger Coffee, y el acaudalado Wojtek Frokowsky, su novio.
Los dos fueron rudamente despertados, y Abigail estuvo a punto de desmayarse cuando vio a los cuatro personajes vestidos de negro, rostro iluminado por la droga, y armados de cuchillos y una pistola.
–¿Qué? –dijo Watson–. Estabais jodiendo, ¿verdad?
–Mátalos ya –dijo una de las acompañantes.
Frokowsky respingó al oír esto, y recurrió inmediatamente a la poderosa arma que siempre utilizan los ricos, generalmente con éxito: ofreció dinero.
–Esperen –jadeó–… No tienen por qué hacernos daño, les daremos lo que deseen… ¡Puedo darles mucho dinero!
–¿Sí? –sonrió siniestramente Watson–. ¿Cuánto dinero?
–Mucho… Déjenme coger mi billetera, y verán que no les miento…
Charles Watson miró entonces vivamente hacia la puerta que cerraba aquel salón, tras la cual había escuchado voces. Se deslizó hacia ella, la abrió, y casi se dio de bruces con el hombre que, evidentemente, acudía a su vez a ver qué ocurría en aquel salón. Watson alzó la pistola y apuntó al hombre, que palideció intensamente y quedó inmóvil.
No era ningún héroe. Se trataba de Jay Sebring, el famoso peluquero de las estrellas cinematográficas más rutilantes del momento.
Los dos hombres estuvieron quietos un instante que pareció eterno, hasta que Watson ordenó:
–Venga, entra aquí con los demás.
Sebring no acertaba a moverse. Parecía fascinado por la pistola; era talmente como si el arma tuviera la facultad de paralizarlo. Pero reaccionó cuando Watson inició un gesto en el que palpitaba la violencia, y se dispuso a obedecer al drogado tejano.
Entonces éste vio a la otra mujer, que se hallaba sentada en un sillón, ataviada con unas vaporosas ropas que Watson no habría sabido decir si eran de vestir o de dormir.
–Ella también –dijo Watson–… ¡Tú, ven aquí!
Tampoco la mujer del sillón acertaba a moverse.
Estaba embarazada (de ocho meses), lo que era más que visible, por supuesto. Watson todavía no la había identificado, todavía no sabía que se hallaba en presencia de la fulgurante actriz cinematográfica Sharon Tate. Sólo vio una mujer, una persona más de las que había en aquella casa, una más de las personas que debían morir aquella noche.
–¡Te digo que vengas aquí! –exigió.
–Escuche –dijo con voz aguda Sebring–, ella está embarazada, le ruego que sea considerado…
–¡Cierra la boca, cerdo!
Por supuesto que Jay Sebring cerró la boca. Y por supuesto que la actriz Sharon Tate, ante la amenaza de la pistola en manos de aquel gigante que por sí solo parecía capaz de arrasarlo todo, se alzó del sillón y se acercó a los dos hombres.
–¡Pasad todos aquí! –ordenó Watson, apartándose.
Cuando Sharon Tate y Jay Sebring entraron en el salón donde estaban sus dos amigos y las tres intrusas, una de éstas deslizaba el filo del cuchillo por el rostro, cuello y pecho de Abigail Folger, la cual, pura y simplemente, estaba al borde del desmayo debido al espanto que sentía. El pánico de Frokowsky era tal que incluso había dejado de ofrecer dinero.
–¡Atadlos a los cuatro! –ordenó Charles Watson.
Una cosa que parecía simple no lo fue tanto, pero finalmente los cuatro quedaron atados, y tirados en el suelo. Watson tenía aquella noche su vena de sádico, y comenzó a maltratar a los indefensos personajes, tanto de palabra como de obra.
Los cuatro estaban tan aterrorizados que no había forma de que reaccionasen con un mínimo de acierto.
Tal vez, sólo tal vez, si no hubiesen estado tan asustados podrían haber logrado prolongar la situación a la espera de hallar alguna salida a la misma, o de hacer una oferta que hubiera interesado a los intrusos, o, ¿quién sabe?, convencerlos de algún modo en cuanto el efecto crítico de la LSD hubiera cedido…
Pero realmente la situación era horrible.
Los cuatro jóvenes drogados y vestidos con monos negros parecían seres de otro mundo mucho más horrible que el nuestro, y, para terminar, ninguno de los cuatro rehenes era precisamente un héroe.
Finalmente, Jay Sebring no pudo resistir más la tensión, y se puso a llorar, lanzando unos alaridos increíbles, escalofriantes.
–¡Cállate! –le gritó Watson.
Jay Sebring no sólo no se calló, sino que arreció en sus llantos y gritos. Charles Watson le apuntó con la pistola y masculló:
–Maldito cobarde repugnante…
Con un solo disparo abatió a Jay Sebring, que murió en el acto.
Wojtek Frokowsky, que mientras tanto había estado dando tirones a sus mal colocadas ligaduras, consiguió soltarse lo suficiente para ponerse en pie, y echó a correr hacia la puerta, olvidado de todo lo que no fuese su propia vida, su salvación.
Salvación que no llegó a realizarse.
Watson le apuntó a la espalda y disparó por tres veces, siempre alcanzando al joven, que lanzó alarido tras alarido a cada balazo encajado mientras rodaba por el suelo.
Cuando quedó inmóvil y dejaron de oírse los disparos, hubo un instante en que reinó en el salón un silencio propiamente de muerte. Hasta que, por fin, una de las "discípulas" dijo:
–¡Bien hecho, Charlie!
–¿Y qué hacemos con estas dos? –preguntó otra.
–También hay que matarlas –recordó la tercera.
Las desorbitadas miradas de Abigail Folger y Sharon Tate iban de una a otra muchacha a medida que hablaban. Sin duda debía de parecerles que todo era una horrenda pesadilla, sin la menor base real.
Pero las realidades se impusieron.
Las realidades representadas y determinadas por los cadáveres de Sebring y Frokowsky.
Abigail emitió un extraño gemido como de triunfo y al mismo tiempo de espanto cuando a su vez logró liberarse de las tan mal colocadas cuerdas, y echó a correr buscando también ella la salvación.
Charles Watson disparó una sola vez, pues en ese momento estaba recargando el revólver, y tuvo que actuar precipitadamente. Una sola vez que fue suficiente: Abigail Folger recibió el balazo en la espalda, gritó más fuertemente que nunca, y cayó al suelo… Su dolor y su miedo se convirtieron en espanto infinito cuando vio a las tres muchachas vestidas de negro abalanzarse hacia ella cuchillos en ristre.
Tal vez, por un instante, pudo pensar que eso no podía ser, que no podía suceder, que en algún momento aquel horror iba a terminar.
Pero cualquier esperanza que todavía tuviera, por pequeña que fuese, bien pronto se esfumó: las tres discípulas de la satánica familia cayeron sobre ella y procedieron a acuchillarla brutalmente.
Todavía, Abigail pudo gritar unas cuantas veces, pero muy pronto quedó muda para siempre…, mientras se oían ahora los histéricos alaridos de Sharon Tate y saltaban al aire grandes manchurrones de sangre como a presión por el cuerpo de la desdichada Abigail.
Sin embargo, el juego estaba apenas comenzando, porque las tres satánicas no se detuvieron cuando Abigail Folger estuvo muerta, sino que prosiguieron con su agresión, la cual culminaron sometiendo a espantosas mutilaciones a la rica heredera que ni siquiera una hora antes había estado disfrutando de la vida y del amor.
Cuando Patricia Krewinkel, Susan Atkins y Linda Kasabian se apartaron de Abigail Folger, el espectáculo era absolutamente irresistible para una persona normal.
Charles Watson contemplaba como maravillado, tal vez en éxtasis, los restos bestialmente mutilados de la rica heredera. Sharon Tate había recurrido a la única defensa posible ante aquel escalofriante hecho: había cerrado los ojos, y sollozaba ahora contenidamente, pero con tremendos estremecimientos en todo su cuerpo. Quizá pensaba que si no hacía ruido podría pasar desapercibida, que se olvidarían de ella…
Y entonces oyó la voz de Watson:
–Terminad. Ahora ella.
Sharon Tate abrió los ojos, profiriendo un grito de terror. "Ella" sólo podía ser ella misma, no quedaba nadie más. Con expresión desorbitada miró al tejano, que la contemplaba ahora con expresión idiotizada.
Linda Kasabian, quizá debido a que también ella se hallaba en estado de gravidez, propuso:
–Podríamos dejarlo ya.
Watson le dirigió una mirada colérica.
–¿Qué dices? –rugió.
–Ya hemos hecho bastante, Charlie. Y ella está esperando un hijo.
–¿Y eso qué? ¿No recuerdas las órdenes de él? ¡Nadie debe quedar vivo en esta casa! ¡Nadie!
–Pues hazlo tú, si quieres. Toma mi cuchillo, a ver cómo lo haces.
Watson miró el revólver que empuñaba, miró el cuchillo, y captó el cierto desafío que había en las palabras de la muchacha. Ciertamente, no era lo mismo la comodidad y la pulcritud de matar a una persona apretando el gatillo de un revólver que clavándole un cuchillo en el cuerpo.
–¿Qué? –le miró con sorna Susan–. ¿Lo haces o no?
Dicho esto, Susan Atkins le ofreció también su cuchillo. Charles Watson guardó el revólver en un bolsillo del mono, tomó el cuchillo, y se arrodilló junto a Sharon Tate, que era la única que no había logrado desatarse.
La actriz vio el cuchillo por encima de su cuerpo, y gritó.
Todavía gritó más cuando recibió la segunda cuchillada.
Y al recibir la tercera.
Había en el aire horribles manchas de sangre y la palpitación de gritos de tonos inhumanos. Los desorbitados ojos de la actriz giraban enloquecidos de dolor y horror. Tal vez había en su mente la idea de que aquella escena, tan adaptable a las películas de terror de su marido, el director Roman Polanski, iban a terminar de un momento a otro.
Sí, seguramente de un momento a otro se oiría la palabra <¡corten!>, y todo habría terminado, ella regresaría a la realidad, volvería a ser la actriz mimada, recibiría felicitaciones por su interpretación de mujer acuchillada por un sádico drogado…
Pero nadie dijo <¡corten!>.
La actriz estuvo esperando en vano la palabra salvadora.
Había nacido en Dallas, Texas, y muy pronto demostró su afición al mundo del cine, contando, eso sí, con la oposición de su padre, militar de carrera, que sin duda opinaba que había muchas otras cosas que podía hacer una hermosa e inteligente muchacha como Sharon.
Pero los destinos tienen su trazo inapelable, y Sharon comenzó a despuntar un poco cuando en Verona, ciudad italiana donde estaba a la sazón destinado su padre como miembro del Servicio secreto de la O.T.A.N., consiguió el título de Miss OTAN. Esto era la gota que rebosaba el vaso, pues ya Sharon había vencido en otros concursos de belleza, si bien locales, en Estados Unidos.
De regreso a su país, la muchacha insistió, se trasladó a Los Angeles, y no dudó en aceptar los malos tiempos trabajando de camarera y en otros empleos menores por poco dinero y ciertamente todavía por menos gloria.
Lentamente, fue introduciéndose, hasta conseguir formar parte del grupo de muchachas que pretendían un papel en la serie <<Petitcoat>> de televisión, pero quizá no habría conseguido nunca nada realmente positivo si sobre todo un hombre no se hubiera fijado en ella.
Ese hombre era Martin Ransohoff, jefe de producción de los estudios de la Metro Goldwyn Mayer, que finalmente llevó a la muchacha a presencia del todopoderoso Samuel Goldwyn, el cual se hallaba en una situación crítica, pues comenzaba una crisis cinematográfica que ya no pararía hasta que se procediera a una solución bien razonada, quizá no rompiendo viejos formatos, pero sí adaptándolos a unas ciertas nuevas exigencias de la industria, o, por mejor decir, del público, como siempre.
La belleza de Sharon Tate conmovió a Samuel Goldwyn, que pese a todo no las tenía todas consigo. Ransohoff le aseguró que él podía convertir a Sharon en la nueva estrella fulgurante del firmamento cinematográfico de Hollywood.
¿Qué necesitaba para ello?
Poca cosa: un poco de tiempo y un mucho de dinero.
Samuel Goldwyn se arriesgó.
Lo del tiempo era relativamente importante, pues urgía presentar nuevas caras que atrajesen masas. Lo del dinero también era relativamente importante, pero secundario, pues ya es sabido que cualquier ganancia requiere una previa inversión, por mínima que ésta sea.
Aunque no fue mínima, en el caso de Sharon Tate, pues durante más de dos años la Metro estuvo pagando una promoción de la actriz que ascendió a más de un millón de dólares…, mientras Sharon asistía al famosísimo Actor’s Studio para aprender y hacía pequeños papeles en televisión para ser observada a fin de comprobar si, realmente, estaba aprendiendo y valía la pena el lanzamiento definitivo.
Y valió la pena.
Sharon fue lanzada con honores estelares en la película El ojo del diablo, a la que siguieron otras como No hagan olas y El valle de las muñecas, interviniendo junto a actores y actrices de la talla de Tony Curtis, David Niven, Deborah Kerr, Susan Hayward… La Metro Goldwyn Mayer comenzó a resarcirse del dinero gastado, y con creces. La nueva estrella brillaba de modo rutilante, y los beneficios compensaron de sobra todas las dudas y las preocupaciones anteriores.
Pese a esto, el menudo director de origen polaco, Roman Polanski, no quiso saber nada con Sharon Tate cuando se la propusieron para El baile de los vampiros, alegando (con cierta razón, y hasta cierto punto, es obvio) que la señorita Tate era básicamente y hasta quizás integralmente un producto de los laboratorios cinematográficos. La aceptó de mala gana cuando de nuevo intervino Martin Rosonhoff velando por su pupila, imponiéndola como estrella para la película en cuestión.
Sin embargo, una cosa era el cine y otra cosa era la realidad. Y la realidad, la simple realidad humana, era que Sharon Tate hechizó al señor Polanski con su belleza…
Belleza que aquella noche de agosto de mil novecientos sesenta y nueve estaba haciendo trizas un engendro drogadicto, fanático, criminal sobre todo, llamado Charles Watson. Sharon Tate ya no podía pensar en nada, ni esperar nada, porque su vida estaba terminando (había terminado ya) bajo las feroces cuchilladas que estaban haciéndola trizas, destrozando un belleza indiscutible.
Lejos, perdidos para siempre, estaban los días de gloria y los días de amor.
Del amor que finalmente había surgido entre ella y Roman Polanski, y que los impulsó al matrimonio, pues si el señor Polanski había quedado hechizado por la actriz en lo personal, ella quedó asimismo fascinada por la personalidad del director cinematográfico. Con más de seiscientos invitados se celebró la boda el día veinte de enero de mil novecientos sesenta y ocho en el Playboy Club de Londres, y todos los medios de comunicación se hicieron eco del acontecimiento.
Tras la boda, la pareja fijó por el momento su residencia en Inglaterra, a la espera de que Sharon cumpliese el contrato que la ligaba a la película Trece, en la que compartía honores estelares con Vittorio Gassman, y que habría de ser la última, pues la actriz había quedado prontamente encinta, y la decisión del matrimonio fue que, al terminar la película, ella se trasladaría a Estados Unidos, donde deseaban que naciera su hijo…
Pero este hijo no nació.
No nació porque, lejos de las fechas de gloria, felicidad y alegría, el enloquecido Charles Watson seguía clavando el cuchillo una y otra vez en aquel cuerpo bello en su maternal estado. Un cuerpo mórbido que una y otra vez, hasta dieciséis, fue reventado por las espantosas cuchilladas que ya habían terminado con la vida de una actriz, de una mujer, de una madre… que jamás llegó a serlo.
Cuando Charles Watson, posiblemente regresando de lo que podría definirse como un cortocircuito mental, dejó de apuñalar a Sharon Tate y se puso en pie, el espectáculo era absolutamente infrahumano.
–Bueno –dijo Watson–, ya está.
–Voy a sacar a éstos al jardín –dijo una de las muchachas.
–Buena idea. Venga, ayudadla.
–Pero no vamos a sacar a los cuatro –dijo Susan–. Con dos será suficiente para adornar el jardín.
Sacaron a Abigail Folger y a Wojtek Frokowsky, sin duda satisfechas con la idea del espectáculo que representarían al día siguiente en su estado horripilante. Cuando regresaron al interior de la casa, Patricia estaba tan manchada de sangre que fue en busca de una toalla, que utilizó para limpiarse las manos. Luego, siguiendo un impulso, volvió a salir al jardín, empapó la ya ensangrentada toalla con la sangre de los dos jóvenes, y fue a escribir con tan macabra brocha la palabra pig (cerdos) en la puerta de la mansión.
¡Qué idea tan genial!
Finalmente, regresó al salón, donde los demás, por cierto, no estaban perdiendo el tiempo. Watson había saqueado los bolsillos de Jay Sebring, y Susan y Linda estaban terminando de pasar una cuerda por uno de los brazos de la lámpara del salón.
La diversión continuaba.
En uno de los extremos de la cuerda se hizo un nudo corredizo por el que se pasó la cabeza de Sharon Tate, cuyos desorbitados ojos clamaban al cielo por la monstruosidad cometida. El nudo fue apretado en torno al tronchado cuello de la actriz, y luego ésta fue izada, como si de ahorcarla se tratase. Seguidamente se procedió a hacer lo mismo con Jay Sebring, de modo que ambos quedaron ahorcados después de muertos, cada uno a un extremo de la misma cuerda.
En el supuesto de que hubiera algo que pudiera no ya disculpar, pues eso era imposible, sino tan sólo hacer mínimamente comprensible los actos que aquella noche cometieron aquellas cuatro personas, ese algo sólo podría ser la droga ingerida, pues de otro modo ni siquiera la locura podría impulsar a unos seres más o menos humanos a cometer actos de tal crueldad, salvajismo y horror.
O la droga o, simplemente, que Charles Watson, Susan Atkins, Patricia Krewinkel y Linda Kasabian eran fundamentalmente malvados y perversos.
Tras gozarse del espectáculo, la mísera cantidad de dinero recaudada (solamente ochenta dólares escasos, pues ni siquiera tenían luces mentales para buscar más en sitios adecuados de la casa), y las buenas ideas que uno y otras habían tenido para hacer allí "un buen escarmiento", el cuarteto enviado por Satán a Benedict Canyon abandonó esta propiedad y emprendió el regreso a Spahn Movie Rach, por supuesto en el coche robado.
En aquel remedo del salvaje y a veces romántico Oeste, esperaba con impaciencia mal contenida el creador-promotor de la atroz matanza, quien se apresuró a aislarse con sus discípulos preferidos para que éstos le explicasen cómo habían ido las cosas.
¿Se escandalizó el señor Manson cuando se enteró de que Terry Melcher no había sido una de las víctimas? Porque, volviendo a la casi inasible teoría de que pueda ser comprensible el odio y la venganza, estaba bien claro que aquella noche no se había satisfecho ni uno ni otra, ya que las víctimas no tenían nada que ver con la vida, rencores, fracasos y turbulencias mentales del señor Manson. Lo mínimamente lógico habría sido, cuando menos, mostrarse contrariado por el fracaso de la operación venganza-rencor-odio, y, siempre admitiendo que pueda haber alguna lógica en estos casos, programar, para cuanto antes fuese posible, la muerte de Terry Melcher, sin fallos esta vez.
Pues no.
Evidentemente, no, porque el señor Manson, tras escuchar el florido y gozoso relato de lo ocurrido en Benedict Canyon, lo que dijo fue que el "trabajo" le parecía una chapuza, que no sabían hacer las cosas, y que, para enseñarles, él les acompañaría en la próxima incursión de justicia.
¿No era esto pura y simplemente el mal por el mal?
Pero aún hay más: la elección de las siguientes víctimas de la "justicia divina purificadora" se hizo utilizando un listín telefónico, por supuesto de la zona donde sólo vivieran repugnantes seres que vivían en el pecado, en la molicie y en los excesos de la carne y todos los vicios que puede proporcionar el dinero.
Gozosos por el alto cometido de sus vidas, la familia se retiró a descansar, pues la jornada había sido larga y dura.
Y descansando debían de estar cuando, a la mañana siguiente, una de las empleadas externas de la mansión de Benedict Canyon, la señora Winifred Chapman, llegó a la mansión dispuesta a atender sus obligaciones. Cuando vio a Abigail Folger y Wojtek Prokowsky en el jardín, rígidos, ensangrentados, cadáveres, recuerdo patético de dos vidas perdidas, la señora Chapman se llevó, es fácil de comprender, el susto de su vida.
Poco después, el mismísimo Ed Davies, jefe de la Policía de Los Ángeles, hacía acto de presencia en Benedict Canyon, para atender personalmente el asunto, que, en principio, y en base a la malicia inevitable de los seres humanos, se sospechó que pudiera ser el resultado de una insólita masacre–orgía entre los cuatro personajes centrales del drama. Para nadie era un secreto que Sharon Tate y Jay Sebring habían sostenido un apasionado romance antes de que la actriz se casara con Polanski, el cual, por otra parte, se hallaba ausente.
Así pues, parecía admisible la teoría de una infidelidad en la que intervinieran drogas y otra pareja para amenizar la velada. Las drogas habían enloquecido a los participantes, y la señorita Folger y el señor Prokowsky habían matado a Sharon Tate y a Jay Sebring, y luego, en el jardín, dementes totales, en el paroxismo de la oscuridad mental, se habían matado uno a otro…
Pero tras estas primeras brutales especulaciones la Policía fue encauzando las cosas más acertadamente, más lógicamente, y ya nadie tuvo dudas de que lo sucedido era obra de personas ajenas a la casa cuando se encontraron cortados los cables telefónicos, prueba evidente de que alguien había llegado aquella noche y había querido incomunicar la casa antes de introducirse en ella.
Y estaba el cadáver del hombre encontrado junto al coche apartado de los demás. ¿Quién era este hombre? Se llamaba Steven Earl Parent, y era amigo del jardinero de la mansión, William Garretson, al cual había visitado la noche anterior.
Por supuesto que una de las primeras personas en ser interrogadas fue el aterrado Bill Garretson.
¿Cómo era posible que no hubiera visto ni oído nada?
La explicación, repetida una y otra vez, terminó por convencer a la Policía: Parent había visitado a su amigo Garretson, simplemente, para charlar un rato, y finalmente, habíase despedido. Tenía el coche cerca del pabellón donde vivía Garretson, pero apartado de los coches de lujo de los amigos de los Polansky. Así pues, Parent fue al discreto lugar donde había dejado su modesto automóvil, y, evidentemente, allá se había tropezado con los intrusos, que le habían matado.
¿Qué hacía mientras tanto Garretson, cómo era posible que no hubiera oído los disparos?
Muy sencillo: Garretson estaba escuchando música, con el volumen considerablemente alto, aprovechando su alejamiento relativo de la mansión y que por tanto nadie podía sentirse molesto. Y, con la música a buen volumen, no había oído los disparos.
No había oído nada.
No sabía nada. Nada de nada.
Nadie sabía nada de nada…, excepto, por supuesto, los autores de la atrocidad, que, mientras la ciudad de Los Ángeles se estremecía de terror, hacían los preparativos para una nueva incursión justiciera.
En esta ocasión, además de los cuatro personajes ya conocidos, iban a intervenir el propio Manson (que sin duda debía de sentirse poco menos que un héroe), y otra muchacha, una jovencita de diecinueve años llamada Leslie van Houten, que por supuesto vivía inmersa en la excelsa fascinación de ser tenida en cuenta por el "Maestro".
Pero al parecer no se recurrió al listín telefónico para la elección de las nuevas víctimas.
¿Por qué comprometerse?
Era mucho más simple elegir sobre la marcha, conforme a las posibilidades o facilidades. Y así, mientras todo Los Ángeles, y en especial las gentes pudientes, y muy en especial los grandes astros de la pantalla, se protegían con sistemas de alarma y fortificación en sus mansiones, los seis asesinos fueron a dar con su maldad y sus drogas a la tranquila zona residencial llamada Clear Lake.
Una vez allí, el señor Manson efectuó una especie de "análisis del lugar, sus posibilidades, y puntos más accesibles para la incursión". Al parecer el señor Manson tenía buen ojo para esto, ya que eligió una de las casas menos protegida, y ocupada por personas que, indudablemente, eran poco desconfiadas.
Tan poco desconfiadas que cuando la joven Leslie van Houten llamó a la puerta, simplemente ésta fue abierta.
Ante el espeluznante grupo, cuya sola visión ya daba no poco que pensar y mucho que temer, apareció Leno La Bianca, un atractivo cuarentón que se disponía a acostarse o, tal vez, simplemente, para sentirse más cómodo, iba por casa en pijama. Pijama de seda.
Estaba anocheciendo, la catadura de aquellos seis visitantes era pésima, y, ciertamente, por la mente de Leno La Bianca pasó, fugaz y terrorífica, la idea de lo sucedido dos noches antes en Benedict Canyon, aquella noticia que todavía tenía con los pelos de punta a todo el mundo. Pese a esto, el señor La Bianca todavía conservó una mínima presencia de ánimo, o, quizá, la ilusión de que a él no podía pasarle nada parecido, que aquella visita de aquellos seis personajes de aquelarre no iba a significar nada especialmente malo.
–¿Qué desean? –se interesó.
–Tu sangre, cerdo –rió Linda Kasabian.
Era un tontería seguir fingiendo que los consideraba personas normales que, por ejemplo, acudían a su casa en busca de un teléfono o una dirección, así que Leno La Bianca optó por no replicar.
Fue empujado al interior de la casa, y la puerta de ésta fue cerrada.
–¿Quién más hay en la casa? –preguntó Manson.
–Estamos solos mi mujer y yo.
–Que venga. ¡Llámala!
La Bianca iba asumiendo la gravedad de la situación, pero lógicamente intentó salir de ella.
–Si lo que buscan es dinero –dijo con voz temblorosa– no hace falta que compliquemos las cosas. Les daré todo el que quieran, pero…
–Todo el que queramos, ¿eh? –intervino Watson–. ¡Ya tenemos aquí otro de esos malditos cerdos millonarios!
La Bianca palideció aún más.
Mientras tanto su esposa tuvo la desafortunada idea de acudir al vestíbulo para interesarse por la llamada y las voces tensas que había oído vagamente desde el dormitorio. La señora La Bianca cayó en la trampa como un inocente pajarillo, con la ingenuidad de quien no se le ocurre ni remotamente que puedan ocurrir cosas malas en la vida. Llegó preguntando qué ocurría, pero quedó muda a mitad de la frase apenas ver a los visitantes.
Sobraba cualquier pregunta. Sobraba cualquier respuesta. Todo lo que pudo decir la señora La Bianca tras unos segundos de enmudecedor espanto fue:
–Oh, Dios mío…
Hubo algunas risitas.
Acto seguido, mientras se gozaban en el evidente y creciente terror de los La Bianca, procedieron a atar al matrimonio, siguiendo su técnica de dejar cuanto más indefensas posible a las víctimas. ¿Por qué arriesgarse?
Dos de las chicas, que habían ido a dar una vuelta por la casa siguiendo las indicaciones de Manson, regresaron diciendo que, en efecto, no había nadie más allí, y que todo era de lujo.
–Hay unas camas deliciosas –dijo Susan, poniendo los ojos en blanco.
–Pues sería cuestión de echarles un vistazo –dijo Manson–… Venid tú y Linda.
Los tres se adentraron en la casa. Patricia Krewinkel quedó un poco mohína, tanto como Charles Watson, que se imaginaba perfectamente en qué iba a consistir lo de "echar un vistazo" a las camas deliciosas. Tal vez como expresión de su frustración del momento, Patricia dijo que tenía hambre, y que iba a ver qué había en la cocina.
Cuando regresó de ésta llevando diversos cubiertos, Watson estaba más que fastidiado.
–¿Por qué no dejas todo eso y nos vamos también nosotros tres a probar una de esas camas? –propuso.
–No tengo inconveniente –replicó Patricia–, pero antes deberíamos terminar con éstos.
Los La Bianca, que la miraban como hipnotizados, respingaron. Pero se les atragantó el respingo cuando Watson, aceptando la idea de la muchacha, los apuntó con su arma y dijo:
–Dalo por hecho.
–Pero no así, estúpido –se irritó Patricia–… ¿Es que no tienes imaginación? ¡Ayúdame a desnudarlos, Leslie!
Los esposos La Bianca comenzaron a gemir y a suplicar cuando sus ropas fueron retiradas de sus cuerpos a violentos tirones. Esperaban, ciertamente, malos momentos, pero quizá, por esa ofuscación de quien siempre tiene la esperanza de que todo va a terminar bien, pensaban que la cosa iba a reducirse a humillaciones de tipo sexual o poco más.
La señora La Bianca lloraba a lágrima viva, gritó cuando Patricia repartió los cubiertos recogidos en la cocina con su compañera Leslie, y dijo:
–Son dos pavos: vamos a trincharlos.
No sólo no lo pensó dos veces, sino que ni siquiera debió pensarlo una sola.
Como si estuviera realizando una labor cotidiana hacia la cual todavía se siente un cierto agrado, Patricia comenzó a clavar el cubierto de trinchar en los cuerpos de uno y otro esposo. Leslie no se quedó atrás, ni mucho menos, y así, entre las dos jóvenes, mataron a Leno La Bianca y su mujer, poco menos que descuartizándolos, arrancándoles jirones de carne cada uno de los cuales parecía gritar su espanto, su protesta, su miedo horroroso.
Hasta que, piadosamente, llegó la Muerte, y los esposos La Bianca dejaron de sufrir aquella tortura tanto mental como física.
A los gritos de las víctimas y de las sádicas asesinas habían acudido Manson y sus dos fornicantes de turno, y el primero elogió la labor realizada por Leslie y Patricia, relucientes sus ojos mientras contemplaban el sangriento y atroz espectáculo.
–Pero quizás os habéis precipitado un poco –encontró una pequeña falta en la obra el gran Maestro.
–Es que yo también quería irme a una de esas camas con las chicas –dijo Watson.
–Sí, pero hay tiempo de todo.
–Yo tengo hambre –insistió Patricia.
–Pero deberíamos limpiarnos la sangre antes de comer –dijo Leslie.
–Los cuartos de baño son espléndidos –comentó Susan.
–¿Por qué no nos duchamos todos juntos? –propuso riendo Leslie.
Había tiempo.
Tiempo para todo.
Y todo lo hicieron: se ducharon, comieron, fornicaron en revoltillo…
Mientras tanto, sobre un charco de su propia sangre, con el pecho desgarrado, las carnes muertas, los ojos mostrando una vidriada expresión de enloquecido terror, las facciones crispadas en la última espantosa agonía de la muerte alucinante, los esposos La Bianca esperaban el momento en que sus cadáveres serían descubiertos.
Esto sucedió al día siguiente, cuando alguien que pasó cerca de la casa vio aquellas pintadas en rojo en la puerta principal y se acercó empujado por la curiosidad.
En la puerta, escrito con sangre, ponía: muerte a los cerdos.
Los esposos La Bianca fueron hallados desnudos pero con una especie de blanco capuchón cubriendo sus cabezas. El blanco de la pureza… Porque, claro está, la horda satánica no había cometido otros dos asesinatos, sino que había purificado aquellos dos cuerpos con una muerte que expiaba todos sus pecados.
No cuesta en absoluto ningún esfuerzo imaginarse la resonancia que tuvo el asesinato de los La Bianca, sobre todo si se sumaba a los de las cinco personas anteriores en circunstancias que sugerían fácilmente una relación: la intervención de un mismo grupo de asesinos. La Policía demostró tal perspicacia inicial en estas primeras deducciones y en la orientación de las pesquisas que el "Maestro" decidió buscar nuevos aires.
Y eso hizo, mientras en la iglesia del Buen Pastor, en Beverly Hills, el reverendo Reilly oficiaba las honras fúnebres de Sharon Tate y las demás víctimas. Habían acudido las más relumbrantes estrellas de Hollywood, desde Paul Newman a Kirk Douglas, y todos mostraban su dolor y su condolencia, pero sin que ni uno ni otra se aproximasen a lo que sentía el director cinematográfico Roman Polanski, que había regresado a casa para asistir al entierro de su esposa.
En una noche, Polanski se había quedado sin esposa y sin hijo.
En una noche había pasado de tenerlo todo a tener bien poco…
Mientras tanto, y por astuto cálculo de su jefe, de su "Maestro", de su dios, la horda asesina se había disuelto, lo cual era, ciertamente, el mejor modo de dificultar la labor de rastreo de las fuerzas policiales. En determinado momento, incluso el ya retirado coronel Tate recordó sus tiempos en el Servicio Secreto de la OTAN, y comenzó por su cuenta una investigación terca, tenaz, obsesiva.
Pero no era fácil que uno y otros tuvieran suerte. El señor Manson, cuyo valor no podía calificarse ciertamente de admirable, se había retirado primero al Valle de la Muerte, y luego a un rancho llamado Barker, donde no parecía fácil que a nadie se le ocurriese emprender unas investigaciones sobre tan descomunales atrocidades.
En cualquier caso, de nuevo se puede dudar de la sinceridad siquiera fuese demente del señor Manson, pues un justiciero es siempre un justiciero, sin que le arredren las dificultades.
¿O tal vez el señor Manson consideraba que con siete víctimas ya había "purificado" la sociedad, que con la muerte de siete "cerdos" (ocho, si se contaba el nonato hijo de Sharon Tate), ya había cumplido su mesiánica labor?
¿Es normal que un "justiciero divino" huya de la Policía? ¿Por qué ha de hacerlo, si lo que está realizando es una meritoria labor celestial? Si se piensa de ese modo tan "admirable" uno se queda en el sitio, y afronta las consecuencias, asume su responsabilidad en la "alta misión" de exterminio de "seres impuros".
¿No parece esto más consecuente que la huída, como si uno fuese un vulgar delincuente, un criminal cualquiera?
En definitiva, Charles Manson huyó, y, además, no llevándose consigo a sus huestes, sino en solitario, asegurando (y en esto con razón, claro) que la Policía tendría más dificultades para encontrarlos de uno en uno que si permanecían juntos. Otra muestra más del valor del "Maestro": en cuanto vio las cosas mal dadas dejó a sus discípulos que se las arreglasen como pudieran y él tomó su propio rumbo.
En resumen: el instigador de siete asesinatos escapó por su cuenta, posiblemente satisfecho y tranquilizado por un detalle que, sin duda no habría de comentarlo con sus discípulos. Este detalle era el de que él, el Maestro, no había matado a nadie; lo habían hecho otras personas, no él. Si en algún momento las cosas se ponían feas, siempre tendría esta salida: él no había matado a nadie.
Al menos, claro está, en cuanto se refiere a los sucesos de Los Ángeles.
Pero el señor Manson no tenía por qué preocuparse, ya que la Policía no conseguía encauzar acertadamente las investigaciones. En realidad, si finalmente la horda fue capturada hay que atribuirlo más a la cobardía del señor Manson que a los aciertos de la Policía.
La culpa de la captura de los asesinos fue del propio Manson. Para protegerse, se había deshecho de sus discípulos, dejándolos a su suerte, y eso fue lo que le perdió, porque sus discípulos, sin él, eran todavía más torpes que con él.
Y así, sucedió que a primeros de noviembre del mismo año Susan fue arrestada en Los Ángeles por su intervención en determinado tráfico de drogas. La asesina-prostituta-sierva-toxicómana fue recluida en una celda con otra toxicómana, llamada Shelly Nadell, que estaba desesperada por la larga carencia de drogas.
La relación entre las dos mujeres no fue demasiado difícil. Una deseaba droga y apoyo, y la otra, la recién ingresada, tenía necesidad de comunicación, especialmente una comunicación que afirmase su personalidad, que le infundiese fuerza y confianza en sí misma.
Al poco, Susan Atkins comenzó a hablar de su vida y sus cosas, de su "Maestro", de la familia Satán, de sus importantes hechos y gestas…
La otra toxicómana no entendía bien, al principio, pero pronto se dio cuenta de que Susan hablaba de cosas realmente importantes, especialmente cuando Susan comenzó a mencionar los sucesos de Bel Air y Clear Lake, cada vez con más claridad, cada vez con tal abundancia de detalles tan fieles, tan exactos, tan vívidos, que Shelly Nadell acabó por comprender que solamente una persona relacionada directamente con tales hechos podía aportar tal cantidad y fidelidad de convincentes detalles.
No tardó mucho Shelly en decidir sacar partido de su "secreto". Convencida de que la colaboración por su parte con la Policía podía depararle sustanciosos privilegios, pidió una entrevista con las autoridades de la prisión, las cuales, tras la inicial incredulidad, sometieron a Susan a un interrogatorio que pronto les hizo comprender que la persona más adecuada para proseguir con el asunto era Ed Davies, el jefe de la policía de Los Ángeles, el cual, ciertamente, no se hizo rogar.
Una vez enfrentados Susan Atkins y el ansioso Davies, que veía la posibilidad de esclarecer el más horripilante caso de su carrera policial, y uno de los más resonantes mundialmente, las cosas pronto se fueron perfilando. Davies presionó a Susan, le hizo promesas y amenazas… Con habilidad, la llevó por fin adonde él quería, es decir, a la confesión completa y detallada de los sucesos en cuestión, no sin antes prometerle a Susan que si colaboraba con él se iba a encargar personalmente de que no fuese condenada a muerte.
Susan Atkins lo dijo todo.
Y a medida que la muchacha iba hablando Davies iba recordando que precisamente a finales de agosto se había efectuado una redada en el lugar llamado Spahn Movie Ranch, en la cual había caído no sólo la propia Susan Atkins, sino el mismísimo Charles Manson, acusados todos de "mala vida y perversiones sexuales".
No estuvieron detenidos ni veinticuatro horas, pues no había pruebas de nada concretamente delictivo contra ellos. Sin embargo, su incursión de aquel día en el Spahn Movie Ranch fue sin duda lo que decidió a Manson a disgregar su Familia, y lo que, a la larga, debilitados todos sus miembros en su aislamiento, había conducido a la solución del caso, si bien, ciertamente, por vías indirectas.
Como fuese, el caso estaba siendo encarrilado ahora con acierto y eficacia, gracias a la confesión de Susan Atkins.
Confesión que apareció en todos los periódicos, y que fue, sin duda, lo que impulsó a Linda Kasabian a entregarse voluntariamente en New Hampshire, con el fin de ratificar las confesiones de sus compañeros de atrocidades. Poco después eran detenidos Patricia Krewinkel, en Mobile, estado de Alabama, y Charles Watson, en Mc Kinney, estado de Texas.
Ya rodando las cosas con facilidad, todo se fue concretando definitivamente cuando pudo comprobarse que las huellas digitales halladas especialmente en Benedict Canyon correspondían a los encausados, destacando por su nitidez las de Charles Watson.
La suerte estaba echada.
¿Qué hacía mientras tanto el señor Manson?
¿Dónde estaba?
Pues, el señor Manson, siempre en su línea, se había dedicado a incordiar, armas en mano, y naturalmente, siempre bien acompañado, ahora de nuevos amigos y/o discípulos, a unos mineros que laboraban en las cercanías de Sourdough Spring, los cuales optaron por presentar la correspondiente denuncia a la Policía, hartos ya de aquellos pérfidos personajes cuya sola presencia sugería la maldad.
Y todavía otra vez más demostró su catadura de cobarde el señor Manson, que se escondió dentro de un armario en un vano intento de salvarse de la gran redada. No le sirvió de nada, pues la Policía lo encontró, fue esposado, y nadie le hizo el menor caso cuando, ya todo perdido, intentó dárselas de valeroso y sereno, incluso haciendo comentarios irónicos.
Sencillamente, el señor Manson fue a parar donde tenía que haber permanecido siempre: a la cárcel.
 
*      **     *
 
La audiencia preliminar del Gran Jurado de Los Angeles que atendió el caso finalizó el ocho de diciembre de mil novecientos sesenta y nueve, exactamente cuatro meses después de los asesinatos de Benedict Canyon, y se efectuaron los cargos pertinentes, acusando a Charles Manson y sus "discípulos" Susan Atkins, Linda Kasabian, Patricia Krewinkel y Charles Watson, de conspiración para cometer homicidio y siete asesinatos (recordamos: ocho, pues el hijo de Sharon Tate, a todos los efectos legales y físicos ya era una vida).
En cuanto a Leslie van Houten, y siguiendo la línea lógica de estos cargos, se le imputaron los de conspiración para cometer homicidio y dos asesinatos (pues ella había intervenido en dos, los de los La Bianca).
 
*     **     *
 
¿Qué se puede hacer con unas personas así?
¿Tiene la sociedad alguna defensa contra seres de tan baja calidad moral y humana?
Si no la tiene habría que buscarla, ya que recurrir al <viejo truco> de que quien comete tales atrocidades está inmerso en la más deplorable demencia, empieza a hacerse aburrido.
Porque no deja de ser sospechoso que una persona esté loca y en cambio sea perfectamente capaz de pensar, argumentar y organizar su propia defensa.
No deja de ser sospechoso que uno que diga estar loco sea capaz de destripar bestialmente a una mujer embarazada, y en cambio esa misma locura no le impulse a sacarse los ojos a golpes de navaja, por ejemplo.
No deja de ser sospechoso que esa locura sea siempre perjudicial para otras personas y no para el propio loco.
No deja de ser sospechoso que a los "locos" les dé siempre por cometer maldades y nunca bondades, como sería por ejemplo, regalar toda su fortuna, arriesgar su vida por otra persona, y cosas parecidas.
La pena de muerte fue abolida muy a tiempo para el señor Manson y su satánica familia.
Bien está, porque realmente nadie debe disponer de la vida de sus semejantes.
Esperemos que el señor Manson, y los muchos "Manson" que todavía andan sueltos, lleguen algún día a comprenderlo. O cuando menos, a aceptarlo, a fin de que sean merecedores de que se les siga llamando, sin reticencias, seres humanos.
 

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